Délicatesse 2 (Hardboiled)

Délicatesse 2 (Hardboiled)

Délicatesse 

(El lado oscuro de la luna)

(Las Pistas) 

II

I. Fue “El Interrogador” quien dio las primeras precisiones sobre la historia del misterioso Melquíades Ezequiel Odamxur. Ansiosos, algunos policías y alcahuetes, reclamaron respuestas sobre la detective desaparecida. Pero en ese momento a “El Interrogador” no le preocupaba esclarecer ese asunto. Detestaba que lo apuraran en sus investigaciones y, mucho más, trabajar con la policía. Solo se interesó en el asesino por su afición al foie gras preparado, según afirmaban, con una porción de hígado humano. El foie gras era un plato que “El Interrogador” detestaba tanto como a los apuros y a la policía. No se trataba de un prejuicio porque el componente principal fuera carne humana, a un hombre como él eso no lo inquietaba. La comida francesa la resultaba desagradable y ni hablar del foie gras. Eso era todo.
Sobre la mujer habría tiempo para saber qué fue de ella, aunque él tenía ya una sospecha, una hipótesis a partir de los pocos, pero precisos datos que conoció. Estaba ausente y para él su ausencia se reducía al deseo de fingir su propia muerte, pero los falsos muertos en algún momento revelan sus verdaderas intenciones. La ausencia no puede durar para siempre, como sí la muerte; ella sería capturada en el momento oportuno. Solo había que ser paciente.
La bautizó Muna Morrigan. Ese no era su nombre ni su apellido. No importaba. A partir de ese momento sería Muna Morrigan, la detective que fingía su propia muerte.
La policía no colaboró con “El Interrogador” para dar con el paradero de la mujer. No le aportó ningún dato significativo sobre ella. Por el contrario, la información fue ocultada por la policía a todos aquellos ajenos al departamento de crímenes complejos y, en especial, a él, que no solo era extraño, sino un enemigo.
En cuanto al personal propio, sabía de muy buena fuente, la amenaza del máximo jerarca de mandar a cumplir funciones a los curiosos “al culo del mundo”, fue suficiente para que ninguno de sus subalternos se decidiera a revelar la verdadera identidad y algún otro dato significativo de la mujer que se embriagó con el foie gras que preparaba Melquíades Ezequiel y que ella devoró acompañado de unas galletas de salvado, queso gruyere y un exquisito Réserve MountCadet.
¿Por dónde comenzar la investigación, entonces? Hasta ese momento, para “El Interrogador”, todo aquello se reducía a los nombres de dos antropófagos calificados, Melquíades Ezequiel Odamxur y Muna Morrigan. Se trataba de dos personajes excéntricos y narcisistas, incapaces de soportar la rutinaria vida que sobrelleva la inmensa mayoría de las personas en este redondo y contaminado mundo.
El primero, un asesino en serie, sofisticado, meticuloso, enigmático. La segunda, una apuesta y fracasada detective, quien se rindió al blend de sabores de una porción de cadáver envuelta en secretos de la cocina francesa. ¡Qué falta de carácter!
Pero esta versión de la vida de Melquíades y Muna no le resultaba convincente. Asesinos seriales hubo y los habrá por siempre, comedores de carne humana y mujeres que huyen de sus responsabilidades, también.
Para “El Interrogador”, la búsqueda de ambos, lo llevaría por caminos muy diferentes. Su cacería comenzaría por el auto confesado asesino, el que envió su supuesta autobiografía a una perdida comisaria pueblerina.

II. Alguien de “El Sindicato” le sugirió comenzar la búsqueda por la infancia de Melquíades Ezequiel. Pero la infancia de un asesino serial siempre es brumosa. Un niño es apenas un niño. Si no se trata de un Mozart o un genio semejante, nadie repara en el comportamiento de un niño vulgar.
¿Quién hubiera podido descifrar en la tierna infancia de una persona que se está en realidad en presencia de un asesino capaz de acabar con la vida de, por lo menos, 63 hombres, aunque se sospechaba que el número de víctimas podía ser muy superior? (De otros desafortunados que no sirvieron a mi propósito no les aportaré ningún dato. No le encuentro sentido. Por otra parte, ni los recuerdo, los he borrado de mi memoria. Merecido lo tenían, recordaba “El Interrogador” haber leído en la autobiografía del caníbal).
¿Qué podía revelar en ese niño un comportamiento criminal futuro? ¿Un rasgo andrógino? No. ¿Una leve tartamudez? Tampoco. ¿Una desviación en la mirada? Menos aún. Ninguna atrofia podía hacer suponer ni al más perspicaz de los seres humanos que esa tierna personita, de ojos claros, abultado cabello castaño y rasgos angelicales, podía con el tiempo transformarse en un asesino y productor de foie gras usando el hipertrofiado hígado de sus víctimas, engordadas a fuerza de higos y champaña.
Especuló cómo habría sido Melquíades Ezequiel Odamxur de niño y adolescente. Sabía que de adulto se trató de un hombre de talla media, así lo afirmaron todas las mujeres que compartieron el trabajo con él. Ni grande ni pequeño. Normal, si es que en su caso le cupiera este adjetivo.
Dedujo que de niño debió ser algo esmirriado, porque los varones tardan más que las mujeres en desarrollarse. Luego, un adolescente más bien delgado, no muy musculoso, de apariencia algo debilucha.
El año en que se provocó el incendio que acabó con un fulano en su vieja casona (el supuesto abusador de la madre de Melquíades y, por lo tanto, su padre), fue un dato clave en las deducciones de “El Interrogador”. Porque para ese año, el caníbal podría haber tenido unos diez, once o hasta doce años.
¿Un niño entraría en distintas oportunidades a la casa del violador de su madre, exponiéndose a que este lo descubriera y quedar expuesto e indefenso a su violencia? La furia de un violador aterra a los adultos y mucho más a los niños.
Él, que sí era un experto asesino, puso en dudas que un pibe de aspecto menudo, brazos flacos y piernas poco desarrolladas, hubiese podido quemar vivo a un adulto que lo duplicaba en tamaño y en fuerza, aunque estuviera tan borracho y tan drogado que no pudiera distinguir un camello del ojo de una aguja.
El dolor que provoca el fuego al calcinar el cuerpo humano es tan intenso, tan atroz, que hasta el más borracho presentaría una reacción brutal. ¿No quemó para satisfacer el encargo de un dealer a un desgraciado que lo había timado? Y él, que lo roció con nafta y le prendió fuego, vio al infeliz chamuscarse dando gritos mientras el aire se llenaba de un inmundo olor a carne, pelo y hueso quemados. Sus alaridos se oyeron a varios centenares de metros a la redonda y llevaron tanto temor al vecindario que durante muchas horas después de la incineración nadie se había animado ni a asomarse a la puerta de su casa.
El relato del Melquíades niño le resultó falso, o por lo menos inconsistente.
¿Y qué de su resentida madre? Ella sí pudo haber ingresado a la casa del hombre con algún pretexto. Se conocían, tenían un hijo en común. Ambos sabían dónde moraban. Bien pudo concurrir a esa casa para reclamar por el amor no correspondido, exigir dinero para la crianza, ofrecer algún tipo de trato, para tentarlo con sexo. Ella sí tendría la fuerza que se nutre en el odio y la fatal venganza para reducir a su violador, rociarlo con combustible y prenderle fuego. Fue esa la primera vez en que “El Interrogador” consideró necesario averiguar quién era la madre de Melquíades Ezequiel Odamxur. También decidió investigar al posible padre del antropófago. Tal vez en los progenitores encontrara alguna de las explicaciones que estaba buscando.

III. Padre y madre. Hay tanta soledad (1) en esa dupla más que en el oro. Desde que las mujeres fueron reducidas al capricho de los hombres, sus vidas se han llenado de antiguo llanto (2). Y así han andado por milenios.
“El Interrogador” debía elegir uno de los dos extremos: el padre o la madre. Si el hombre era el victimario, empezaría por descubrir su verdadera identidad e historia.
A cuadras del departamento de policía de dónde salieron los alcahuetes, “El Interrogador” se había detenido a tomar un café en un viejo bar de la zona. Como llevados por un instinto sobrenatural, los alcahuetes dieron con él y a partir de entonces nunca lo dejaron ni a sol ni a sombra.
La presencia de esas alimañas policiales lo puso de mal humor. El final que les esperaba a los dos fenómenos fue tan interesante que hasta disimuló el mal trago de soportarlos todos aquellos días. Pudo liquidarlos en un instante, sabía qué eso acarrearía malas consecuencias. Asesinar a un correveidile policial nunca es mal visto, pero tiene sus complicaciones.
Los dos perseguidores se quedaron a la puerta del bar y de allí contemplaron a “El Interrogador” quien tomó su café expreso sin apuro. Cuando acabó, bebió un sorbo de agua y dejó el dinero para pagarlo. Salió a la calle. En la vereda, junto a los alcahuetes, parecía un gigante.
—¿Van a seguirme a todas partes? –Les preguntó, y dejó que su mirada se perdiera en un horizonte incierto por la ancha avenida en dirección al río.
—Órdenes. –Los alcahuetes respondieron al unísono. Luego repitieron “órdenes”.
“El Interrogador” era un solitario, no apreciaba su compañía, lo molestaban y él se los hacía notar.
Hasta ese momento no había reparado en la facha de los dos alcahuetes. Eran de baja estatura, raquíticos, de aspecto desagradable y de color verdoso. Verdaderos Elementales, del tipo orco, algo estúpidos y con el correr del tiempo se revelarían violentos.
Los tres caminaron a paso lento en dirección al río. Una brisa agradable llegaba del río.
—¿Por qué dicen que quien murió en aquel incendio era su padre?
—Porque lo confesó de puño y letra. –Respondieron a coro los alcahuetes.
A “El Interrogador” le resultó estúpida la afirmación.
—Ese libelo no prueba nada. Pudo ser el padre como un pobre infeliz que pasaba por ahí. No se puede tomar por cierto lo que ese hombre escribió.
Los peleles ignoraron la afirmación de “El Interrogador”.
—¿Hubo alguna prueba científica para determinar quien murió quemado?
No, fue imposible cotejar ADN u otro dato biológico. No hubo interés en investigar demasiado ese incendio y esa muerte. Sabía que la pesquisa fue cerrada con mucha premura y también que eso ocurría porque había algo que ocultar.
—Alcahuetes –llamó la atención de sus perseguidores–. Cuando vayan a rendir cuentas a su jefe informen que sostengo que no fue ningún niño el que asesinó a quien vivía en esa casona y que ya me animo a sostener que el muerto no era el padre del caníbal.
—Eso haremos –replicaron a dúo–. Al escuchar esa última respuesta “El Interrogador” comprobó que los orcos respondían siempre al unísono. Se comportaban como si en verdad fueran una sola entidad dividida por un accidente en dos vulgares imitaciones de marionetas humanas. Eso los hacía aún más repudiables.

IV. Paradoja de la delincuencia. Según los prontuarios que podían ser revisados por cualquier autoridad, se trataba de un violador consuetudinario y un asesino serial.
El primero, un borracho y drogadicto. El segundo, un exquisito gourmet productor de foie gras cuya materia prima provenía de desprevenidos hombres solitarios embaucados por uno que supo cómo seducirlos.
El violador fue denunciado innumerables veces y siempre exculpado por un aceitado sistema judicial preparado para otorgar impunidad a los delincuentes de la familia judicial.
¿Quiénes eran esos jerarcas del aparato judicial tan protectores con ese supuesto degenerado? Si llegaba a sus nombres, tal vez no despejaría las muchas incógnitas que rodeaban el caso, pero entendería algo más de la psicología de los actores que investigaba.
El asesino serial, el antropófago del foie gras, en cambio, nunca fue acusado, pero la desaparición de aquellos hombres sí lo habían sido. “El Interrogador” se hizo la pregunta inevitable, ¿por qué nunca se investigaron esas desapariciones?
Los alcahuetes le habrían respondido con una oración de dos breves palabras “¿para qué?” Y si esta respuesta en estéreo no hubiera resultado suficiente, bien podrían haber repetido la explicación que la superioridad tenía para estos casos. Este hubiese sido su discurso:
“Todos los días desaparecen hombres, mujeres, niñas, niños, ancianos, ancianas. Todos los días. A toda hora. A cada rato. Unos porque huyen de su esposa y de sus hijos, escapan de sus obligaciones familiares, otras porque están hartas de que las muelan a palos, y otros porque sufren de demencia senil o Alzheimer.
El asunto de las niñas y los niños es muy diferente. Allí entra en juego la trata de personas, que también es el caso de jóvenes mujeres.
Niños y niñas se cotizan mejor que las mujeres. Los ricos pedófilos acordaron crear un mercado regulado para el negocio de la pedofilia. Debieron hacerlo para equilibrar codicia y placer.
Ese mercado es multimillonario y mejoró con el tiempo la provisión de mercancía humana.
La cotización de cada niño o niña muta día a día, tanto como el del oro o las acciones bursátiles. Varía con la demanda y la oferta, con la edad, el tamaño, el color de la piel, de ojos, de cabello, la procedencia. Todo este negocio se desenvuelve bajo la visible protección de los Estados.
Entonces, ¿puede la Justicia o la policía exhibir mejores resultados en el esclarecimiento de las desapariciones y en el rescate de menores robados a sus familias? No, porque su misión es garantizar que el mercado provea la mercancía anhelada y que el negocio se desenvuelva sin mayores alteraciones y sin demasiada publicidad.
Bastante similar es la situación de mujeres desaparecidas. Estas podían dividirse sin temor a equivocarse en dos grandes lotes. Unas están destinadas a la esclavitud sexual y otras a la laboral. Así de simple. ¿Alguna vez no habrá en este mundo quienes no paguen por poseer una mujer? No, descartado por completo. Siempre alguien tendrá en su bolsillo el suficiente dinero para transformar en su propiedad privada a la mujer que desea.
¿Alguna vez alguien preferirá trabajar en vez de tener una esclava que produzca sin descanso para él, y cuyo salario sea equivalente a una taza de arroz o medio plato de fideos de harina de trigo?
No, el deseo de esclavizar a un parte de la humanidad, regirá la voluntad de los poderosos hasta el fin de sus días, hasta su extinción.
De los viejos seniles olvidados de todo, esos que no pueden ni siquiera recordar su propio nombre, ¿quién habría de preocuparse? Descarte de tejidos obsoletos, prescindencia de mercadería vencida. Si un producto cualquiera ha cumplido su ciclo y por ello es discontinuado, ¿por qué no hacerlo con los ancianos?
La humanidad debería empezar a considerar la posibilidad de recurrir al descarte como método de reducción de la población para garantizar la leva forzosa de quienes pueden producir mercancías y placeres.
Algo de esto ocurrió en Europa cuando la última pandemia. Se resolvió encerrar a los ancianos en los geriátricos, cerrar las puertas bajo siete llaves y dejarlos morir atacados por un virus del que unos políticos hacían responsables a otros y estos a otros más.
De todos los desaparecidos, los que nunca serán buscados son los hombres entre 35 y 45 años de edad, solteros, solitarios, aburridos paseadores de perros pequeños y chillones, que se arrastran libidinosos por las noches tratando de encontrar a otro hombre que quiera compartir el lecho con ellos. A esos no se los buscará nunca. No valen ni el más mínimo esfuerzo. La superioridad lo dijo sin tapujos, ‘el que busca encuentra’. Eso fue todo.”
Por eso nadie se interesó en las muchas denuncias de desaparición de hombres sanos y de edad media, de buena talla y sanos, de quienes se había perdido el rastro por completo.
Todo esto hubiera sido dicho a dúo por los dos alcahuetes, con sus voces gangosas y melindrosas, mientras salivaban al hablar, pero “El Interrogador” no se lo permitió, los obligó a desistir de una interminable perorata.

