Si le preguntásemos a cualquiera de sus amigos, de sus antiguos amigos, qué fue de João Capela, aun recordándolo, muy probablemente nadie sabría responder o se limitarían a decir, encogiéndose de hombros, que desapareció un día sin dejar rastro. Ágata, si acaso quisiera recordarlo, cosa poco probable, sería más explícita y prolija en vocabulario y, por aquello que canta aquel fado “… entonces vas a saber por qué las tempestades tienen nombre de mujer” casi mejor no preguntarle por João Capela. De lo que no cabe la menor duda es que si les dijéramos, tanto a ellos como a ella, mira, ese de ahí es João Capela, ninguno daría el más mínimo crédito a nuestras palabras. ¿João Capela? ¿Ese? No, no, te equivocas. Qué va, imposible. Ese tipo es un vagabundo, un andrajoso, un sin techo. ¿Ese? ¿João Capela? João Capela era un pincel, bien parecido, guapo de cara y el hombre más presumido del mundo. João Capela jamás iría ya no sucio o desaliñado como ese pordiosero de ahí sino que jamás de los jamases se atrevería a salir a la calle si no fuera perfectamente afeitado, aseado y conjuntado. Ese no es João Capela. Ni siquiera Ágata, caso de ser arrastrada a su infame presencia, reconocería su mirada, único vestigio del João Capela de aquellos días que apenas perdura visible tras la pelambre y la roña en el João Capela de hoy. Ese no es João Capela, diría, ni siquiera se da un aire con esos andares raros. Ese, aparte que ni se le parece, añadiría, tiene el miedo en la mirada.

Eso es así, ciertamente. Todo ello. Pero si Ágata, hiciera un esfuerzo y trajese a su memoria la última vez que vio a João Capela, el día que lo echó de su casa a puntapiés al grito de “ Largo de aquí, cabrón, hijo de puta. Voy a llamar a la policía”, para no volver a querer saber nada más de él, reconocería que, ese preciso día, João Capela tampoco parecía el mismo. Sería mucho pedir que Ágata recordara la camisa mal abotonada, después de todo, llegaba más de dos horas tarde a su cita y, dada la situación, podría parecer un detalle sin importancia aunque no lo fuese en absoluto, pero el corte en la ceja y los nudillos lacerados no le pudieron pasar desapercibidos. Si acaso hiciera ese esfuerzo no le costaría reconocer que ese día, al menos, João Capela había descuidado su aspecto, lo que no era normal en él. Conociendo a Ágata, sabemos que no hará ese esfuerzo y, además, es natural. Aquel día, aquella noche en que se cumplía un año de relación, João Capela había llegado dos horas tarde a la cena de aniversario, Hecho una piltrafa sangrando por las manos y apestando a alcohol. Sin mediar palabra, se abalanzó sobre ella, le arrancó la ropa y la arrojó violentamente sobre el sofá. Luego se detuvo, como meditando, se dirigió al aparador donde había un enorme espejo y se quedó allí mirando su reflejo. Ágata, que no es mujer que se amedrente con facilidad, ya iba a partirle la cabeza con uno de los candelabros de bronce que había colocado con toda su ilusión en la mesa del comedor para la cena romántica a la luz de las velas que se suponía debía tener lugar esa velada cuando João Capela se le adelantó y gritando “¿Quién manda ahora, eh? ¿Quién manda ahora?” comenzó a darse de cabezazos contra el espejo partiéndolo en mil pedazos y llenando de sangre la moqueta. Ya dijimos qué ocurrió a continuación; Ágata aprovechó para sacarlo a golpes y patadas de su casa, sin mostrar él aparente resistencia. Luego, dio inmediata cuenta de la agresión a la policía. Tampoco la policía relacionó los hechos. Bien es verdad que se trataba de acontecimientos menores para una gran ciudad y difícilmente relacionables a simple vista, pero si Ágata hiciese ese esfuerzo de memoria recordaría que los agentes mencionaron, y de ahí su tardanza, que el barrio parecía revuelto esa noche, con varios actos que denominaron, y así debieron hacerlo constar en sus informes, como mero vandalismo. Algunos de esos actos fueron tan rutinarios que ni aparecieron en los diarios locales, una marquesina del autobús urbano destrozada, cosa habitual. En la línea nueve dieron parte de un borracho molestando a los viajeros, tampoco infrecuente. Nos interesan, sin embargo, un par de detalles, la marquesina era la situada en la calle en que vivía João Capela, y la línea nueve es la que une su casa con la de nuestra Ágata.