V. “El Interrogador” esperaba poder descansar y pasar esa noche en soledad.
—Voy a dormir tranquilo. Déjenme en paz. Busquen donde meterse. No los quiero ver hasta mañana –Así les habló a sus perseguidores.
Los alcahuetes se miraron extrañados. Parecían preguntar “¿y a dónde iremos?” Aunque sabían de antemano la respuesta.
—Nos quedaremos cerca para controlarte.
“El Interrogador” se encogió de hombros.
—Como quieran, pero ni se les ocurra venir al hotel donde estoy yo. Busquen un recoveco para guardarse. Dan asco, nadie les alquilará una habitación. No rompan las pelotas.
Eso fue todo. La noche no estaba lejos. La avenida se fue despoblando de automóviles y peatones. Se podía seguir con la vista la línea del asfalto casi hasta el río.
“El Interrogador” encontró un hotel donde descansar. Los alcahuetes se acovacharon en la esquina más próxima al mismo en dirección al río. Era una noche templada. En la ciudad el rocío no se hace sentir, el cemento de los interminables y altos edificios lo bebe antes de que llegue a tocar el asfalto de las calles.
Los negocios ya habían cerrado sus puertas o sus dueños bajaban las persianas con lentitud, acabando el día de trabajo. Los últimos eran los barsuchos donde además de tomar un café de sabor horrible de consistencia alquitranada, se podía comprar algo de droga de mala calidad. Si alguien quería “buena merca”, debía ir a los boliches “after office” donde paraban los yuppies de las empresas cuyas casas matrices estaban en la socarronamente llamada “Manhattan de Buenos Aires”.
“El Interrogador” se dispuso a abandonar a sus dos perseguidores. Ellos lo retuvieron preocupados. Le preguntaron dónde y qué comerían. “El Interrogador” soltó una sonora carcajada.
—Qué soy, ¿su guía gourmet? Busquen un frasco de foie gras que preparó el caníbal y disfrútenlo.
Los alcahuetes no pudieron contener la risa. “¡Más quisiéramos!”, exclamaron y pasaron sus pegajosas lenguas por los rugosos labios.
—¿Su jefe no les dio vales para comida?
—No hay presupuesto para comidas extras. –Respondieron los alcahuetes imitando uno la voz del otro.
—Entonces coman de la basura, son semejantes a otras alimañas.
Eso era posible si lograban adueñarse de un contenedor de basura próximo a algún restaurante. Eso conllevaba la posibilidad de librar una dura pelea con otros hambrientos que nunca habían visto a esos dos gnomos malditos, malolientes y verdosos, a quienes tratarían como a intrusos que debían ser expulsados sin contemplaciones.
—Tendremos que pelear con varios cirujas.
—Esa no será la pelea más brutal. Cuando las grandes ratas que vienen del puerto a servirse la comida que los porteños desechan en los restaurantes lleguen a los contenedores, deberán estar muy preparados para una lucha desigual. He visto ejércitos de ratas poner en fuga a hombres mucho más grandes que ustedes.
“El Interrogador” no exageraba. Conocedor de la noche y, en especial, la del bajo, había visto tremendas batallas entre ratas y personas. Eran roedores de tamaño enorme, de hasta dos kilos de peso y a los que los gatos no se le animaban. Apenas algunas jaurías, que también merodeaban por el puerto, eran capaces de darles peleas y hasta derrotarlos. Si los perros triunfaban, unos cuantos roedores pasaban a ser la cena de los cimarrones. Pero cuando las ratas resultaban vencedoras, algunos perros acababan tuertos, cojos y en ocasiones, uno que otro muerto.
Eran ratas bebedoras de aceite quemado de los motores de los barcos que atracaban en el puerto. Podían vivir meses consumiendo ese líquido luego de un aperitivo de cucarachas de buen tamaño. Por una abertura en la parte superior de los toneles, las ratas hundían sus colas peladas que empapaban en aceite y luego chupaban con desesperación. En todos los barriles donde se almacenaba el aceite quemado faltaba una cantidad que equivalía al largo de la cola de cada rata. Sus aparatos digestivos podían digerir la materia que fuera. “El Interrogador” no tenía dudas de que eran capaces de devorar a los alcahuetes en cuestión de minutos y digerirlos luego de una buena dormida. Defecarían algún trozo de hueso imposible de disolver porque los orcos tenían más que dura la osamenta.

VI. En un quiosco cercano al hotel donde rentó una habitación, compró sándwiches de miga, una gaseosa y caramelos de miel. El nombre del hotel era “Luz de Luna”, nombre que le hizo recordar a una película de Hollywood que tuvo como protagonista a Bruce Willis.
Se trataba de un hotel tres estrellas, para nada lujoso pero no de mala muerte, suficiente para pasar las noches en una cama decente y darse una reparadora ducha caliente. Los gastos corrían por cuenta de “El Sindicato”.
Luego de obligarlo a retirarse por sus excesos, “El Sindicato” lo maldijo designándolo investigador. Su manera de analizar la realidad, de planificar cada acción, lo volvían un investigador tan bueno como lo había sido como asesino por encargo.
Entonces, cuando ejercía el sicariato, debía tener en cuenta todos los detalles. La vulgar creencia que un sicario solo se limita a cometer un crimen llevado por la violencia primaria, la pura brutalidad ejercida a punta de pistola o filo de cuchillo, no describía ni por asomo la capacidad homicida de “El Interrogador”. Cada decisión era evaluada sesudamente; el lugar, el momento, el modo de cumplir el encargo eran considerados a la luz de muchas vicisitudes. Por ello podía aproximar a la mentalidad de un supuesto asesino serial tan meticuloso en su planificación como él. Ni Melquíades Ezequiel (o quién o quiénes fueran) improvisaba cuando los numerosos crímenes que se le atribuían, ni “El Interrogador” los suyos. Había cierta comunidad entre ellos aunque, en este caso, solo los vinculaba el compromiso de descubrir la verdad de todo lo que implicaba la serie homicida del gourmet del foie gras.
Se alojó en una habitación del segundo piso, con vista a la calle, fuera de la posible zona de tiro de un francotirador. A lo largo de su carrera como sicario, se había ganado muchos enemigos que tomarían la primera oportunidad que se les presentara para ejecutar su venganza contra él. Todos esos esperaban un error de cálculo para cumplir su deseo. Así que “El Sindicato” tomaba numerosas precauciones para proteger la vida de sus socios, y la de ese en especial.
Desde la ventana de su habitación, “El Interrogador” podía contemplar la avenida, pero no ver a los alcahuetes. La tranquilidad le sugirió que los verdosos y apestosos correveidiles policiales estaban descansando lejos de involucrarse en alguna contienda con ratas o cirujas. Una apreciación equivocada.
A unos doscientos metros del hotel y del lado contrario a la ventana de la habitación, los alcahuetes se habían trenzado en una verdadera batalla contra ratas y cirujas que aliaron sus fuerzas para expulsar a los orcos intrusos que se habían apropiado del mejor contenedor de basura de la zona. En él, uno de los restaurantes más calificados, arrojaba sus sobras todas las noches.
Las más de las veces se trataba de buenas porciones de comida que gordos ejecutivos burgueses y anoréxicas amantes desechaban con total desprecio. Ese contenedor de basura era motivo de crueles luchas entre ratas y cirujas y a esas contiendas se sumaron esa noche dos pequeñas fieras que hablaban a coro y mordían más que lobos rabiosos.
Los primeros en abandonar el campo de batalla fueron los cirujas llenos de mordiscos y arañazos por todos sus cuerpos. Los más experimentados dieron la voz de retirada que los otros cumplieron obedientes. Las ratas resistieron algo más, pero también debieron retroceder ante tanta violencia. Habían enfrentado jaurías bravas en el puerto, pero nunca a dos pequeños seres que combatían como si en ellos les fuera la vida. Las ratas dejaron orejas, rabos, patas, ojos, pellejos, que quedaron sembrados en los alrededores del contenedor y esos despojos fueron la prueba de la ferocidad del combate. Al final los orcos, con algunos rasguños y mordidas, rieron para festejar la victoria imitando el chillido insoportable de las hienas, luego disfrutaron el banquete. Cuando acabaron la comilona, regresaron al sucucho que había elegido para pasar la noche. Allí se echaron, sobre unos gruesos cartones que arrebataron a un cartonero quien siguió su marcha sin protestar por el robo.

VII. Sentado a una mesa bajo la ventana de la habitación del hotel, “El Interrogador” comió sus sándwiches y bebió su gaseosa. De postre saboreó los caramelos de miel. Dejó correr el tiempo. Entrecerró los ojos y repasó los pocos datos que por entonces tenía sobre el asunto. Sacudió su cabeza tratando de despejar la obsesión que empezaba a embargarlo. Se desvistió y se dirigió al baño, orinó, luego se cepilló los dientes y abrió el grifo del agua caliente y la dejó correr por varios minutos. Se metió a la ducha y allí permaneció un buen rato. Logró relajarse.
Luego del baño se dirigió a la cama. Por la ventana, entraba la tímida luz de la avenida. No le preocupó que la persiana permaneciera abierta de par en par, esperaba que la claridad y el barullo temprano del tránsito lo despertara para continuar con su misión.
No llegaban ruidos de la calle. A la madrugada, esa zona citadina es poco transitada. Algunos coches y taxis, y solitarios peatones. Las prostitutas no suelen parar por esa zona, los clientes que podrían interesarse en ellas serían vagos o cirujas sin un peso en el bolsillo. Tampoco es territorio de comercio de droga para el cual basta llegar al bajo y sumergirse en la modernidad del puerto nuevo.
En la cama, recostado contra el espaldar, a media luz, “El Interrogador” volvió a repasar los datos del caso. Comenzaba con Melquíades Ezequiel Odamxur, recordó que por lo poco que se conocía de su biografía decidió husmear por el lado de sus progenitores.
De acuerdo al escrito que recibió el cuerpo policial de parte del supuesto asesino serial Melquíades Ezequiel, este, a edad muy temprana, habría ultimado a su padre prendiéndole fuego luego de amarrarlo a una mecedora. En el libelo autobiográfico no figuraba el nombre de la víctima. La investigación policial arrojó que este se habría llamado Enrique Pedro Narasise o Narcisse (3), hijo de Alfredo Faustino Narasise o Narcisse y de Marta Nuria Florencia de Narasise o Narcisse.
En la autobiografía, el descargo del parricida era que el hombre al que había asesinado era un violador serial, un vicioso alcohólico y drogadicto y que, entre sus numerosas víctimas, estaba su madre. Ella quedó embarazada producto de esa violación de la que habría nacido Melquíades. La violación contra la mujer justificaba la venganza.
A “El Interrogador” la vendetta no le pareció exagerada; de haber sido el encargado de ejecutar a tan miserable degenerado, lo habría sometido a terribles tormentos. A su criterio, ese enfermizo hombre no merecía morir rápido, la muerte no debe ser un salvoconducto sino un castigo.
De acuerdo al manuscrito autobiográfico, se trató de un violador serial protegido por burócratas del aparato Judicial de quienes conocía sus nombres.
Evitaría consultar con los alcahuetes todo lo referente al caso del antropófago Odamxur. “El Interrogador” sospechaba, y no sin razón, que lo que los orcos le transmitirían sería falso o, al menos, la verdad vendría envuelta en muchas mentiras. “El Sindicato” era más confiable. Si bien ya no contaba con Dixi con quien tenía cuentas que saldar, otros de la organización podían brindarle información fidedigna. El análisis de esa información correría por su cuenta.

VIII. Lo despertó el barullo de la calle. Automóviles, colectivos, motos hacían rugir sus motores. La claridad matinal se mezclaba con los ruidos y el olor a combustible quemado invadía con su perfume contaminante el aire de la habitación. Desde hacía un tiempo la artritis lo sacaba temprano de la cama. Las molestias, aún no eran dolores, acicateaban para que la dejara y se metiera bajo la ducha caliente.
Los hombres de la Inteligencia policial le advirtieron al jefe de homicidios de los hábitos matutinos de “El Interrogador”. “Se acuesta y se levanta temprano, trabaja sin descanso”. Esto le informaron. Ese intocable, era espartano y metódico, dos cualidades indispensables en un buen sicario. La austeridad tenía origen en la disciplina y el orden, en la necesidad de ser preciso y letal. Por ello ese jefe, a sabiendas de que su perseguido se levantaba temprano y comenzaba su tarea, les ordenó a los alcahuetes presentarse a la noche a brindar sus informes. Los orcos, luego de cada batalla por la basura y de procurarse un leve descanso, cumplían con la orden impartida.
Al jefe no lo entusiasmaba que los dos se hicieran presentes para informar, pero ellos actuaban como siameses inseparables, unidos por una red neuronal invisible que no podía ser suprimida porque era el sustento vital que los mantenía lúcidos y activos.
“El Interrogador” luego de la ducha, se preparó para comenzar la jornada. Bajó al comedor a desayunar. El lugar era de regular tamaño y en las contadas mesas disponibles había pocos huéspedes. Bebió café negro, comió dos medialunas y tomó un jugo de naranja. Eso fue todo. Saludó al mozo y se dirigió a la entrada. Desde el hall del hotel pudo ver a los alcahuetes esperándolo. Los vio muy desalineados y ojerosos pero sonriendo con la misma sonrisa. Saludó al conserje y salió a la calle.
—¿Mala noche?
—¡Excelente!
—No parece.
—Gajes del oficio, pero a pesar de todo fue hermosa. –Los alcahuetes respondieron con la misma inflexión de sus voces.
—¿Dura pelea?
—Las ratas opusieron mejor resistencia.
Era lo esperable. Viejas alimañas experimentadas en la lucha por sobrevivir.
—¿Y esto cómo sigue? –preguntaron los orcos.
—Tengo un encuentro con “El Sindicato” y ustedes me seguirán como les ordenaron.
—A sol y a sombra.
“El Interrogador” se dirigió en dirección al río. En un elegante bar del puerto nuevo lo esperaba su contacto, conocido como “El Auditor”, antiguo miembro de “El Sindicato” con quien había compartido varios trabajos. Se trataba de un hombre bastante mayor que nunca revelaba la edad y de total confianza, por ello la organización lo había designado como enlace con el sicario, ahora devenido en investigador.
Caminó sin apurar el paso por la avenida. A los pocos metros volteó para ver a sus perseguidores. Los llamó con una señal. Acudieron sin retraso.
—La Prefectura los va a observar, apenas pisen el puerto.
—¿La Prefectura? –preguntaron extrañados los alcahuetes.
—Cuando los vean los van a encanar porque parecen cirujas, a los que siempre se asocia a algo impresentable. Es el Puerto Nuevo, donde un yuppie se droga hasta perder la conciencia, pero por ello no deja de ser un joven respetable. En cambio, gente como ustedes son siempre escoria.
Los alcahuetes se alzaron de hombros en un movimiento sincronizado a la perfección.
—Ellos no se interesarán en nosotros más que en usted. –Allí acabó el diálogo. Viejo conocedor de los procedimientos policiales, dedujo que la policía había acordado con la Prefectura liberar la zona para los desagradables orcos. Eran vigilados, pero también protegidos, empero él era vigilado por las dos fuerzas. Ninguna se metería ni con él ni con “El Auditor”. Todos se conocían demasiado bien.
“El Auditor” lo esperaba en “The Library Lounge” como habían convenido con anterioridad. Llegó pasadas las 9 de la mañana. Estaba soleado y cálido. Una brisa daba cierto alivio al calor matinal.
En una mesa a un lado del piano de cola lo esperaba el contacto. Se saludaron con amabilidad.
—Buen día. Bonita mañana, ¿descansó?
—Buen día. Hace meses que lo hago poco y mal.
—¿Alguna preocupación?
—Vejez. Artritis.
—¡Si sabré de eso! Cuando era joven hubiera dicho “me duelen hasta los pelos”, pero como estoy calvo ni eso. Me duelen todas las articulaciones.
—Estamos para ir a la plaza a jugar ajedrez.
—Amigo, me encantaría una partida con usted, sé que es un gran jugador. –“El Auditor” no lo estaba adulando, sabía que su contacto era un excelente ajedrecista aficionado.
—Le tomo la palabra. No faltará oportunidad para la partida.
Un mozo se acercó a la mesa, invitó a los comensales a hacer su pedido. “El Auditor” pidió un desayuno completo, en cambio, “El Interrogador” solo un ristretto acompañado por amarettis. Luego que el mozo se retiró, siguió la conversación.
—¿En qué lo puedo ayudar?
—Necesito alguna información.
—Lo oigo.
—Tengo cuatro nombres: Melquíades Ezequiel Odamxur, Enrique Pedro Narasise o Narcisse, Alfredo Faustino Narasise o Narcisse y Marta Nuria Florencia de Narasise o Narcisse. Necesito saber de ellos todo lo que se pueda. “El Auditor” escribió en una pequeña libreta los nombres que le dictó “El Interrogador”.
—¿Cree que estos nombres son reales?
—No, en absoluto.
—Si me permite una primera observación…
—Seguro, lo escucho.
—Sobre el nombre Melquíades Ezequiel Odamxur no voy a adelantar un juicio, aunque me suena a cierto acertijo. En cambio, de Narcisse podría darle una primera impresión. Traducido Narcisse es Narciso. Puede ser que el notario del Registro civil haya equivocado la escritura, pero entre Narasise y Narcisse hay una significativa diferencia.
—Sospecho que “el error” fue intencional.
—Usted sabe que la confusión en estos casos siempre es intencionada.
—Así es.
El mozo trajo el pedido, fue pobre su intento por disimular que estaba haciendo un gran esfuerzo por escuchar la conversación de aquellos dos hombres. Ellos ignoraron ese comportamiento, después de todo, de lo que hablaban, lo sabían todos los sistemas de inteligencia.
“El Auditor” bebió su café con leche y saboreó unas masas frescas de muy buena calidad.
—No debería perderse este manjar.
—Admiro que pueda comer esas delicias, pero yo prefiero conservar en algo la línea, nunca se sabe cuándo será uno convocado a otra clase de trabajo.
—Muy atinado. Disfrutaré en su honor.
—Sigamos con Narciso.
—Claro. Narciso es un personaje mitológico, dotado de gran belleza. Su gracia seducía tanto a hombres como a mujeres, pero que, si no recuerdo mal, rechazó todas las propuestas románticas. Se enamoró de su propia imagen, la que vio reflejada en el agua. Allí murió víctima de su embelesamiento, ya que al querer besar al agua se ahogó. De su muerte nació una flor que lleva su nombre. No sé qué utilidad puede tener esta monserga para su investigación.
—Notable. –“El Interrogador” pronunció la palabra sin dejar de revolver su café en el pequeño pocillo–. Narciso y narcisismo –dijo sin quitar la vista del café.
—Bien. Corresponde recurrir a Freud para profundizar en los rasgos del narcisismo. El aspecto patológico es el que debería interesarnos.
—¿Qué significado tiene haber inscripto a un fulano con el nombre Narcisse, supuesto asesino de un violador en serie?
—Eso lo dejo a su criterio. –“El Auditor” moderó su voz pero no su ansiedad.
—Belleza, hombres, mujeres, muerte. ¿El narciso sería un símbolo?
—Interesante deducción. Tal vez si obtenemos algunos datos de esos nombres, o si incluso no logramos nada, eso le sirva para definir el rumbo de su investigación.
—Seguramente.
—¿Quiere que nos deshagamos de esas dos alimañas que lo merodean todo el tiempo?
“El Interrogador” sonrió.
—No vale el esfuerzo, son buenos desratizadores.
—¡Los contenedores de basura siempre provocan esas peleas! –“El Auditor” soltó una breve carcajada–. ¿Puedo serle útil en algo más ahora?
—Por ahora solo los datos que obtengamos de esos cuatro nombres. Luego avanzaremos ya más esclarecidos.
“El Interrogador” se incorporó, se despidió de su contertulio y se dirigió a la salida. Saludó al mozo que debió resignar sus ansias de escuchar la conversación y fijó su vista en los alcahuetes, que esperaban a escasos metros. Tenían el aspecto de dos perros hambrientos y roñosos y movieron a la compasión a los pocos transeúntes que a esa hora de la mañana desfilaban por el Puerto Nuevo.

IX. Los alcahuetes le gritaron con energía. Lo hicieron con tal fuerza que los pocos peatones que paseaban por la zona no pudieron evitar dirigir sus miradas a esos dos seres que a medida que vociferaban tornaban más verdes y oscuros.
—¡Inútil! ¡Inútil! Su búsqueda es inútil.
—¿Y entonces por qué excitarse? Más inútil es que me sigan a todos lados y no por ello grito como un marrano.
—¡No somos marranos! ¡Somos custodias! ¡Somos custodias!
“El Interrogador” ignoró ese último grito y dirigió sus pasos hacia el hotel donde se alojaba. Si los alcahuetes chillaban era porque las primeras medidas que decidió en la investigación eran correctas. Había que despejar cualquier duda sobre esos cuatro nombres que a la luz de su experiencia sonaban falsos. Estaba seguro de que a poco de regresar al alojamiento “El Auditor” le haría llegar alguna información. No se equivocaba.
Apuró el paso. Obligó a los alcahuetes a hacerlo también. Los suyos eran veloces y largos, los orcos debían esforzarse para alcanzarlo, casi corrían por no perder a su perseguido. Solo por embromarlos comenzó a caminar en direcciones diferentes a la del hotel. A veces volvía por donde venía, o se encaminaba hacia la Terminal de trenes y micros, o tomaba el camino a la casa de gobierno. Eso exasperaba a los alcahuetes que no podían predecir a dónde se dirigía “El Interrogador”. Si le perdían el rastro, su jefe les aplicarías muy severos castigos por los que ya habían pasado en más de una oportunidad.
Repentinamente, “El Interrogador” detuvo su marcha y se volvió encarando a los orcos.
—Díganle a su jefe que empezó su final. De esto él saldrá acabado para siempre. En cuanto a ustedes dos, nadie querrá su enfermizo hígado para producir ni foie gras, ni paté, ni comida para gatos. Irán a parar o al zoológico o al circo, se los garantizo. Ahora vayan y díganle a su jefe lo que les dije. Y no esperen a la noche, ¡háganlo ahora! –Dicho esto, encaró definitivamente en dirección al hotel y aceleró sus pasos tomando distancia de los adefesios.
Los alcahuetes ignoraron la orden de “El Interrogador”.
—Vos no sos nuestro jefe. –Incrédulos, luego de unos minutos respondieron los orcos con voz serena mientras trataban de alcanzarlo.
— Esta noche ya será tarde. –A pesar de la advertencia y sabiendo que “El Interrogador” nunca hablaba en vano, los alcahuetes siguieron cumpliendo con la misión que su jefe le encomendó, perseguir a “El Investigador” a donde fuera.
En el hotel lo esperaba un mensajero de “El Auditor”. Era un muchacho joven, seguramente uno de los tantos aspirantes a ingresar a “El Sindicato”.
Tímidamente preguntó:
—¿Usted es…? –la fulminante mirada de “El Interrogador” lo dejó mudo.
—Soy quien soy. ¿Mensaje? –el joven sintió un temblor que recorrió su médula espinal.
—Sí, sí, se… señor. –balbuceó–. Lo envió… –el hombre lo interrumpió bruscamente. El conserje observaba la escena con gran atención.
—Sin detalles, muchacho, acostúmbrese a hablar lo menos posible. Este mundo está lleno de orejas de caucho. –Puso su mirada en la del conserje, quien abrumado bajó la vista al libro de huéspedes tratando de disimular su comportamiento.
Agradeció al mensajero la diligencia y lo despidió con amabilidad. Afuero los orcos daban saltos acrobáticos y aullaban como lobeznos.
—¿Qué dice su mensaje? ¡¿Qué dice su mensaje?! –Chillaron.
“El Interrogador” abrió el sobre en el que había una pequeña esquela, la retiró con delicadeza, la leyó y la guardó. Luego, con voz serena se dirigió a los alcahuetes y les dijo:
—Dice que se vayan a la mierda. –Eso fue todo y se dirigió a su habitación a esperar la hora del almuerzo.

X. En la pequeña esquela de puño y letra “El Auditor” escribió: “los cuatro nombres son falsos. Pronto le haré llegar precisiones. Cordialmente, su amigo”. Era lo que esperaba. Ahora tenía dos datos seguros. Uno, la referencia a Narciso y el otro, la falsedad de los nombres. No tuvo dudas a partir de ese momento que todo lo referido al extraño antropófago del foie gras era un relato ingenioso pero malicioso.
Melquíades Ezequiel Odamxur, el supuesto asesino serial, habría eliminado al presunto violador de su madre quemándolo vivo, pero el nombre de ese brutal violador era falso y el de sus protectores, burócratas del sistema judicial, también. Necesitaba saber de la madre de Melquíades, el caníbal. Según el relato autobiográfico de Odamxur, ella fue una pobre mujer sometida por un criminal que habituaba violar mujeres y que siempre eludió su castigo. Pero de su madre biológica no se conocía el nombre, como tampoco de sus abuelos maternos, quienes habrían protegido la virtud de la muchacha ocultando el estupro, el embarazo, la maternidad y al propio niño. Ellos habrían comprado la voluntad de una mujer, una sirvienta que les prestaba sus servicios, para que esta se hiciera cargo del nacimiento. Ella aparecería como la legítima madre, aunque nunca se ocuparía de la crianza del vástago. Siempre de acuerdo al relato del caso de Odamxur, ella se había visto beneficiada con una pensión de por vida como recompensa por esa acción. En el certificado de nacimiento de Melquíades Ezequiel Odamxur, archivado en su prontuario, el apellido de la mujer anotado en el acta no era Odamxur. Si el apellido no era Odamxur, ¿Por qué el niño había sido inscripto con él? Luego, ¿ese certificado era verdadero? “El Interrogador” sospechaba que no, que era tan falso como los cuatro nombres que investigó “El Sindicato”. El tema de la madre de Odamxur sería el próximo que trataría con “El Auditor” cuando se produjera un nuevo encuentro.

XI. Los alcahuetes no pudieron esperar a la noche para informar a su jefe. Alardearon que la advertencia de “El Interrogador” no los intimidaba porque no venía de ese mandamás, pero luego admitieron que lo más conveniente era poner al jerarca al tanto de reunión entre los dos hombres de “El Sindicato”. Con razón, los orcos, comprendieron que al intervenir personajes prominentes de “El Sindicato”, como “El Auditor”, las posibilidades de que “El Interrogador” avanzara en su investigación eran más que ciertas.
No caminaron hasta la central donde el jefe tenía su despacho, corrieron. Su andar imitaba el de los simios, dando zancadas, con sus largos brazos en alto y aullando.
A los orcos entrar por la puerta principal a la central de policía no les fue difícil, pero llegar al despacho del jefe sí que lo fue. Los alcahuetes debieron pasar por varias revisiones y muchas verdugueadas. Fueron palpados de armas, manoseados por los guardias que custodiaban las oficinas y lugares de tránsito importantes. Eran el hazmerreír de todo el personal. Guardaban por todos esos polizontes un rencor visceral, el rencor que se almacena en lugares oscuros del alma y se cultiva como una rosa negra de sangre vieja, esperando que crezcan sus tallos llenos de duras y largas espinas para que un día, de alguna manera y por algún motivo, laceren la carne blanda de quienes los humillaban siempre, y les abrieran profundas y dolorosas heridas hasta que murieran desangrados.
Luego de soportar todas esas humillaciones, llegaron donde el jefe. Llamaron a la puerta de su despacho, lo hicieron varias veces sin obtener respuesta.
Dentro, el mandamás, bebía de un gran vaso whisky, una generosa medida de “Highland Park 50 años” de una botella que capturó en una redada en un antro de prostitución de menores donde fueron a exigir el diezmo. También había aspirado una larga y gorda línea de cocaína.
La cocaína nunca faltaba, todos los días se almacenaba una cantidad producto del robo a los pequeños dealers que pululaban por la ciudad con sus mercancías, enviciando a la gente y en especial a los jóvenes, un mercado inagotable.
Estaba obnubilado. Tal vez por ello tardó en responder.
Los alcahuetes dejaron de golpear y lo llamaron a los gritos. Todo el personal se alarmó cuando los oyeron clamar por el jefe a viva voz. Para colmo, los orcos berreaban a dúo, por lo que el escándalo era mayor. Todo el personal sabía que si había algo que ese jefe odiaba, era que sus subordinados gritaran cuando él estaba en su despacho y los gritos de uno solo equivalía a un castigo para todo el personal bajo su mando.
El jefe abrió la puerta. Su rostro, encendido e hinchado, denunciaba su furia. Los orcos callaron. El hombre llevaba en su mano su pistola nueve milímetros y a punto directo a la cabeza de uno y luego del otro alcahuete y ellos tuvieron la sensación de que esos eran sus últimos momentos sobre la tierra. Matarlos no significaba nada para ese jefe.
—¡¿Qué carajo les pasa enanos contrahechos?! ¡¿Por qué gritan?! –Hubo un silencio que duró segundos pero pareció eterno.
—¡Se reunieron! ¡Se reunieron! –El jefe, trastornado, no alcanzaba a comprender de qué le hablaban los alcahuetes.
—¡¿Quién se reunió?! ¡¿Quién carajo se reunió y es tan importante para que vengan a gritar a mi puerta?!
—¡Los del sindicato! –gritaron al unísono–, ¡los del sindicato! –Solo entonces el jefe policial recobró cierta cordura.
Segundos después comenzó a burlarse de los adefesios.
—¡Se reunieron! ¡Se reunieron! –Imitaba la chillona y gangosa vos de los orcos–. Gritan como putas mentirosas. ¡Todo el mundo sabe que se reunieron “El Auditor” y “El Interrogador”, imbéciles! ¡Todo el mundo! ¡Todo el mundo! No sirven ni para una mierda, les dije que no dejen a “El Interrogador” ni a sol ni a sombra, ¿qué carajo hacen acá? Seguro que ese hijo de puta escapó y no sabemos a dónde fue. ¡Ustedes lo dejaron libre! ¡Por culpa de ustedes ahora debe estar husmeando donde no debe! ¡Imbéciles! Debería hacer que los corten en pedazos y se lo den a los perros que todavía no comieron. ¡Seguro que fue ese hijo de puta quien les dijo que vengan a avisarme ahora! ¡Seguro! –Los orcos no podían controlar sus muecas y con ellas el jefe tuvo la certeza que había sido “El Interrogador” mismo quien los había inducido a romper la orden de vigilancia.
—Imbéciles, ¡fuera de mi vista! ¡No los quiero ver de nuevo por mi despacho!
Los alcahuetes escaparon espantados. Por los pasillos por donde huyeron, no hubo policía que no les pegara con sus bastones llenándoles la cabeza de chichones. Dos de los más perversos esperaron a los orcos a la salida de un pasillo y los golpearon directo en la nariz, provocándoles una profusa hemorragia. Así alcanzaron la calle y regresaron dando saltos y alaridos a toda prisa a la puerta del hotel donde se hospedaba “El Interrogador”. Esa noche no habría cena, la aventura de adelantarse a informar no solo mereció los gritos, el jefe y la golpiza de todo el personal policial. Decenas de ratas había copado el mejor contenedor de basura y esperaban agazapadas a los adefesios para devolverles la paliza que ellos le habían dado la noche anterior. Cuando los gnomos vieron ese ejército, renunciaron a todo intento por enfrentarlo. Si lo hacían, las ratas lo habrían devorado en cuestión de minutos, en menos tiempo del que les hubiera llevado a los perros del escuadrón policial.
Humillados, doloridos y hambrientos, se acovacharon sobre la vereda, a la esquina del hotel. Los cartones que usaron la noche anterior para dormir, los alzó un cartonero que pasó en dirección al río, recogiendo todo aquello que pudiera vender por unos pocos pesos.