Hasta aquí, vimos los hechos de los que podría dar cuenta Ágata, si quisiera recordarlos, que no quiere. Versiones parecidas podrían contar sus amigos, todas de oídas, principalmente de boca de Ágata unos días después. Otras dos personas podrían aportar datos del suceso porque fueron, sin saberlo, testigos presenciales, aunque a día de hoy es más que posible que ni recuerden los hechos ni mucho menos los detalles que a nosotros nos interesan, a saber; ese día João Capela hablaba solo y era zurdo. De la zurdez, permítaseme el término, podría dar testimonio el camarero que le sirvió los siete vasos de aguardiente en el bar de abajo pero, sin embargo, solo le sorprendió que el señor Capela, que por norma bebía Porto tinto natural y jamás más de dos copas se ventilara esa tarde siete “bagaços” como si tal cosa. Tampoco relacionó seguramente los desperfectos que más tarde descubriría en los lavabos de caballeros y que atribuiría a algún otro parroquiano más dado a causar destrozos que el señor Capela. El otro testigo presencial, o mejor dicho, la otra testigo presencial fue una niña inocente que se entretuvo con João Capela tirando piedrecitas en un estanque del parque unas horas antes. Ella podría confirmar, tanto que João Capela ese día era zurdo, como que hablaba solo pues hubo de oírle decir “A que duele, eh, a que duele” cada vez que dejaba caer una piedrecita en el estanque. Tristemente, está ilocalizable, tal vez, a estas alturas, ni recuerde el incidente, pues para ella no debió ser nada excepcional. De los demás tristes acontecimientos que tuvieron lugar aquel día solo puede dar cuenta el propio João Capela, lo que va a resultar del todo imposible pues aquel suceso traumatizó tanto al bueno de João Capela que, a resultas, perdió, no solo la capacidad del habla sino toda voluntad de comunicarse con sus semejantes, Razones por las cuales creemos que es nuestra obligación, querido lector, lectora, poner negro sobre blanco y contar qué fue lo que ocurrió verdaderamente con João Capela a fin de alejar las erróneas ideas que estos improbables testimonios pudieran provocar. Vamos allá.