XII. En “The Library Lounge” se realizó el segundo encuentro entre los dos hombres de “El Sindicato”. Los alcahuetes, fuera del coqueto local, fueron ahuyentados por los mozos de la casa. “Váyanse basuras”, y a esa consigna cuatro fortachones los alejaron a empujones. Los orcos protestaron, pero no quisieron provocar un incidente mayor, eso los hubiera perjudicado. Su situación no era favorable con su jefe, quien esperaba el menor error para echarlos a los perros para que estos los devoraran. Y los cuatro matones de proponérselo, los hubieran molido a palos.
Desde el interior, los hombres observaron la escena sin ninguna expresión en el rostro. Los adefesios no significaban gran cosa en todo ese asunto. Simples alcahuetes y nada más.
Los hombres repitieron el mismo pedido de su primer encuentro. El mozo no intentó en esa oportunidad escuchar de qué hablaban. Es como si hubiera comprendido qué era lo más conveniente para él.
Luego de saborear una porción de un exquisito Creamy Lemon Pie y beber algo de café, habló “El Auditor”.
—El hombre que puede descifrar el significado de los falsos nombres es Dixi, viejo amigo suyo.
—No permitirá que me arrime a su casa.
—No creo que deba ser usted quien lo intente.
—¿Quién, sino? –“El Interrogador” esperaba la respuesta que sospechaba.
“El Auditor” le sugirió que ese asunto lo dejara por su cuenta.
—Siempre y cuando a usted le resulte aceptable –le dijo con total amabilidad–, yo mismo podría ocuparme de ese asunto. Le pediría su colaboración a título personal.
—No le va a creer. Dixi sabrá que la organización lo mandó para asistir a una investigación que llevo adelante.
—Es cierto, pero no podrá negarse. Tratándose de este pobre y viejo auditor vitalicio de la organización, no tendrá otra posibilidad más que responder al pedido de resolver el acertijo que plantean estos nombres. Dixi sigue siendo un hombre de confianza de “El Sindicato”. Salvo algún que otro incidente desagradable entre sus miembros, nada le propondrá ignorar a la organización. Lo de ustedes es un problema que está en el pasado de todos, de él, suyo, del Sindicato. Ni usted es responsable de aquel desgraciado suceso, ni él de la ira en su contra. Deje que este viejo se ocupe y le dé a usted lo que necesita.
“El Interrogador” aceptó la propuesta de “El Auditor”. No había nadie como Dixi para descubrir un secreto escondido entre palabras, sonidos o tableros de ajedrez. Sabía que Dixi esperaba su oportunidad para vengar la muerte de Eln, pero no sería esa la que anhelaba. Si Dixi descubría el acertijo de los nombres, “El Interrogador” sabía que la mitad del enigma del asesino del foie gras estaba resuelto. Nombres, datos, autobiografías, incendios, los cuales, incluso siendo todos falsos, solo eran manifestaciones del lado luminoso de la luna. Después podría ir hacia la oscuridad, aquello que no se percibe de manera directa.
Luego de que “El Auditor” degustara la última masa fresca, la conversación pareció llegar a su fin. Pero el rostro de “El Interrogador” dejaba ver una inquietud.
—¿Qué le preocupa amigo? ¿Esos dos peleles?
—No, son insignificantes.
—Siempre podemos resolver el asunto sin dejar rastro.
—No son ellos los que me preocupan.
—¿El jefe policial?
—¿Ese corrupto? No, tampoco. Él es solo un engranaje de esta maquinaria.
—¿Entonces? –“El Auditor” sorbió un trago de una pequeña copa de jerez.
—¿Puede estar Blacrrod detrás de esto?
—¿Usted qué cree?
—Todavía no lo sé.
—Para nada. Es mi opinión. Pero cuando salga de la duda y llegue a la certeza, me lo confiesa, ¿le parece?
—Claro.
“El Auditor” pareció distraerse observando el vuelo de una mariposa que llegaba del río. Miró a los ojos de “El Interrogador” y en voz baja le dijo:
—Todo, siempre, se reduce a un problema de dinero. Si prefiere, empresarial. No toques mi negocio, no tocaré el tuyo. Si arruinas mi negocio por tu avaricia, tomaré medidas. La avaricia es pecado capital. Todo esto es pura avaricia. Aquí no se trata de soberbia, pereza, gula, lujuria, ira o envidia. Solo de avaricia. Convendrá conmigo que hay gente que no sabe medirse, empresarios insaciables que al final echan todo a perder. Para nosotros todo este asunto se reduce a un mercado preferencial, un mercado en expansión a nivel mundial. Nadie disfruta de un banquete de un bocado, hay que disfrutar la comida bocado a bocado, en su medida.
Somos partidarios de un capitalismo eficiente, como gusta repetir la señora cada vez que habla del oriente lejano. Le aseguro querido amigo que no hay otra cosa detrás de esta disputa y por ello algunos jefes de “El Sindicato” lo eligieron a usted para dilucidar qué es verdad y qué no en todo este asunto de caníbales. Lo demás es escenografía, el intríngulis de M y sus orgiásticos mítines es pura chacota. Alguien se divierte politizando el asunto. No somos políticos. Usted no es un político. M es un mediocre, hombre del espectáculo que cosecha prosélitos entre indignados comedores de carne humana, animadores del primer time del cable, empresarios, un personaje de escenario, un “Frankenstein” de la mediocridad.
La mediocridad nos gobierna. Hay que admitirlo. Por ello, lo único que debe importar es el bienestar de la familia, “El Sindicato”. Como dijo el general, la organización vence al tiempo. ¿Quién mejor que usted para atender al bien común?
“El Auditor” se puso de pie, abandonó su tono adusto y saludó a “El Interrogador”, se despidió y se marchó. Él decidió permanecer un tiempo más disfrutando del ambiente sereno del elegante restaurante. Afuera los alcahuetes merodeaban a prudente distancia para no provocar un nuevo incidente con los mozos del lugar.

XIII. Esa noche, el jefe policial supo de la reunión de los hombres de “El Sindicato” y no por los orcos. Estos merodeaban por las inmediaciones del edificio central, pero habían recibido la orden de no ingresar, salvo que el jefe los mandara a llamar.
Un grupo de Inteligencia que no estaba bajo su mando, grabó la conversación entre “El Auditor” y “El Interrogador”. Sus competidores le enviaron la grabación para fastidiarlo. Era habitual que unos jefes fustigaran a otros con el solo fin de exponerlos y humillarlos, demostrándoles que sus equipos eran ineficaces.
¿Dos avezados profesionales de “El Sindicato” no se habían percatado de que se los espiaba? En realidad, a ninguno de los dos les importaba. La información a la que podían acceder los espías policiales a través de sus escuchas era conocida por todos los burócratas de la seguridad. Saber de qué hablaban ellos no cambiaría en nada el rumbo de los acontecimientos.
El discurso de “El Auditor” no sorprendió al jefe policial, pero sí irritó. “Viejo de mierda”, fue todo lo que pudo decir al escuchar hablar sobre el capitalismo eficiente y la oportunidad que ofrecía el mercado mundial para nuevos negocios.
No sabía quién era ese tal “Dixi” de quien hablaban los hombres. Un informe que recibió en respuesta a un urgente pedido suyo, afirmaba que Dixi era una especia de oráculo que todo lo sabía y explicaba. También que tenía un enfrentamiento brutal con “El Interrogador”. El sicario había asesinado de manera salvaje a un viejo amigo de Dixi, alguien con quien compartía partidas de ajedrez.
Propuso a sus jefes contactar al tal Dixi ofreciéndole concretar su ansiada venganza contra el asesino de su amigo. Sus superiores le dijeron “ni pensarlo”. El “no” fue rotundo. Dixi no pactaría nunca con la policía, aunque su odio contra “El Interrogador” fuera enorme.
Entonces sugirió asesinar a Dixi, para evitar que este aporte a la investigación de “El Interrogador”.
La repuesta fue también contundente, ¡no! Matarlo desencadenaría una guerra, tanto como ocurriría si asesinaban a “El Interrogador”, por eso aún seguía con vida. Acabar con él era un objetivo y no solo de la policía. Era una decisión tomada hacía bastante tiempo, pero la ejecución del sicario no estaba en el orden del día. Paciencia
¿Se podía evitar que esa especie de adivino descifrara el acertijo que ocultaban los falsos nombres del falso nieto, hijo y padres? ¿Para qué? El enigma no era sofisticado. Si el tal Dixi era lo que decían, lo descifraría al instante. Quien escribió el acertijo, nunca se propuso desafiar a un oráculo, ni trató de encriptar la información, de tal modo que esta se volvería el gran tesoro por el que iría un enjambre de hackers. Todo se limitaba a cierta puesta en escena, una entretenida distracción basada en el morbo, que les permitiera seguir acumulando ganancias en un negocio muy prometedor a escala mundial.
Ese jefe comprendió que el asunto estaba muy por encima de su jerarquía. Era un jerarca policial importante y tenía a su disposición y bajo su mando a decenas de hombres, pero pocos, muy pocos, sabían de qué se trataba todo eso. El ignorante caerá con facilidad en las trampas que cualquiera le tienda.
Por ello decidió recurrir a “La Fuente”, para él, el origen de todo.
No tenía idea de quienes en realidad integraban y eran sus verdaderos jefes. Lo habían reclutado sin darle mayores precisiones, pero sí algunos beneficios, drogas, mujeres, dinero. Confiaba en “La Fuente” y por ello se abocó a lograr una entrevista con alguno de sus miembros.

XIV. Esos días para “El Interrogador”, fueron de espera. Desde que fue desprovisto de su condición de sicario, la espera fue un suceso cotidiano. Esperar el alba, que el agua para el mate alcance la temperatura deseada, esperar sentado a la mesa del bar de siempre el desayuno, esperar el mediodía, el almuerzo, la siesta, la noche. Esperar nuevamente el alba. No desesperar. Esperar y esperar. Y la espera más importante que lo inquietaba en el último tiempo, era el encuentro final con Dixi, el definitorio, a suerte y verdad. La partida pendiente.
En ese instante no valdrían los estudios sobre Alekine, Capablanca, Fischer o Kaspárov, ni la invocación a Paul Morphy a quien llamaba con asiduidad en su auxilio. No habría tablas, el final era la muerte de uno u otro contendiente. ¿Morir a manos de Dixi no sería bueno? No se había respondido aún ese interrogante. Siempre se repetía “uno muere como vive”. Pero a veces hay que saber hacer realidad esa sentencia. Dixi era lo mejor que le había pasado en la vida luego de Ladilla, el amor trunco, aquella que asesinaron de manera tan brutal.
No estaba deprimido, pero cambiar a su edad no era fácil. De la acción a la espera, sin escalas intermedias, era una alteración tan brusca como fue la muerte de aquella amante feroz.
Bromeaba que por ser hincha de Racing tuvo una escuela única, insuperable, para ejercer la paciencia. Anhelar un año futbolístico mejor que el anterior, ser campeones, fracasar, y volver a desear el campeonato. Racing era la espera misma, y, como dice el refrán, el que espera desespera.
Intuía de qué se trataba realmente la leyenda de Melquíades Ezequiel Odamxur, pero la intuición era una facultad que tenía muy acotada, aquello de comprender una situación sin analizarla concienzudamente nunca fue una ventaja para un sicario. Los intuitivos que conoció habían muerto jóvenes porque la velocidad del disparo de una Glock era mayor al proceso mental de la intuición. Esperaba que de la entrevista con Dixi se confirmara lo que él sospechaba, pero aún no podía declarar. “El Auditor” le dijo que no retrasaría el encuentro con “el oráculo”, como se llamaba a Dixi un tanto en broma, pero también por admiración. Él les diría la verdad y les alumbraría el porvenir. De eso, “El Interrogador” no tenía dudas. Así que se tomó ese tiempo de espera con calma. Cuando el resultado es seguro, la demora se vive sin angustia. A veces se entretenía observando a los alcahuetes, merodeando a su alrededor como dos pequeñas y pegajosas moscas verdes. Curiosamente, a medida que los días pasaban, los orcos iban acentuando esa tonalidad que los volvía más feos que lo que eran por su naturaleza. Los peatones los esquivaban sin disimulo. Donde ellos estaban, de pie o sentados en la vereda, la gente daba un gran rodeo para alejarse lo más posible de esos fantoches. Los alcahuetes disfrutaban de esa reacción de la gente y hacían todo lo que estuviera a su alcance para que su aspecto desagradable se pronunciara hasta volverse casi intolerable.
Captó que los correveidiles policiales estaban más inquietos que de costumbre y que esa inquietud se debía a que su jefe los despreció brutalmente. Los orcos sabían qué había dicho en privado que los arrojaría a los perros para que los devoren. ¿Era justo ese trato? ¿No hacían todo por complacer al jefe? ¿Era eso lo que merecían? ¿Ese iba a ser el final de dos fieles alcahuetes policiales? Tamaña injusticia no era lo que esperaban por recompensa. No esperaban un uniforme policial, menos una condecoración, pero cierta consideración les era merecida.
Siempre les tocaban las labores peores sin quejarse ni esperar reconocimiento. Empero arrojarlos a los perros hambrientos para que estos los despedacen y devoren, era una cruel injusticia. Así lo vivían.
El rencor siempre se oculta en pliegues muy profundos de todos los seres humanos, incluso de estos dos deformes. Nadie está exento de una cuota de rencor. Si alguna vez ese rencor que envenenaba a los adefesios alcanzaba la magnitud correcta y se manifestaba abiertamente, las consecuencias serían admirables. “El Interrogador” estaba seguro de que todo el personal policial y muy especialmente el jefe de los orcos, entendían que el odio iba invadiendo la pobre alma de los peleles como una hiedra venenosa cargada de su urushiol letal. Por eso su sentencia había sido escrita con mucha antelación. Cuando se rebelaran, los matarían como a perros que, repentinamente, olvidan su domesticación y retomaban la ferocidad de sus ancestros depredadores, los lobos.

XV. “El Auditor” llegó puntual a la casa de Dixi. No fue difícil para el “oráculo” conceder esa entrevista, aun sabiendo cuál era el fin último de la consulta.
Llamó a la puerta con delicadeza. Desde la entrada se podía escuchar una delicada música barroca. Dixi atendió el llamado y abrió la puerta de par en par.
—Bienvenido –le dijo a su visitante.
—Buenos días, señor. Un placer que tardé muchos años en darme. Agradezco que me reciba sin siquiera explicarle mi cometido.
—Somos familia. Usted merece esta atención y muchas otras. Pase por favor.
“El Auditor” entró casi con timidez. Era ese el templo de la sabiduría. Lo impresionó la cantidad de libros que llenaban los estantes de incontables bibliotecas. Del piso al techo.
La música sonaba suave pero conmovedora. Dixi comprendió que el hombre trataba de saber qué estaba escuchando en ese momento.
—Bach –le dijo en voz baja.
—Bach, claro.
—Cantata Ich hatte viel Bekümmernis.
—Soy un ignorante, pero entendí lo de “cantata”. De todos modos, resulta muy agradable.
Dixi lo invitó a sentarse en un cómodo sillón que daba a una pequeña mesa que lucía un brillante mármol blanco. Sobre ella, una cafetera italiana muy antigua y, a su lado, una bella tetera de porcelana.
—¿Té o café? Lo que prefiera.
—Café, en esta oportunidad voy a saborear su café cuya preparación ha recibido elogios de todos los que alguna vez han tenido la fortuna de visitarlo.
—Las masas son caseritas, las hice especialmente para agasajarlo.
—¡Por favor! ¡Por qué tanta molestia para con este viejo próximo al descarte!
—No diga eso, nadie debe ser descartado. Un hombre como usted, con tanta experiencia en la organización, siempre puede contribuir el bien común. Los años enseñan más que los libros, se lo aseguro.
Dixi se preocupó por hacer sentir cómodo a su visitante. El olor y sabor del café, las exquisitas masas, la música y su voz pausada y suave contribuía a ese clima distendido.
—Bueno, dígame en qué puedo ayudar a “El Sindicato” en esta oportunidad.
“El Auditor” la entregó una esquela en la que figuraban los cuatro nombres del acertijo. Dixi los leyó, sin prisa, varias veces.
—¿Este es el caso del soberbio antropófago que producía un exquisito foie gras usando el hígado de sus víctimas?
—Así es.
—¿Y qué les preocupa de estos nombres?
—Saber si tienen algún significado que nos permita descubrir la verdad de esa leyenda del foie gras.
Dixi sonrió sin malicia.
—Melquíades Ezequiel Odamxur. Qué bonito. Muy bonito. Sabrá que a Melquíades se lo venera como a un Santo. Recuerdo que en algún lugar leí que nació en África del Norte, pero que era un ciudadano romano. Fue entronizado papa en 311. Fue el primer papa en el reinado de Constantino y bajo su papado los cristianos lograron practicar el culto en libertad. No quiero aburrirlo. Fue proclamado por Agustín de Hipona como «un verdadero hijo de la paz y un genuino padre para los cristianos».
—¿Sugerencia?
—Un nombre elegido a sabiendas.
—¿Y Ezequiel?
—Un profeta. La historia religiosa judía afirma que tuvo importantes revelaciones, visiones a través de las cuales hablaba Dios. Advirtió sobre la destrucción de Jerusalén. Muchos identifican esa devastación como el inicio del fin del mundo. Pero me inclino a creer que este nombre no fue impuesto por ese suceso terminal, sino para referirse a lo puro o impuro, al pecado y a la virtud. Si Melquíades fue un legítimo hijo de la paz y un verdadero padre para los cristianos, Ezequiel es quien enseña sobre el pecado, lo impuro y lo malo, así como lo que se considera virtuoso y bueno a los ojos de Dios.
—Perdone Dixi mi estupidez –Dixi no pudo evitar que una delicada sonrisa se pintara en sus labios–. ¿Le sugiere algo en especial?
—Por supuesto. Sobre todo por la palabra elegida para el apellido. Trato de recordar a qué lengua del Asia Central pertenece. Si usted es paciente, tal vez me lleve algunos minutos recurrir a los libros sobre lenguas de aquellas regiones del Asia por los cuales, seguramente, sabré el significado de esta bella palabra, Odamxur.
—Por favor, dispongo del tiempo del mundo para esperar.
Dixi abandonó la sala y se perdió entre las bibliotecas. Tal vez unos quince minutos después volvió a la reunión con “El Auditor”. Sonreía sin disimulo.
—¿La risa significa algo más que el saber de qué se trata ese apellido?
—Debo decirle que ustedes lidian con uno o varios bromistas. Conozco este particular sentido del humor. En resumen, los nombres refieren a un santo, un profeta y un caníbal. Odamxur, traducido del tayiko a nuestra lengua, significa caníbal.
—Sospechamos desde el inicio de que ese nombre es falso.
—De acuerdo. Usted dedujo que el nombre es falso, pero quien lo envía debió sospechar que además de broma, es una clave.
—Perdón, dijo “¿quién lo envía”?
—Así fue. Usted viene a mí por sugerencia de “El Interrogador”, no quiera distraerme.
—No lo tome a mal, no fue mi intención. Fue discreción.
—De acuerdo. Le dije que se trata de una clave.
—¿Una clave?
—Sí, pero eso me llevará un tiempo deducirla. Dígale a “El Interrogador” que me dedicaré a ello.
La mención de “El Interrogador” confundió al visitante. Balbuceó unas palabras que resultaron ininteligibles. Dixi apreció la incomodidad de “El Auditor”.
—No se altere. Conozco a “El Sindicato” tal vez como nadie. ¿A quién le darían este caso místico y famoso sino a mí? Que nuestros odios no nos vuelvan idiotas.
—No sé cómo disculparme.
—No es necesario querido auditor. Mientras esté en juego “El Sindicato” nuestros rencores quedan a un lado.
—Se lo agradezco, de corazón.
—Con respecto a los otros nombres, a los otros tres nombres, son simples y vulgares anagramas. Es cierto que quien los sugirió les agregó el detalle de “Narcisse”, es decir narciso, pero tal vez no referido a la flor ni al mito del bello Narciso, sino, me parece, aunque puedo equivocarme, por evocar el narcisismo. Todo asesino serial debe ser narcisista, debe amarse a sí mismo más que a otra cosa, eso los hace casi invulnerables. ¿Me comprende?
—Por supuesto.
—Pero con algo más de tiempo vamos a precisar por qué usaron el nombre “Narcisse”. ¿De acuerdo?
—Por supuesto.
—Entonces sigamos. El primer nombre, Enrique Pedro Narasise debería ser leído “quieren-poder-asesinar”. El segundo, Alfredo Faustino Narasise, debe ser leído “faldero-infausto-asesinar” y Marta Nuria Florencia de Narasise, como “matar-ruina-necrofilia”. Es un entretenimiento. Los del aparato de Inteligencia suelen hacer este tipo de cosas.
—¿Para confundir?
—¡No! Son humoristas natos. Si hubieran querido crear nombres realmente difíciles de comprender lo hubieran hecho. Ni siquiera necesitan recurrir a la inteligencia artificial para ello. Somos lectores incansables, metódicos, verdaderos memoristas. Basta una mención para que de nuestros cerebros surgen innumerables posibilidades. Esto es una broma. No más que eso.
—Entonces debo asumir que ninguno de estos personajes ha existido realmente.
—Lo dudo. Podría afirmarlo, pero siempre un uno por ciento de duda es sano. –“El Auditor” estaba impresionado.
—¿Puedo molestarlo con otra consulta?
—¡Por supuesto! No es molestia.
—¿Qué cree usted se trata esto?
—Conozco al caso del asesino serial que mataba hombres solo para extraerles 500 gramos de hígado para producir un sabroso foie gras. Yo revisaría la listas de desapariciones de no solo de hombres jóvenes, sino de mujeres, incluso de niños. Tal vez el foie gras fuera una metáfora. Nos induce a creer que se trata de la ablación de hígado. ¿Y por qué no de otros órganos?
—¿Tráfico de órganos?
—El negocio del futuro. Millonadas se pagan por un hígado, un riñón, un intestino, o cualquier órgano que se pueda trasplantar, sin importar si el resultado será o no exitoso. Los ricos quieren ser eternos, la eternidad es tan pecaminosa que no importa si marcha junto con el calvario que nos enseñaron Oscar Wilde o Goethe.
El tráfico de órganos requiere de formidables clínicas y de encumbrados médicos cirujanos. Es un mercado que mueve millones de dólares, mejor dicho, miles de millones, como la droga, la prostitución o las armas. Y, como usted bien sabe y hemos aprendido en tantos años, el dinero lo es todo, el ser humano solo lo es en la medida de su fortuna. Los pobres son el descarte, ¿no lo dice así el papa?

XVI. Descarte. Esa era la palabra clave. ¿Quiénes son descartables? Los pobres, las mujeres, los hombres solos, los niños huérfanos o abandonados. Una provisión casi inagotable de órganos. ¿La policía busca a una mujer desaparecida? ¿A un hombre solitario que pasean a su perro en la noche esperando encontrar allí un amor ocasional? ¿Un niño que come de la basura y duerma en la calle en un recoveco? No solo no los busca, sino que los inventaría, los registra para posibles ventas. Materia prima de sobra, a donde se busque se la encontrará. La pobreza y todas las miserias que genera son la fuente inagotable del precioso recurso. Es el oro de la modernidad, corrosivo como aquel oro que por toneladas España feudal inyectó en Europa producto de la rapiña en América y que alimentó al naciente e insaciable capitalismo de su peor enemigo, Inglaterra. El oro propició, al mismo tiempo, el esplendor y la caída del imperio español.
“El Auditor” quedó un tanto perplejo, no por el fenómeno del tráfico de órganos que conocía muy bien, sino por la sabiduría e inteligencia de Dixi. En ese momento pensó que “El Interrogador” no tenía ninguna posibilidad de ganar esa última partida pendiente.
—No sé cómo agradecer. Este encuentro ha sido, en mi experiencia, personal, extraordinario.
—¿Juega ajedrez?
—No, soy algo estúpido para ese juego ciencia.
—Entonces venga a disfrutar mi café y mis masas, siempre será bienvenido.
—¡Qué honor! ¡Qué placer! Usted me honra con esa invitación.
Dixi acompañó al visitante hasta la puerta, lo despidió ceremoniosamente. “El Auditor” volvió a agradecer su colaboración.
Antes de que “El Auditor” se marchara le dijo casi al oído:
—Busquen en la deep web o dark web, como la llamen nuestros especialistas. Allí encontrarán sin dudas las ofertas disimuladas con algún producto excéntrico, tal vez títulos de libros raros, ediciones príncipe para bibliófilos o libros terribles y prohibidos, los cuales son, como se sabe, completamente falsos. Justamente en estos libros reales o ficticios, como el “Manuscrito de Voynich”, “El Necronomicón” o “El Grimorio de San Cipriano”, pueden estar encriptados los pedidos de órganos. –Dixi vio la expresión de desconcierto en el rostro de “El Auditor” y corrigió el mensaje–, no trate de recordar estos nombres, no tienen importancia, mencione sola la idea, ellos sabrán de qué les habla y qué buscar. No creo que en esta búsqueda yo pueda serles útil. Mientras tanto descifraré la clave en los nombres Melquíades Ezequiel.

XVII. El jefe policial estaba nervioso. Pedir una reunión a uno de los destacados administradores no era usual. Para él la situación lo exigía. Los supremos decidieron recibirlo.
Con quien iba a hablar estaba informado al detalle de las complicaciones en el negocio. ¿El negocio peligraba? En absoluto, pero podían producirse algunas interrupciones que resultarían en pérdidas millonarias y había que evitarlas en la medida de lo posible.
Como demostraría Dixi, el ingreso al plan de trasplantes era a través de una “librería” dedicada a ediciones incunables.
La misteriosa librería proponía al exquisito lector “mantener la armonía, recrear la propia vida y elegir la mejor opción”. La sugerente invitación marketinera, equivalía a 150.000 dólares. Esa suma habilitaba al cliente a elegir una de las sofisticadas ediciones. Adquirir el incunable, significaba que el comprador deseaba ser inscripto en la lista de espera para un trasplante. Cuánta más rara fuera la obra seleccionada, mayor era la urgencia. El órgano tenía un costo que se cotizaba de acuerdo a la complejidad en conseguir la compatibilidad y lo difícil de la cirugía.
“La Fuente” esperaba este conflicto, no lo sorprendió. El negocio del tráfico de órganos ya no era un páramo desierto donde se operaba sin competidores. En cada país habían surgido organizaciones que disputaban el mercado con ferocidad. Los Estados, por oscuros vasos comunicantes, operaban fuerte en el negocio. El dinero llama al dinero. Es la fuerza que todo lo transforma. Era el lado oscuro de la luna, el que no se ve, pero existe sin atenuantes.
Cuando los hombres de “La Fuente” idearon la historia del antropófago gourmet lo hicieron apelando a la incredulidad y estupidez humana. ¿Cómo ocultar verdaderos y terribles crímenes? Con uno que estimulara el morbo que está presente en todas las personas. Siempre resulta atractivo, algo turbio y escabroso.
¿Hay algo más escandaloso y al mismo tiempo glamuroso, que un hombre que enamora hombres jóvenes, los secuestre y engorde con higos y vino blanco para luego extirparles el hígado con el que producirá un refinado foie gras? Homosexualidad y canibalismo, una irresistible combinación perversa basada en los prejuicios de la mayoría de las personas que asocian homosexualidad a los peores vicios.
Humor mediante, García Márquez le puso letra con su prosa, explicando la diferencia entre la elegante antropofagia y el brutal canibalismo. Lo del sexo de Babilonia como moco de pavo fue una exageración oportuna de los autores de la fábula. Cuando a “La Fuente” le propusieron inventar al antropófago culto y refinado gourmet, quien siendo un niño quemó vivo a su perverso y degenerado padre, le pareció una idea excelente. Un toque de humor negro en un mundo en el que la imaginación y el humor habían sido reducidos a unos pocos caracteres en Twitter y escasos segundos en TikTok. “La Fuente” debió asumir, luego de muchos años de traficar exitosamente en nombre de Melquíades Ezequiel Odamxur, que la historia parecía llegar a su fin. No podía ni debía lamentarse más allá de lo razonable. Todo termina, nada es eterno. Otros procedimientos menos sofisticados y más directos estaban listos para suplantar al del gourmet antropófago de ser indispensable.
El glamour no es fácil sostenerlo en el tiempo en un negocio nada glamuroso.
El jefe policial llegó a convencerse de que la entrevista se llevaría a cabo en un lugar secreto, una mansión o alguna dependencia insospechada. Pero no fue así. En un bar de mala muerte de un apartado sitio de la provincia, un hombre mayor, calvo, algo gordo, de cara redonda, mejillas sonrojadas y vestido con ropas baratas, lo esperó para atender sus preocupaciones. Vio llegar al policía muy agitado, y mientras bebía un café repugnante, comprendió sin que mediaran palabras que el hombre había perdido el juicio. La desesperación nunca da buenos consejos.
—Soy el jefe… –el hombre lo interrumpió enérgicamente.
—Sin presentaciones, no es necesario.
—De acuerdo.
—Soy todo oídos, tengo algunos minutos para atenderlo. –Escuchó el angustioso relato del policía. Sus reproches contra “El Sindicato” le resultaron tan absurdos como reprender al sol que salga cada mañana. El angustiado policía no comprendía en qué estaba metido. El administrador podía explicárselo, pero sabía que sería inútil.
—Todo se reduce a la competencia –me comprende–. No hay moralidad que valga en la competencia. Se muere y se mata por una fortuna. No hay dinero que no haya sido acuñado con sangre.
¿En la competencia había lugar para la clemencia? ¡Qué estupidez! Quién podía esperar semejante cosa. Solo un idiota. ¿Debemos ser piadosos? ¡Qué estupidez!
Al administrador, las preocupaciones del jefe le parecieron insignificantes. No merecía ninguna consideración. Lo único que importaba era el negocio y el negocio no podía detenerse, de eso se trataba. Y eso le dijo.
—Seguiremos adelante. Nuestra clientela confía en nosotros. ¿Usted confía? –El policía no supo qué responder. El Administrador siguió hablándole sin sacarle la vista de encima, lo que ponía muy incómodo al otro hombre.
—Desde que comenzó este promisorio negocio era esperable algún traspié. Hasta el más estúpido podía prever esto. Sabemos que algunos supremos de “El Sindicato” están sobre pistas seguras. Y con la intervención de ese pequeño y despreciable homosexual que se hace llamar Dixi, esas pistas se confirmarán y ampliarán. Podría decirle que a esta altura el tal Dixi debe haber deducido los protocolos de ingreso al sistema. La configuración del códice usando los nombres Melquíades Ezequiel es eficaz pero bastante básica. Cuando esos supremos de “El Sindicato” tengan en su poder algunas de las ediciones de los libros mencionados en nuestra librería, la que está en la dark web, aunque les lleve algún tiempo, deducirán todos los otros códigos encriptados.
“El Sindicato” es un gran monopolio de la delincuencia, una diáspora magnífica de criminales; competir es todo un desafío. A “La Fuente” le agrada esta lucha. Usted debería apreciar la importancia de una batalla fenomenal por ser parte de este mercado enorme. ¿Cuántos miles de millones de habitantes tiene el planeta? ¿Siete mil millones? ¿Ocho mil millones? ¿Y con semejante población alguien va a invertir en clonar órganos para sanar a seres que han gastado su vida persiguiendo colectivos, trenes, fumando, bebiendo gaseosas o cervezas, fornicando con ovejas o mirando fútbol? Impensado. Entonces surge la pregunta lógica, ¿cuántos miles deben ser arriados igual que el ganado para satisfacer la demanda de un corazón, un pulmón o un riñón sin padecer una larga y a veces infructuosa espera en las listas de donantes? ¿Un millón de personas? ¿Diez millones? ¿Y alguien puede creer que la desaparición de diez millones de personas en un mundo de ocho mil millones de habitantes puede generar alguna preocupación? ¡No! Nadie los busca salvo sus parientes que deambulan de oficina en oficina para que unos burócratas idiotizados los traten peor que a perros sarnosos, peor de lo que usted trata a esos dos adefesios que tiene a su disposición. El secreto es mantener el equilibrio entre oferta y demanda. Ley básica del capitalismo. Si crece la oferta, bajan los precios. Si se reduce la oferta, los precios aumentan. Aquellos seres que no sirven para donar sus órganos o provocan una crisis de sobreabundancia y afectan el sano equilibrio de la economía, pueden ser reciclados. Ahora que está tan de moda reciclar, ¡nosotros también reciclamos! Esclavitud sexual, esclavitud laboral, o esclavitud simplemente, porque tener uno, dos o más esclavos a cualquiera lo complace. Hay gente que adora tener a su servicio un lote de esclavos. De Grecia a la actualidad, los esclavos siempre fueron bien apreciados. Con ellos uno puede hacer lo que le plazca. Gozarlos, golpearlos, matarlos.
Estamos en el siglo XXI, y antes de que este pequeño y casi redondo mundo vuele al carajo por una guerra atómica, vamos a procurar enriquecernos a más no poder. Cómo usted podrá comprender, sus preocupaciones no significan nada en esta inmensa maquinaria del capitalismo. Miles de millones de dólares y usted se angustia por dos babosos que parecen monos verdes y un sicario venido a menos. El foie gras, por ahora se acabó, el que quiera que vaya a París a comprarlo. Limpie el terreno. Haga lo que tenga que hacer. ¿Puede hacerlo? Hágalo. Para eso está. No dude, la duda enferma y a veces mata.
El jefe policial permaneció en silencio. No se atrevió a decir una sola palabra. Todo ese discurso lo idiotizó. Cuando el Administrador acabó de hablar apoyó sus manos sobre la mesa y miró fijamente al policía. Le preguntó:
—¿Algo más? –el hombre solo atinó a negar moviendo la cabeza. Dejó unos billetes bajo el posible de café y se dispuso a salir. Fue entonces que el policía se atrevió a hablar, fue solo un impulso, nada meditado. Tomó del brazo al hombre, lo retuvo y le preguntó sin poder disimular su confusión: —¿Usted es “La Fuente”? El gordo dibujó en su boca una cínica sonrisa.
—¿Usted es estúpido? ¿Quién cree que es para que “La Fuente” lo reciba? Como usted tenemos decenas y mejores. Conviene que se marche ahora mismo a cumplir con sus obligaciones. El Administrador ganó la calle, en segundos un destartalado automóvil que manejaba un anciano lo pasó a recoger. El policía permaneció en el barsucho sin atinar a mover un pie, estaba paralizado. El hombre subió al auto que se alejó lentamente, como si su pasajero, en vez de atender un negocio de muerte, fuera un buen abuelo en busca de sus amados nietos. Cualquiera que se topara con ese automóvil conducido por un anciano acompañado por otro, jamás creería que esos hombres regenteaban un patético negocio multimillonario que le costaba la vida a centenares de seres humanos. Las apariencias, las más de las veces, engañan. ¿Por qué ese viejo y destartalado automóvil? Porque la humildad y la mesura deben ser sinceras en lo espiritual y en lo material. Así pensaba el Administrador. Y repetía “ostentar es morir en vida, solo la discreción, dice la Biblia, te guardará, preservará tu inteligencia, librará del mal camino y de los hombres que hablan perversidades”.