Parece ser que João Capela gozaba esa tarde de un humor excelente. Había quedado para cenar con Ágata con la que hacía justo un año mantenía una relación que él mismo denominaba perfecta. Se había tomado el día libre y, esa mañana, había salido a comprar unas flores. Su idea era llevarla a cenar a alguno de sus restaurantes favoritos pero ella había preferido cenar en su casa, —así no tendremos que esperar por el postre— le había dicho con esa media sonrisa pícara que a João Capela le volvía loco. Solo le preocupaba cómo reaccionaría ella cuando él le propusiera dar el siguiente paso en la relación e irse a vivir juntos. Con todo, las dudas eran muy leves así que salió canturreando de la ducha, esbozó un ridículo paso de baile, resbaló en el suelo humedecido y se fue de bruces contra el espejo del baño. Del encontronazo, debido a alguna misteriosa cabriola de la naturaleza, fue a dar con sus huesos, como Alicia, al otro lado del espejo. Por supuesto, al principio no comprendió nada, pensó apenas que se había ido la luz y de ahí la caída. Luego se dio cuenta que era media tarde y el sol entraba a esas horas a raudales por la ventana del baño. Entonces pensó que había perdido la visión por causa del golpe. Consiguió a duras penas levantarse y al hacerlo alzábase ante él su propio reflejo. Aún no comprendía por qué él estaba a oscuras mientras en el espejo se veía su cuarto de baño perfectamente iluminado y fue al verse en ese cuarto de baño reflejado cuando reparó que se había abierto una ceja. Su primer impulso fue, como es de creer, echarse la mano a la herida, sin embargo sus músculos no respondieron. Ahí sí, se asustó. No podía siquiera apartar la vista de la ceja que ya empezaba a sangrar. Entonces se miró a los ojos, recorrió cada facción de su cara y sonrió. Sonrió sin un ápice de alegría ni satisfacción ni nada, obedeciendo solo a una fuerza ajena que no podía controlar. Aún no había comprendido que quien estaba ahora al otro lado, en el lado de la realidad, era su reflejo y él solo podía imitarlo desde dentro. El reflejo sí lo comprendió. Lo comprendió perfectamente. Él estaba por fin en el lado bueno, en el lado real. Ahora era él quien mandaba y João Capela ocupaba su lugar en la oscuridad. Ahora João Capela era el reflejo del reflejo de João Capela y, por eso, João Capela sonreía. Porque lo hacía su reflejo y él no podía sino obedecer. De pronto, todo desapareció y João capela quedó sumido en la más completa oscuridad y el más absoluto silencio. Seguía sin comprender que, para un reflejo, el mundo solo existe cuando alguien lo mira a través de una superficie reflectante, el resto es la nada, la no existencia, el no ser, algo, sin duda, muy parecido a la muerte. Una muerte intermitente, no obstante, porque al rato, tras una desagradable sensación como si una bandada de pájaros revolotearan a su alrededor en aquella negrura y le rozaran con sus alas, que João Capela no supo interpretar como que estaba siendo vestido, una ventana ovalada se abrió ante sus ojos y volvió a verse en ella, mirándose fijamente, sintiendo ya verdadero miedo pero mostrando en su cara algo más parecido a la satisfacción. La satisfacción de su reflejo que por fin era libre. Sin saber por qué comenzó a abotonarse la camisa que de pronto llevaba puesta al tiempo que contemplaba como un botón quedaba irremediablemente huérfano de ojal pues ya no era el melindroso João Capela quien mandaba en sus manos.

Por un instante creyó que las ideas se le iban aclarando porque reconoció su cuarto detrás de su propia figura y la forma ovalada de la ventana debía ser el espejo que colgaba sobre su tocador y pensó, “me estoy viendo a mí mismo desde detrás del espejo” pero pronto volvió la confusión. “No,” recapacitó de inmediato, “lamentablemente no soy yo sino mi reflejo, cosa bien distinta. Yo estoy aquí dentro”. Por primera vez, su propia imagen le atemorizó, se reconoció como un intruso, como si alguien hubiera allanado su casa y se lo encontrara de frente probándose sus ropas. Solo que en este caso el intruso tenía su cara, sus mismas facciones, su misma musculosa complexión, su misma talla de camisa, y de pantalón y de zapatos, pero no era él, era sin ningún tipo de duda, otro. Otro que debía llevar… debía llevar toda la vida allí encerrado, en la oscuridad, en esa casi muerte intermitente, y ahora le miraba directamente a los ojos sin reflejar la incertidumbre del João Capela de dentro sino diríase que odio.

El reflejo dio media vuelta y João Capela, obediente, hizo lo propio quedando de nuevo en las tinieblas de la cara oculta del espejo. “No, no es la muerte, es peor.” Pensó entonces. Claro, porque de la muerte uno no es consciente, suponemos, como uno no es consciente de nada anterior a nuestro nacimiento. Este vacío, negro y silencioso, era muy diferente a la muerte, o a lo que creemos que es la muerte basándonos en nuestra experiencia de cuando no existíamos, esa “no experiencia” es la única referencia del ser humano para imaginar la muerte. De este vacío oscuro y silencioso, por el contrario, João Capela era muy consciente y pensaba que debía parecerse más a ser enterrado en vida. La nada, pero vivo, sintiendo, sufriendo.