XVIII. El Conserje llamó a la habitación que ocupaba “El Interrogador”. Era la hora seis de un día apacible pero tan ruidoso y contaminante como todos los otros. Antes de abrir preguntó quién llamaba.
—El conserje señor.
—¿Qué necesita?
—Tengo un sobre para usted, acaba de dejarlo un mensajero.
“El Interrogador” abrió la puerta.
—Buenos días, señor. Espero no haberlo despertado.
—Buen día. Estaba despierto.
El conserje le entregó el sobre, pero no se atrevió a mirar a los ojos del sicario, quien le agradeció con un inaudible “gracias”. Abrió el sobre, extrajo una esquela pequeña y la leyó con atención. La guardó de inmediato. “El Auditor” lo esperaba en la confitería del Puerto Nuevo.
Se duchó, vistió sin prisa y dejó la habitación rumbo a la cita.
Para llegar a la planta baja no usó el ascensor. No confiaba en los ascensores, le provocaban claustrofobia. Era una precaución que había aprendido a respetar. Atrapado en un ascensor “no hay salida, sos hombre muerto”, así se había educado. Las escaleras daban alguna oportunidad de huir de una emboscada.
Llegó a la planta baja. El conserje sonrió al verlo.
—¿Buenas noticias, señor? –preguntó tratando de sonar agradable.
“El Interrogador” dudó en responder. Luego, alargando el sonido de la letra “s”, contestó lacónico “sssssssi”.
—Me alegro.
—Dos desayunos por día y terminaré con sobrepeso. —rieron los dos por compromiso.
Desayunó un café y una tostada en el comedor del Hotel. Como debía encontrarse con “El Auditor” en “The Library Lounge”, decidió que, en aquella oportunidad, aceptaría la sugerencia de encargar el desayuno como lo servía la casa. Tortas, masas, sándwiches, café a gusto, jugos y fruta. Eso le evitaría el almuerzo.
Lugo del desayuno en el hotel, salió a la calle. Buscó con la vista el sucucho de los orcos. No los vio. La ausencia le llamó la atención. Experto en “limpieza”, atribuyó esa ausencia a la entrevista de “El Auditor” con Dixi. Si las cosas habían marchado como sospechaba, tal vez se produciría cierta “restructuración”, una manera cínica de mencionar los asesinatos de miembros del personal que ya no eran útiles y era conveniente silenciarlos.
Caminó sin prisa hasta el coqueto restaurante. “El Auditor” ya estaba acomodado en la mesa que habían usado los días anteriores. Lo recibió con entusiasmo.
—¡Muy buenos días, querido amigo!
—Buen día. Lo noto entusiasta.
—No es para menos. –el mozo, que recordaba perfectamente a los dos hombres, se acercó con discreción para tomar el pedido.
—Desayuno completo. –“El Auditor” disfrutaba de la abundancia del desayuno de la casa–. ¿Seguirá con su cafecito con amarettis?
—Hoy no. Las buenas noticias hay que celebrarlas. También un desayuno completo.
—¡Muy bien! Atinada decisión, así no me siento un viejo y gordo glotón. ¡La gula! ¡La gula! ¡Qué enfermedad tan bonita! –“El Interrogador” no pudo evitar reír por ese comentario.
“El Auditor” extrajo unos papeles del bolsillo derecho de su saco. Dos hojas de tamaño A4, como las que siempre usaba Dixi para sus anotaciones.
—Usted sabe qué son estas hojas.
—El informe de Dixi.
—¡Qué hombre ese! Quedé impresionado. Apenas supo de mi consulta, casi al instante me dio respuestas precisas. Hay que buscar el modo de arreglar el asunto que los diferencia. Ustedes trabajando juntos son de lo mejor que tiene “El Sindicato”.
“El Interrogador” no respondió al comentario, sabía que el entuerto con Dixi no tenía arreglo.
Tomó las hojas. Las leyó con atención. Podía reconocer a Dixi en la brevedad y precisión de sus deducciones.
En una de las hojas, Dixi resumió el significado real de los nombres, falsos como “El Interrogador” sospechaba. Anagramas sencillos, decía “vulgares”, y el detalle de la confusión del apellido entre Narasise y Narcisse.
De los nombres Melquíades y Ezequiel surgía un código.
Cómo Dixi llegaba de manera tan simple y precisa a deducciones correctas siempre había sido un misterio para todos los miembros de “El Sindicato” y eso que en él había muchos y calificados analistas. Salvo en el ajedrez, Dixi superaba a cualquiera en ese arte. En el ajedrez, “El Interrogador” era un formidable contrincante.
La fórmula deducida por Dixi era la siguiente:

35-40-75-150 (Participación) = “Para alcanzar los cambios positivos en la vida, y hacer una correcta planificación y toma de decisiones, todo lo que se pide es mantener la armonía, para recrear tu propia vida y para elegir la mejor opción. Ningún secreto permanece para siempre y tu serás la revelación de la salvación”. Traducción: U$S 150.000. Para acceder a la lista de espera.

En dark web librería virtual, nombre “Narciso”. Símbolo: la flor del narciso, variante “Van Sion”, amarillo intenso. Listado de libros exóticos. El más caro “El Necronomicón”, abajo de la imagen de una edición de lujo, firma H. P. Lovecraft. Probablemente, el pedido más urgente y costoso, tal vez trasplante complejo, corazón+pulmón o corazón en estado grave.
Dixi había ingresado a la dark web y revisado toda la programación. Luego el sistema se autodestruyó. Fin de juego, “La Fuente” debía cambiar de forma.
Al final, la firma de Dixi.
“El Interrogador” le devolvió la nota a “El Auditor”.
—Espero que no muera ninguno de los nuestros.
—Eso está asegurado. Yo no te toco, tú no me tocas. Yo no digo nada, tú no dices nada. La prudencia y la discreción es lo razonable. Todos queremos ser parte del negocio, lo que es repudiable es el monopolio. “La Fuente” aspira a la exclusividad. Eso no está para nada bien.
Como predijo el hombre, hasta ese momento ninguna de las facciones se había atacado y nada se había hecho público. Un escándalo sobre el tráfico de órganos no le convenía a nadie.
—Claro, la libertad de mercado es lo plausible.
—¡Usted piensa con claridad!
—¿Dixi comentó algo sobre las referencias a M?
—¿M? Ni se lo pregunté. Creo que se hubiera ofendido si le daba envergadura a ese payaso mediático.
—Tal vez haya que convivir con él durante un tiempo.
—Puede ser. Karadagian murió hace mucho y no pudimos volver a disfrutar de una versión nueva de sus titanes. “M” sería un buen personaje. ¿Lo imagina?
—Desgraciadamente sí.
“El Auditor” rio con entusiasmo.
—¡Mejor disfrutemos nuestro generoso desayuno! Además, los gastos corren por cuenta de “El Sindicato”. ¡Nada como la buena vida!
“El Interrogador” no quiso agregar palabras. Buena vida, buena muerte. Sabía que “la restructuración” debía estar en marcha.

XIX. El destino de los alcahuetes no pudo ser peor. “El Interrogador” lo sospechó de inmediato luego de leer la nota de Dixi. Habían ingresado en la categoría de descarte. ¿Cómo se libra una organización de dos adefesios malolientes, verdosos y que hablaban a coro todo el tiempo?
Las posibilidades era muchas, pero él imaginaba que “La Fuente” les dedicaría una de las peores maneras de morir. No siempre, como expresó alegremente “El Auditor” se disfruta de una buena vida y menos de una buena muerte.
Supuso que en la lista de descartables había cinco nombres seguros. El primero, el alegórico Melquíades, luego la desaparecida detective, los dos alcahuetes de quienes nadie sabía sus nombres, y el jefe policial. Otros, de los que no tenía conocimiento, seguramente morirían en pocas horas.
Cuando una organización dedicada al tráfico de órganos se acomoda, la limpieza puede ser integral. Políticos, policías, jueces, sicarios, informáticos, mensajeros, administradores y algunos cuantos pobres tipos que mueren sin saber por qué. Se aprovechan las circunstancias para varias limpiezas.
Detestaba a los orcos, pero un sicario profesional no busca el martirio sino la eficacia. ¿Había torturado gente? Por supuesto, es parte del oficio, solo un trabajo, nunca ejercicio del placer. Martirizar ocupa mucho tiempo y expone al ejecutor a todo tipo de contingencias. Además, desde que fue retirado del servicio activo como sicario, nada de eso estaba entre sus preocupaciones. Solo lo inquietaba esa última partida con Dixi, ese sí era un buen desafío.
La preguntó a “El Auditor” si debía abandonar el hotel. “De ninguna manera. Quédese el tiempo que desee. Disfrute, disfrute”. Por eso preparó su salida sin apuro. Luego del pantagruélico desayuno no iba a almorzar, no podía hacerlo, entonces se dispuso a dormir una buena siesta.
El ensordecedor ruido de los automóviles por la avenida no le impedía el sueño reparador. Dormir en las peores condiciones fue un aprendizaje que perfeccionó a lo largo de sus años de sicariato. ¡Las veces que tuvo que pernoctar entre inmundicias, rodeado de alimañas que querían saborearlo! O en páramos desolados, fríos y húmedos. Conoció a lo largo de todos esos años lugares indescriptibles tanto por lo bello como por lo feo. Siempre valoró esos momentos. Algunos se desviven por mirar la redondez y blancura de la luna, por el verde de las arboledas, por la oscuridad profunda de las noches sin estrellas. Él supo disfrutar de todos los paisajes, incluso el de los arrabales, el de los inmensos basurales donde ejecutó a algunas de sus víctimas. Todo tiene su propia poesía. La poesía no solo es un bocado delicado, también es mugre, carne muerta, putrefacción. Misterio. Vuelo de cuervos. Poe surgió de ese embelesamiento circunstancial.
«Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary, / Over many a quaint and curious volume of forgotten lore— / While I nodded, nearly napping, suddenly there came a tapping, / As of some one gently rapping, rapping at my chamber door. / “’Tis some visitor,” I muttered, “tapping at my chamber door— / Only this and nothing more.”

La última palabra que dijo “El Auditor” aún sonaban en su cabeza. “Disfrute, disfrute”. Y el cuervo de la ensoñación voló sobre esas palabras:
“And his eyes have all the seeming of a demon’s that is dreaming, / And the lamp-light o’er him streaming throws his shadow on the floor; / And my soul from out that shadow that lies floating on the floor / Shall be lifted—nevermore!”
Nevermore, nunca más, nevermore, nunca más. Ese era un buen nombre, bien le cabía a esa altura de la vida.
Se durmió siempre en ese peculiar estado de semi vigilia, de semi conciencia que lo ayudó a sobrevivir en más de una circunstancia. Durmió porque se sentía sin apremios. ¿Y ahora? Y ahora le pedirían que buscara a la detective desaparecida quien, estaba seguro, había sido sumida en un perverso conflicto y a la que esperaban transformar en apenas un triste y acotado recuerdo.

XX. Disfrutaba del sueño. El teléfono de su habitación sonó repetidas veces. Pensó en no atender, “no estoy para nadie”, pero la insistencia lo disuadió de esa idea.
El Conserje del otro lado de la línea parecía agitado, hablaba sin detenerse.
“El Interrogador” le llamó la atención.
—No le entiendo qué me dice, hable más despacio y no grite.
El Conserje se calló por un instante, tomó aire y retomó su tono tranquilo y pausado.
—Disculpe, señor, mi agitación. Perdón por molestarlo. Creo que sería conveniente que usted baje, hay una novedad que debería apreciar.
—¿De qué se trata? –sospechó de la invitación. Sin armas, tenía prohibido usarlas, no iba a violar la prohibición de “El Sindicato” por un reclamo histérico del conserje. Estaba indefenso. Ignoraba que algunos integrantes de la organización lo cuidaban a pedido de “El Auditor”. Legítima desconfianza de los planes homicidas de “La Fuente”.
—Dos hombrecitos a punto de ser devorados. Dos hombres pequeños, raros.
Sabía de quienes hablaba el Conserje. No comprendió eso de “ser devorados”, pero eligió no preguntar.
—Bajo en un instante. –Respondió sin entusiasmo.
El Conserje notó el tono de fastidio de su huésped.
—De acuerdo señor, mil disculpas, no era mi voluntad molestarlo.
—No pasa nada, tranquilo. Deme unos minutos que me vista y bajo.
Desde la habitación se oía un barullo diferente al del tránsito a esa hora de la tarde. Se oían gritos y a lo lejos chillaba una sirena con estridencia. Tal vez una ambulancia, tal vez los bomberos.
Se vistió, pero sin la prisa que le prometió al Conserje. Él no podía hacer nada por los alcahuetes. No podía ayudar a los orcos a escapar de su destino. Todo estaba predicho y había que asumirlo sin lamentaciones.
Mojó su rostro, el cabello, se peinó. Luego cepilló sus dientes. Se puso una camisa blanca y el pantalón de un traje azul. Calzó los zapatos y antes de salir se miró al espejo. Pensó que debería afeitarse, pero lo dejaría para más adelante, su tardanza solo haría que el Conserje aumente su nerviosismo.
Bajó por las escaleras sin apurar demasiado el paso. Desde hacía semanas padecía una leve molestia en la rodilla izquierda. Con los meniscos. Debió ir al médico, pero ir al médico lo ponía de muy mal humor. La espera, la indiferencia, las absurdas recetas luego de “tómese esto y me viene a ver en dos semanas”.
Llegó donde el Conserje. El hombre solo atinó a señalar en dirección a la avenida. La calle era un gran alboroto. Unos peatones corrían hacia la vereda enfrentada al hotel, otros hasta la puerta del mismo. Muchos gritaban. Gritos de horror, él sabía distinguir muy bien el sonido del espanto del de la simple queja. Algunos vomitaban en medio de la avenida por la que no circulaban automóviles. En un instante la batahola cesó. Se hizo un silencio extraño, de esos que no suele ocurrir con frecuencia.
La gente se agrupaba formando filas que iban de vereda a vereda. Todos mirando hacia el río. Muy pocos, se adelantaron algunos pasos, pero de inmediato regresaron a la fila. Fue cuando escuchó una sinfonía de chillidos. Eran chillidos de ratas.
Miró al Conserje. Le preguntó:
—¿Es lo que creo?
El hombre movió su cabeza afirmativamente.
—Sí, señor. Es lo que usted sospecha.
Ratas. Inmensas ratas llegadas del puerto. Esas a las que los gatos ni se le animan, pero a las que, en esa oportunidad, ni las jaurías de perros se habrían atrevido a enfrentar.
Enormes, gordas, grises, agitándose como una espesa ola gris mientras chillaban desaforadamente. . Sus rabipeladas colas parecían punzones, la punta aguda y filosa hacia arriba, apuntando al cielo.
Dudó por un instante. ¿Debía asomarse para ver con sus propios ojos el espectáculo? En su vida había visto muchas formas de morir. Él mismo había ejecutado gente de modos diferentes, tanto de manera brutal como también artística. Todo dependía entonces del pedido del cliente. Los había más humanos y los había más desgraciados.
Sabía que las ratas volvieron para cobrarse una deuda con los alcahuetes. Con seguridad, “La Fuente” eligió esa particular forma de ejecución. Los orcos eran feroces, capaces hasta de comerse un par de ellas sin siquiera quitarles el pellejo y las tripas. Pero enfrentarse a un gran ejército de roedores, todos de más de dos kilogramos de peso, era otra cosa. Ni el orco más salvaje podría con semejante contendiente.
Nobleza obliga, salió a la calle. La fila humana estaba tal vez dos o tres metros superando la línea de la puerta del Hotel.
En la esquina que daba a la derecha del hospedaje, una legión de ratas tenía rodeados a los adefesios. Era difícil saber quién chillaba más fuerte. Porque los peleles, que habían tornado a un color morado en vez de ese verde roñoso que los caracterizaba, gritaban tanto o más que la colonia de ratas.
Ellos no le pidieron ayuda. Él tampoco se las habría brindado. Cada uno sabía qué tenía que hacer en cada momento y ese no sería la excepción.
A lo lejos se oía una sirena estridente. Todos suponían que los bomberos venían a rescatar a esas dos marionetas. Pero no fue así, tomaron por una lateral a la avenida y se dirigieron hacia la terminal de micros y trenes. Nadie les había pedido su intervención y era muy probable que hubiesen tomado en broma un llamado que describiera un ejército de ratas desplegado en una transitada avenida de la ciudad. Que en ella hay miles de ratas lo saben todos sus habitantes, pero suelen ser animales de hábitos nocturnos, inteligentes, que eluden a los humanos porque los presienten perversos y peligrosos. Pero allí estaban, gordas, sucias, peludas y listas para el ataque. Los orcos no tenían escapatoria.
Gritaron con todas sus fuerzas. Su grito fue para “El Interrogador” y no para las amenazadoras ratas.
—¡Esto es tu culpa! ¡Hijo de puta! ¡Es tu culpa! ¡Ya te va a tocar a vos y a ese pequeño puto!
Los gritos de los alcahuetes asombraron a la multitud. Nadie sabía bien a quién se dirigían los insultos de los orcos que hablaban al mismo tiempo y con la misma cadencia e intensidad. Algunos espectadores tomaron fotos con sus celulares y se esforzaban por reenviarlas a todos los que pudieran. Los ¡clic! Imitando el ruido de una verdadera máquina fotográfica, se repetían a lo largo de las numerosas filas de espectadores que seguían con asombro aquella desigual batalla.
—¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! –repitieron los adefesios. Fueron los últimos insultos que pudieron lanzar a los cuatro vientos.
No fue una única rata la que apuró el primer ataque. Difícil fue contar el número de esa primera línea mioforme de infantería.
Subieron por las raquíticas patas de los orcos, mientras otras, pasando por encima de las primeras, tomaron la espalda y el pecho y unas más grandes y ágiles subieron hasta las cabezas y los rostros. No todas se la llevaron de arriba. Varias pequeñas cabezas de ratas se vieron volar por el aire. Pero la ferocidad de esos espantajos no compensaba ni por asomo el masivo ataque de los roedores.
Cuando la sangre roja y espesa empezó a teñir el asfalto, muchos de los espectadores no pudieron contener sus vómitos. Así que algunos vomitaron a otros y estos a otros y el espectáculo se tornó nauseabundo.
En cuestión de minutos, los orcos habían quedado desnudos y se les veían heridas por todos los cuerpecitos.
Cómo una de las ratas más grandes logró adentrarse en el vientre de uno de ellos fue algo que a “El Interrogador” lo tomó por sorpresa. Fue fabuloso. ¿Tal vez penetró aprovechando la debilidad que representa el ombligo? Probablemente. Luego de ese ataque, todas las ratas, en oleadas, se lanzaron contra sus presas y en pocos instantes, de ellos no quedó mucho, salvo algunos pedazos de tripas dispersos, pero nada más.
Las ratas se relamieron limpiando la sangre de sus hocicos y pelos, y como llegaron, se fueron. La multitud quedó en silencio. Se oyeron los últimos ¡clic! de las fotos tomadas con los celulares. Alguien gritó ¡se acabó! Lo que era una verdad que no se precisaba decir. En instantes, la avenida se despejó y el tránsito lentamente recobró la normalidad.
Un camión de la limpieza ciudadana llegó a la esquina del hotel, la misma donde se produjo la matanza. No era uno cualquiera. Tenía un enorme tanque repleto de agua. Dos empleados de limpieza usando una manguera que lanzaba chorros de agua a gran presión limpiaron la calle en cuestión de minutos. Lo poco que quedaba de los alcahuetes se fue por una alcantarilla. Los pedazos de ropa que aún permanecían los recogió uno de los trabajadores y depositó en una gran bolsa de color verde.
El escándalo cesó por completo. “El Interrogador” permaneció algunos minutos más observando el extraño paisaje que resultó de la refriega de ratas y alcahuetes. El cielo había adquirido también un tono amoratado, como el de los orcos antes de morir. La brisa leve que venía de río esparcía el olor a sangre, confundiéndolo con el de los aceites que se utilizaban para freír papas y el agua turbia de las pancheras.
Regresó al Hotel. No estaba impresionado, tal vez un poco asombrado del espectáculo. El Conserje estaba desconcertado.
Nunca antes había logrado asociar un incidente que no lo tenía a él como protagonista con un libro. La muerte de los orcos le recordó a Lovecraft y su cuento “Las ratas en las paredes”. Un similar mundo subterráneo donde miles de ratas conviven con otras alimañas y un enorme rebaño de hombres y mujeres que deambulan cuadrúpedos en busca de carne humana para satisfacer su hambre.
Las ratas engulleron a los hombrecitos y la multitud a aquel espectáculo sangriento. Los devoradores se unieron por caminos impensados. Ratas que mataron, comieron y huyeron. Hombres y mujeres, carnívoros cuadrúpedos modernos sacándose selfis antes de que los trabajadores limpiaran por completo el asfalto.
Melquíades Ezequiel Odamxur, se habría sentido completamente reivindicado. La carne humana, aun la de un par de gnomos feos y apestosos, resulta un bocado apetitoso. Lo que la gracia humana no sabe reconocer, la brutalidad de las ratas, sí.

XXII. ¿Cómo se realiza el comercio de órganos? Traficando personas. Los órganos viajan en su envase original. Eso garantiza adecuada conservación. A quienes se sacrificará se los cuida con medido esmero, se los hidrata, se los nutre, se procura evitar que contraigan alguna enfermedad, desde ya que el menor tiempo posible porque el cuidado implica gastos. Siempre hay que saber ahorrar. Hígados, pulmones, corazones, córneas, intestinos, todos los órganos son parte integrante de un tesoro cuyo hallazgo se produce en lugares comunes entre personas comunes. A demanda.
No importa el color de su piel, su credo, sus angustias y sueños. Nada de eso cuenta en el valor del órgano comprado.
Hombres y mujeres. Niños y niñas. A los ancianos se los desprecia, aunque pueden ser útiles para un divertimento pasajero, pero no para la medicina de alta complejidad.
La maquinaria funciona a la perfección, lleva años organizándose. Eminentes cirujanos, doctores de todas las especialidades, clínicas sofisticadas. Todo bajo la cobertura de sociedades científicas que realizan tareas humanitarias en países que se desangran en medio de guerras civiles o invasiones imperiales.
El mercado único mundial capitalista ofrece la juventud y el remedio de unos a costa de otros. De unos pocos a costa de unos muchos. ¡Juventud eterna! ¡Divino tesoro! Eglógico el poeta invoca la juventud como un tesoro y el capitalismo le responde desde el dinero impreso en tintasangre ¡para el uno por ciento de la población! Máscaras de plástico, senos de plástico, glúteos de plástico y órganos para trasplantes que donantes involuntarios han entregado junto con su preciosa vida.
Este es el mundo real, el que se oculta tras la mueca siniestra de los propagandistas de las bondades del libre mercado.
¿Ese jefe policial tendría alguna idea de esta realidad del mundo contemporáneo? Imposible. El mundo para él se reducía a una oficina desde la que impartía órdenes que nadie cumplía, salvo esos dos alcahuetes devorados por una legión de ratas salidas de todos los recovecos del puerto donde beben y se drogan los yuppies de corazones siliconados.
Por eso su muerte no fue una sorpresa para nadie. Pero no fue una muerte tan violenta como la de los orcos. Al menos algo de sus tejidos se conservaron luego del colapso que lo redujo a una cantidad de huesos, músculos y nervios.
Los peritos dijeron que todo se trató de un error de cálculo. El hombre conducía su moderno automóvil de alta gama y en un paso a nivel, el motor se detuvo en el preciso momento en que una formación ferroviaria avanzaba a gran velocidad. ¿No era algo excesiva la velocidad del convoy ferroviario? Un tanto. Un entusiasta maquinista que no podía prever tan desafortunada coincidencia. Así quedó establecido en el sumario que un joven fiscal redactó para su Señoría, un juez calamitoso que solo quería ver pasar el día bebiendo café y fumando cigarros mientras no le quitaba la vista a los senos de una joven y rubia prosecretaria que lucía un escote que apenas tapaba sus generosos senos.
“El Interrogador”, gran conocedor de esos accidentes provocados, supuso otra situación bien diferente. Tenía razón.
El jefe policial estaba en su despacho, no estaba ni drogado ni alcoholizado. Procuró mantenerse sobrio no por virtud sino por temor.
Recibió una llamada. La llamada era del “El Administrador” con quien se entrevistó horas antes. Sabía que ese hombre se comunicaría apenas supiese de la muerte de los alcahuetes.
“El Administrador” le habló pausadamente. Su voz sonaba muy lejana, desde el lugar oscuro donde estaría resguardado de toda contingencia. De “La Fuente” se sabía poco o nada en ámbitos como el del jefe policial. Para él era una entidad clandestina, solo un nombre sin un rostro verdadero, por la que hablaban hombres como “El Administrador”, uno de muchos.
—¿Sabe lo que acaba de ocurrir?
El policía titubeó. ¿Reconocía que estaba en conocimiento de la muerte de los adefesios o negaba saber algo de ellos? Optó por la segunda opción, aunque si hubiese elegido la primera, nada resultaría diferente.
—No sé a qué se refiere.
—Dígame, ¿usted cree en Dios?
—Por supuesto, ¿pero qué tiene que ver Dios con este llamado? –El policía no pudo ocultar su fastidio. Oyó el largo suspiro que “El Administrador” soltó luego de su irrespetuosa respuesta.
—¿Es religioso?
—No mucho, creo en Dios, pero no voy a misa.
—Es decir, usted ignora el sacramento de la confesión.
—Es que no voy a misa.
—Un pecador se confiesa, se arrepiente y repara su daño. Siendo un pecador, debería confesarse.
—Pecadores somos todos, ¿no cree? ¿O usted no peca?
—Pero no hablamos de todos, no hablamos de mí, hablamos de usted.
—Bueno, me he arrepentido de algunas cosas si es lo que quiere saber.
—Preferiría saber de qué actos se ha arrepentido.
—No creo que valga la pena hablar de estas cosas por teléfono.
—Usted debería confesar sus pecados, arrepentirse y limpiar su alma. Confesarse y luego comulgar. Una hostia blanca, no una línea blanca. Confesarse, arrepentirse y comulgar. Consejo de un viejo que sabe de qué le habla.
—Lo tendré en cuenta.
—Hay mucha buena gente que puede ayudarlo en su mea culpa.
—No creo que necesite a nadie.
—Los hombres creen aquello que se acomoda a sus deseos. –Los dos hombres se mantuvieron en silencio. Apenas un susurro surgía de la línea telefónica que invitaba al pánico y no a la satisfacción.
“El Administrador” tarareó una música que el policía no conocía. Se despidió amablemente.
—Que tenga usted una buena noche.
Terminó la llamada. El susurro en la línea telefónica se hizo eco y desde el fondo de ese eco un sonido de muerte predecía el futuro.

XXIII. Dos hombrones entraron al despacho del jefe policial sin pedir permiso. Parecían salidos de Injustice. Sus rasgos aplacados por generosas dosis de bótox que les otorgaba a sus pieles una tersura plástica, no servían para disimular su violencia. Su sola presencia amedrentó al jefe, quien ni siquiera se atrevió a preguntar quiénes eran y por qué habían ingresado sin llamar a su puerta y sin hacerse anunciar por los recepcionistas.
Los matones lo invitaron a acompañarlos. Apenas una señal bastó para que el policía aceptara seguirlos. Se entregó sin oponer resistencia.
Los tres salieron del despacho, los sicarios a cada lado del policía. Recorrieron el largo pasillo que los separaba de las escaleras y por ella descendieron lentamente, nada los apuraba. A unos, porque terminar su trabajo no estaba subordinado a un tiempo predeterminado, a la víctima, porque a sabiendas de que lo que le esperaba era la muerte, postergar la tortura le brindaba minutos de paz previos a la ejecución.
Los policías que los vieron caminar rumbo a la salida principal los saludaron como a viejos conocidos. Ninguno de ellos intentó impedir que los matones se llevaron a ese jefe. Todos sabían de qué se trataba, pero unos no intervendrían porque les convenía y otras por pura cobardía.
Un automóvil de alta gama los esperaba a metros de la entrada principal. Los matones y el jefe se ubicaron en el asiento trasero. El chofer carecía de un rostro identificable, era una sombra o quizás un hueco negro se hundía en esa cabeza deformada. El policía iba al medio y a cada lado un matón lo mantenía aprisionado. No tenía manera de fugarse. Lo obligaron a consumir cocaína en cantidad. No resistió. La ingesta de droga lo anestesiaba. Luego bebió de una botella largos tragos de whisky hasta que la vació.
No estaba alterado, aunque tenía buenas razones para ello. Tal vez recordó algún suceso de su infancia, agradable, de cuando jugaba en el patio de tierra de su casa en Laferrere o iba a la escuela las más de las veces con el estómago vacío. No iba a llorar, nunca fue un llorón y no lo iba a ser esa última noche. ¿Qué salió mal? ¡Todo! ¡Todo! Pero él estaba seguro de que no había descuidado ninguna cosa que estuviera bajo su responsabilidad. Fue cuando pensó “necesitan un chivo emisario”. Pero la muerte de los alcahuetes debió ser suficiente, una muerte horrible, comidos por centenares de ratas que no dejaron más que unos pocos pedazos de tripas empujadas hasta la alcantarilla por un poderoso chorro de agua a presión que lanzaban los trabajadores de la limpieza de un camión hidrante.
Ni siquiera atinó a tomar su arma, la dejó dentro de un cajón en el escritorio de su despacho. Se reprochó inútilmente. Debió tomar el arma y disparar, morir en la central, luchando. Los sicarios no tendrían escapatoria y habrían sido abatidos por sus compañeros. Pero no resistió, no tomó su arma, no hizo nada por protegerse. En él no había ni pizca de heroísmo. Estaba muerto desde hacía mucho tiempo.
El viaje fue breve o así le pareció. Una hora, unos minutos. No podía calcular el tiempo que se había vuelto espeso.
El automóvil parecía girar en círculos cada vez más pequeños; describía una espiral que se cerraba comprimiendo a sus pasajeros hasta reducirlos a una sola masa de carne y hueso. Fue entonces que cruzaron la frontera entre la ciudad y la provincia.
Pasaron por encima de varios promontorios. Creyó que eran cadáveres que el chofer atropellaba deliberadamente para hacer reír a los dos matones que lo mantenían apretujado. Pero eran solo promontorios de tierra que la gente levantaba para evitar que desquiciados al comando de sus automóviles o motos se lanzaran por las calles a gran velocidad. Había muertos muchos niños atropellados por esos maniáticos que confundían los caminos terrosos de la provincia con una lisa e interminable pista de carreras.
Se detuvieron frente a un paso a nivel. “Es aquí”, dijo uno de los asesinos.
El policía, por efecto de la droga y el alcohol, ya no podía gobernar su cuerpo; sus piernas, sus brazos, su boca no obedecían a su cerebro que solo producía órdenes incoherentes. Ni siquiera podía recordar los rostros familiares que habían desaparecido de sus recuerdos para dejar lugar a fragmentos por las múltiples mordeduras de una legión de ratas gigantes. Detrás de un árbol o lo que parecía uno, uno de los alcahuetes le gritaba ¡bienvenido! Y él respondía alzando una mano y saludando al pelele como en un desfile de carnaval.
El chofer descendió y dejó al policía frente al volante. Los matones empujaron el automóvil hasta las vías. Permanecieron por unos instantes al lado del auto en la oscuridad. En ese momento no se oía nada. Ni el viento. Un pequeño ruido se arrastraba por la tierra húmeda. Alguna rata, alguna cucaracha, pero nada más.
En minutos un tren pasaría a toda velocidad por ese desolado sitio. Era cuestión de esperar el choque y luego caminar tal vez quinientos metros por donde habían venido, adonde otro automóvil de “La Fuente” los esperaba para llevarlos de vuelta a la ciudad.
A lo lejos se escuchó el silbido del tren. Era un auténtico ruido de acero. Desde el primer momento en que se oyó el sonido al instante del choque no pasaron más que un par de minutos. Desde el lugar en que los asesinos se habían puesto a cubierto, pudieron ver la cara del maquinista. Ellos esperaban que el tipo se asustara, que su rostro mostrara el pánico que provoca atropellar un automóvil sabiendo que dentro de él habría por lo menos una persona. Pero el maquinista no parecía aturdido, ni confundido, sonrió satisfecho, y no era una satisfacción fingida. Por el contrario, lo vieron, en cámara lenta, por esa rara condición del tiempo de detenerse y adquirir la quietud de una fotografía.
La locomotora arrastró el automóvil por varios centenares de metros. Transformó al auto en una bola de metal retorcido que se incendió luego que la nafta saliera por la rotura del tanque de combustible y una chispa que se produjo por un cortocircuito iniciara el incendio.
El maquinista tardó en aplicar los frenos. Cuando los peritos lo interrogaron dijo que fue prudente, porque venía rápido y de haber frenado de golpe hubiera provocado un descarrilamiento general con graves consecuencias para la carga y para los trabajadores que iban en la formación.
Los matones se asomaron para ver dónde había quedado el revoltijo de metal y plástico dentro del cual estaba el cadáver de un hombre joven.
La autopsia de lo que quedó del cuerpo, acabó por demostrar que ese hombre había consumido droga en cantidad suficiente como para dejarlo sin conciencia. La concentración de alcohol en sangre era exageradamente alta. Lo sorprendente para los forenses no fue que se quedara dormido en medio de las vías, sino cómo fue posible que manejara el automóvil hasta allí.
Corroborar la identidad podía llevar algunas horas, aunque no muchas.
Luego de presenciar el impacto del tren contra el auto, los sicarios se marcharon en búsqueda del automóvil que debía llevarlos de regreso. Los separaban quinientos metros de la esquina donde debían recogerlos. No habrían caminado más de doscientos metros cuando, en medio de una total oscuridad, una sombra los emboscó y los abatió con disparos certeros a la cabeza. Una bala para cada uno, que entró por la nuca y salió a la altura de la boca. Sus cadáveres quedaron ahí, hasta la mañana, cuando la policía los recogió en la morguera y los mandó a la morgue judicial. Nunca se asoció el accidente del automóvil con el asesinato de esos hombres a pocos metros del paso a nivel. No había ninguna razón para hacerlo.