Por mucho que todo esto le pareciera una locura, un mal sueño, no pudo dejar de pensar en la miserable existencia de ese que había pasado ahí… sus treinta y cuatro años de vida. Odio, sí, ahora lo comprendía. Viendo un mundo ahí fuera que ni siquiera podía contemplar a gusto pues João Capela gustaba de contemplarse a sí mismo y, ahora bien lo sabía él, su reflejo no hubiera podido más que intuir ese mundo exterior sin poder apartar la mirada de la cara de João Capela porque João capela no la apartaba. Treinta y cuatro años viendo solo la cara de João Capela limpiándose los dientes, quitándose los granos, afeitándose por primera vez, abrochándose la camisa, Atusándose el flequillo, creciendo, envejeciendo, con un universo, apenas perceptible, alrededor de la puta cara del mismo Joao Capela todos los putos días, toda la vida. Odio, sí, naturalmente que odio. ¿Y a qué nos conduce el odio ¿A pasear por el campo? ¿A disfrutar de la vida? No, a la venganza. ¡Ay, la que le espera a João Capela! La oscuridad. Y quién le iba a decir, apenas hace unos minutos, que iba a echar de menos la oscuridad cuando aparecieran los fantasmas, la realidad multiplicada, superpuesta. Difuminado, atravesado por maniquíes, por autobuses, por personas. Un simple paseo por la calle dejándose reflejar en los escaparates de las tiendas bastó para que João Capela echase de menos la oscuridad y el silencio. Y su reflejo ahí, siempre al frente, mirándole a los ojos para que João Capela no pudiera sino mirarle a él mientras sentía el dolor. Venganza, sí, —Y solo es el comienzo— decía João Capela porque el reflejo lo decía. —Mira lo que pasa cuando tiras una piedrecita a un estanqué. A que duele, eh, a que duele—. João Capela querría gritar de dolor cuando todos sus huesos se retorcían con el paso de las ondas, pero ya no mandaba él, mandaba su reflejo, y su reflejo reía, solo reía. Miraba su imagen en el estanque y reía viendo sufrir a João Capela. Inocente la nena que se unió al juego allá en el parque, pero cuánto le torturó, sin saberlo. —A que duele, eh, a que duele— repetía la muchacha cuando tiraba su piedra torturando a su propio reflejo además de a João Capela. “Dios te guarde de este trance” pensaba João Capela mientras reía queriendo gritar.

Por fin llegó la oscuridad, la paz, el silencio. Quizás porque el reflejo estaba cruzando ese callejón donde nada reluce, ese que lleva a la taberna preferida de João Capela, donde siempre se toma su Porto tinto natural con la mirada perdida en el espejo del botellero. Sí, ahí está el reflejo ultrajando sus costumbres con aguardiente bagaçeira ante el asombro del camarero. João Capela reconoce el local porque el reflejo se lo permite a través del botellero. Reconoce luego la luna rasgada del espejo del baño de caballeros que le divide la cara en dos dolorosas mitades, ligeramente desplazadas una de la otra. —Y puede ser peor— dicen ambos, cada uno desde su lado del espejo, al mando uno, a las órdenes el otro. João Capela cree morir de dolor cuando su reflejo, harto de su propia cara, porque, ¡manda cojones el absurdo al que nos arrastra el odio!, llevar treinta y cuatro años viendo lo mismo y una vez libre continuar mirando la puta cara de João Capela, decide reventar el espejo de un puñetazo. João Capela solo ríe, no obstante. Qué otra cosa podría hacer en ese lado de la realidad, el lado malo, el lado del esclavo, sino reír. Reír porque el reflejo ríe. Ríe, ríe, ríe. Y mientras ríe se descompone de dolor en un millón de pedazos cuando el reflejo lleno de aguardiente y rabia la emprende a patadas con el vidrio de la marquesina de la línea nueve, la que toma a diario João Capela para visitar a su amada Ágata, dos manzanas más abajo. “No, eso no” piensa João Capela. —Sí, eso sí— dice su reflejo. —Ahora me toca a mí, maldita sea— grita el reflejo mientras golpea su cara en la ventanilla del autobús de la línea nueve. —Tú ya has vivido lo tuyo mientras yo observaba desde dentro cuando me lo permitías, mirando y sintiendo toda tu vida pero sin vivirla. Ahora es mi turno, ahora tú eres el reflejo, João Capela, y no hay nada que puedas hacer salvo lo que yo haga ante un espejo. Observar cuando yo quiera que observes, desaparecer cuando no quiera. Obedecer, obedecer, obedecer—. De poco sirvieron las quejas de los pasajeros ante los desvaríos de un alcohólico que sabe dios a quién gritaba. Y ya reconoce João Capela el portal de Ágata, en cuyas puertas siempre se cercioraba de que la corbata estuviera bien anudada y el flequillo en su sitio antes de llamar al timbre y subir al apartamento de su amada. Tanto mirarse al espejo, siempre, en todo momento, João capela comprende que le ha puesto en bandeja a este engendro de la metafísica la dirección de Ágata. Él fue su maestro, a través de él, mientras se contemplaba aquí y allí, el reflejo conoce ya todas sus costumbres, sus trayectos, sus amistades. A Ágata. Sí, esa Ágata que hace dos horas que le espera con la mesa puesta y que lo último que se imagina es que la vaya a agredir. Esa Ágata que cuando lo vea entrar por su puerta lo tomará por el pobre João Capela y, solo preocupada por su tardanza le dejará entrar, cómo no.

Y ahí se abre de nuevo una ventana ante él, ahí está el reflejo, mirando a João Capela, João Capela reconoce el apartamento de Ágata, la puede ver medio desnuda sobre el sofá. El reflejo le mira esta vez… ¿Con qué? ¿Con odio? ¿Con satisfacción? ¿Desilusión, acaso? Sí, eso parece, desilusión. Todo lo que sabe el reflejo lo sabe por João Capela, porque él le ha permitido saberlo. Ha sido su escuela durante treinta y cuatro años. Pero hay algo que jamás ha hecho delante de un espejo João Capela, el amor. El reflejo desconoce esa parte en concreto porque jamás lo ha visto, no tiene ni idea de en qué consiste hacer el amor, solo le ha visto besuquearse con alguien, en un reflejo casual y solo por el rabillo del ojo. El reflejo solo entiende de odio y rencor. Mira por dónde, la, llamémoslo así, mojigatería de João Capela ha frustrado la venganza de su reflejo y les ha salvado de su ira a ambos, a él y a su novia. João Capela siente que comienza a recuperar el control. Comprende al fin que el odio es su punto débil, el odio es el punto débil de todo el mundo, incluso de los engendros metafísicos como este, y sonríe João Capela, pero esta vez es su sonrisa la que mueve los músculos de su reflejo. Su reflejo, aun sintiéndose vencido, sonríe también porque João Capela parece comenzar a recuperar el mando. Aquí no podemos dar fe de quién llevó la iniciativa, si João Capela por amor e instinto de supervivencia o si el reflejo por rabia y odio. Quizás ambos, quizás confluyeran todas esas fuerzas de la naturaleza, unas frente a las otras, desencadenando una sola consecuencia en la superficie del espejo. El caso es que, como ya dijimos en los comienzos de esta historia, ambos arremeten de cabeza contra el espejo del apartamento de Ágata, gritando, ”Quién manda a hora, eh” reventándolo, llenando de sangre la moqueta y volviendo cada cual al lugar que la física universal les había asignado a cada uno de ellos. El reflejo retorna al espejo hecho añicos y João Capela aterriza en el suelo del apartamento de Ágata, ya en lado bueno de la vida, en el lado de la realidad.

Lástima que Nuestra Ágata, como es de comprender, aún perpleja por la inesperada agresión e ignorante de lo acontecido en ese universo paralelo, al grito de “Largo de aquí, cabrón, hijo de puta. Voy a llamar a la policía” la emprenda a golpes de candelabro y patadas en las costillas contra, esta vez sí, el bueno de João Capela que acababa de regresar de lo más parecido a la muerte.

Por tanto, sí. Ese de ahí es realmente João Capela que no se ha movido de la seguridad del callejón que lleva a su taberna preferida, donde nada reluce Ese es João Capela, el de la mugre, el de las barbas, el del miedo en la mirada, el de los andares raros, evitando cualquier superficie reflectante.

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