XXV. Aunque “El Interrogador” nunca hubiera comido foie gras, no se opuso al pedido. Sabía que su contertulio se comería las dos porciones sin problema.
El mozo llegó con la delicia y una botella de champaña. “La champaña es obsequio de la casa”.
—Maravilloso, ¿verdad? Así de simple, maravilloso. No sé cómo agradecerle, dígale a su patrón que lo amamos, humanamente, claro, no malinterprete.
Volvió a la conversación con “El Interrogador”
—¿Me decía?
—Hay datos que no se pueden vincular solo a una maquinación.
—¿Por ejemplo? –“El Auditor” hablaba entre bocado y bocado.
—El incendio en el que murió el supuesto padre del caníbal existió y allí un cuerpo humano fue calcinado. Un hombre, para ser preciso, ya que los informes forenses no distinguen entre un cuerpo femenino y un masculino, deduzco que se trató de un hombre.
—¿Y eso que importancia tiene en todo este asunto?
—Que quien mató a ese desconocido debió saber de todo este negocio.
“El Auditor” limpió sus labios y bebió un sorbo de champaña.
—Interesante. ¿Cree que el caníbal existe realmente?
“El Interrogador” ignoró la pregunta. Después de un instante respondió.
—Todas las compañeras de trabajo hablan de ese tal Melquíades. Para ellas es real porque fue real, trabajó durante años con ellas, las trató con amabilidad, les regaló foie gras. Y ellas lo defendieron de toda sospecha. Si hoy mismo fuéramos a hablar con ellas lo seguirían alabando, defendiendo y extrañando. Es demasiado real este personaje.
—Tal vez para usted que no puede ni debe dejarse llevar por fantasía alguna. No sería aconsejable para un sicario aunque ahora esté retirado. La historia es muy bonita, incluso el amor de las compañeras de trabajo. No deje volar su fantasía tardía.
—¡Por supuesto! Nada de fantasías. Algo puede obligarme a volver al servicio activo.
La ironía no pasó desapercibida para “El Auditor”.
—¿Quiere preguntarme si yo sé algo más de esa historia?
—No, de ningún modo. Prefiero que me diga cuántos cadáveres hubo anoche.
—Entre la tarde y la noche, seis. Poca cosa para algo tan grande.
—¿Solo seis?
—Yo no hago el inventario de los muertos. ¿Quiere que le diga doce? Pues entonces, doce, si esto lo complace.
—¿“La Fuente”?
—Va a negociar. Como es lógico.
—“El Sindicato” y “La Fuente”. Gran negocio. –“El Interrogador” intentó una sonrisa, pero no lo logró.
—Establecer “cupos de ganado, cupos de exportación, y mercados”. Cupos, procedimientos, fronteras, mercados, esas cosas sobre las que hay que hablar para que el negocio marche bien para todos.
—Lo más importante es los mercados.
—Exacto. Muy atinado lo suyo. Los mercados lo deciden todo. Nada de libre mercado. Usted sabe que “El Sindicato” es partidario de una buena regulación. Legislar sobre producción y exportación para abastecer los mercados distribuidos con equidad. Creo que la invocación a M tiene este sentido, el de hablar del mercado como el sanador de todos los males. M es un mensaje. Vio que al final del relato M disfruta comiendo carne humana. Pues bien, de eso se trata. Un gobierno que disfrute comiendo carne humana y no embrome con la repetida monserga del capitalismo humanitario.
—Nunca lo hubiera pensado de ese modo, pero resulta interesante.
—¿Quiere que lo proponga para la negociación? –la pregunta era malintencionada.
—¡No! ¡Por supuesto que no! No sirvo para negociar, lo mío, lo mío, es más simple.
—Comprendo. Ahora bien. Puede continuar o dejar todo como está. Foie gras, la organización que “La Fuente” inventó para el negocio, se acabó. ¿Le interesa la detective? Seguimos operando juntos hasta que descubramos qué le pasó. Eso no alterará para nada lo logrado. ¿No le interesa? Aquí terminamos. Esa ridícula historia de Melquíades Ezequiel, olvídela, no vale la pena seguir con ese cuento. A “El Sindicato” no le interesa en lo más mínimo ni quién fue incinerado en aquella casona ni quién fue su homicida si es que lo hubo. Usted sabe que con borrachos, drogadictos y prostitutas nunca se puede saber cómo van a resultar las cosas. ¡Mire el policía ese que fue a estacionar su automóvil en medio de las vías! ¡Qué tipo!
“El Interrogador” se dio por satisfecho con esa conversación.
“El Auditor” saboreó el último bocado del foie gras.
—Entonces iremos en búsqueda de la muchacha. Solo una duda, ¿por qué el interés en su búsqueda?
—Tómelo como un pasatiempo. ¿Vale?
—Comprendo.
—Siempre, a buen entendedor, pocas palabras bastan. ¿Va a seguir hospedándose en el hotel?
—No, vuelvo a casa.
—¿Nos volvemos a reunir?
—Cuando tenga alguna novedad o usted lo disponga. Ahora soy un jubilado.
—¡Jubilado! Yo cobro la mínima, ¿sabe?
—Yo soy autónomo.
—Dos pobres viejos con tan magra jubilación. ¡Qué injusticia social! Por suerte supimos ahorrar.
—Me despido. –“El Interrogador” se puso de pie.
—De acuerdo. Vaya, yo tengo que arreglar las cuentas en este magnífico restaurante. Lo del Hotel ya está pago. Hasta la próxima.
—Hasta la próxima.
“El Interrogador” salió lentamente y miró en todas direcciones. No precisó mucho para descubrir desde donde un hombre grababa la conversación con un sofisticado micrófono de cañón, algo que descontó ocurriría desde el momento que comenzó el encuentro con “El Auditor”.
“¿Todo cambia?” Se preguntó. Sonrió al tiempo que movía su cabeza negativamente. “No todo”. Se alejó caminando por la avenida en dirección al hotel.

XXVI. El brillo lejano de una lente le permitió a “El Interrogador” descubrir a un francotirador. No le apuntaba a él, sino a alguien en otro edificio enfrentado al suyo. En la terraza de ese edificio, un hombre manipulaba un sofisticado micrófono direccional, apuntando a la confitería. Había estado grabando la conversación entre “El Interrogador” y “El Auditor”.
En la azotea de un hotel aún más alejado, otro francotirador que podía actuar tanto contra el espía como contra el otro tirador, estaba parapetado y listo para actuar. “El Interrogador” sintió cierta alegría por aquel espectáculo, pero no sorpresa por el operativo de seguimiento a aniquilación.
“El Sindicato”, “La Fuente”, el caníbal, la detective desaparecida, la policía, los políticos comprometidos, cada uno de los que estaban involucrados en la lucha por el negocio del tráfico de órganos, de una u otra manera, podía estar detrás tanto de las órdenes de realizar escuchas como de ejecutar un fusilamiento. Donde sobra el dinero abunda el crimen.
Nadie en este mundo ha hecho fortuna sin matar a los que la poseen o quieren poseerla. Si hay dinero, hay sangre.
Recordó con una sonrisa aquello de que “todo cambia”. La avaricia no ha resultado menos dañina en la antigüedad que en la modernidad. Los avaros fueron siempre iguales, esos no cambian, solo empeoran su vicio.
Por eso para los sicarios siempre habrá trabajo, como para los médicos, como para los sepultureros. Solo había que saber adaptarse a ciertas perfecciones. Si en épocas remotas se mataba con garrotes, con puñales, con balas, ahora podían usarse herramientas más sofisticadas pero igualmente eficaces.
Todo por el dinero. ¡Dinero! El gran dios.
¿Él estaba a salvo? Si y no. Nunca se está a salvo en ese inframundo, pero, y a pesar de antiguos enemigos, sabía que en ese momento no estaba en la mira de ninguna organización, tampoco del “El Sindicato”. Y en cuanto a Dixi, él no saldría de cacería, lo esperaría el tiempo que fuera necesario porque sabía que más tarde o más temprano, “El Interrogador” iría a terminar la partida que quedó pendiente. Para esa oportunidad, Dixi guardaba una botella de la exquisita ginebra Gin Mare, traída de Barcelona por un buen amigo.
En ese momento, mientras caminaba en dirección al hotel para retirar sus pertenencias en la pequeña valija que siempre llevaba a todos lados, sintió un poco de nostalgia. Legítima melancolía.
A todos los hombres, en algún momento de sus vidas, los invade un sentimiento semejante. A veces por personas que han muerto o de quienes perdieron el rastro, por olores familiares que perfumaron la infancia, por el sonido de una voz que nos habló diciéndonos que nos amaba. Lo que amaron u odiaron en algún momento de sus vidas.
Él, en ese instante, deseaba ser invisible, pasar desapercibido, o no más que lo que se percibe una suave brisa o se escucha un sencillo y apagado rumor. No necesitaba un confidente, no lo quería, sí hubiese sido por él, habría elegido un espejo con el que dialogar. Entonces no tendría pudor en decir unas cuantas cosas que había guardado durante toda la vida. Hasta entonces, se había visto necesitado a sumergirse en las propias palabras que le permitían sobrevivir tanto como se sobrevive al álgebra de un sueño.
Sabía que “El Auditor” le mentía descaradamente al tiempo que impúdico lo adulaba. Si bien era cierto que compartían aspectos de los sucesos en los que estaba involucrado, lo hacía solo para entretenerlo, mientras otros, a quienes no conocía, usaban su prestigio para obtener beneficios de los que él no disfrutaría nunca.
Quiso convencerlo de que se apartara de aquellas refriegas. Pero pedirle eso a él, era como pedirle a un soñador que abandone el hábito de dormir para que sueño o pesadilla lo transporten a un mundo onírico irreproducible.
No creía para nada en el fin de la historia de Melquíades Ezequiel Odamxur y no estaba dispuso a dejar de investigar la suerte de aquella que bautizó Muna Morrigan.
No sabía qué aspecto tenía la detective. Muna Morrigan era un acertijo en sí misma. Del antropófago gourmet había un recuerdo íntegro, un rostro revelado por un dibujante forense. Pero de Muna no conocía nada. Haría su trabajo, tal vez más por amor propio que por mandato.

XXVII. “El Interrogador” jamás escribió. Nadie conoció su letra. Tal vez Dixi, en alguna oportunidad cuando gozaban de mutua confianza. Pero ningún otro había visto nunca una sola palabra escrita por el sicario. Ni una letra.
Sus pagos no admitían recibos ni nada semejante. Todo era de palabra y la palabra dentro de “El Sindicato”, era sagrada. Por lo menos la suya. Lo que él prometía, cumplía, y jamás presentó ni recibió queja por algún incumplimiento. En su caso, los pagos eran siempre por adelantado y no era él quien recaudaba el dinero. Varios mecanismos bancarios ideados por Dixi lo ponían a cubierto de cualquier contingencia. Por ello jamás nadie tuvo en sus manos un contrato o recibo firmado por él. Incluso cuando las cosas con Dixi se pusieron realmente mal, el “oráculo” no lo traicionó. Traicionar era un acto abominado en “El Sindicato”. Sus miembros hasta podían matarse entre ellos, pero jamás traicionarse. La traición merecía un juicio inapelable cuyo jurado solían ser los sicarios más encumbrados, aunque él, siendo uno de los más prestigiosos, siempre se negó a participar en esos juicios. “No soy juez, no nací para eso. Soy verdugo”. Y allí terminaba el asunto. “Soy verdugo”. Una verdad irrefutable. En esos juicios la sentencia siempre era pena de muerte.
Cuando “El Auditor” le pidió que escribiera su hipótesis sobre la muerte del supuesto padre de Melquíades Ezequiel Odamxur, se convenció de que el tipo lo tomaba para la chacota. ¿Escribir él un informe? Absurdo. Esa hubiese sido una tarea para Dixi, pero nunca para él. De todos modos, obligó a “El Auditor” a escuchar sus versiones de ese supuesto crimen.
Niños asesinos hubo y habrá. Él conocía todos esos casos, se había interesado vivamente en la criminalidad infantil. Podía nombrarlos sin posibilidad de error. Mary Flora Bell, Eric Smith, Robert Thompson y Jon Venables, Lionel Alexander Tate y muchos otros. Los había estudiado. Todos los homicidios eran cometidos también contra niños y, salvo algún caso diferente por envenenamiento o apuñalamiento a adultos, todas las víctimas eran menores que sus homicidas. La diferencia a favor de los asesinos era crucial para poder cometer el homicidio sin riesgo de que las víctimas pudieran evitar la muerte, escapar y denunciar a sus agresores. El hombre consideraba que esta era una ley natural de los pequeños asesinos. Ser mayor que las víctimas, tener mayor fuerza y mayor determinación.
El supuesto crimen de Melquíades Ezequiel contra su padre refutaba su tesis.
En el prontuario policial se adjuntó un libelo donde se afirmaba que un niño entre 10 y 12 años (edad que calculó “El Interrogador), logró reducir a un adulto en estado de ebriedad y drogado con cocaína, un adulto de mucha mayor talla, al que amarró fuertemente, tapó su boca con un roñoso trapo luego sujetado con varias vueltas de una cinta adhesiva metalizada, lo roció con nafta, empapó con combustible toda la vivienda, le prendió fuego y provocó un pavoroso incendio que no solo acabó con la vida del hombre, sino que destruyó por completo la propiedad. El niño haría huido de amparado en la noche hacia un lugar indeterminado.
Los supuestos involucrados: Melquíades Ezequiel Odamxur, el pirómano homicida, Enrique Pedro Narasise, el supuesto padre, y Alfredo Faustino Narasise y Marta Nuria Florencia de Narasise, abuelos del parricida. Faltaba el nombre de la supuesta madre de Melquíades, hija de dos católicos chupa cirios que salvaron a su hija del oprobio de un embarazo producto de una salvaje violación. También el de la madre adoptiva, la sirvienta, aquella que por dinero habría aceptado pasar por la madre del niño, pero de la que nunca hubo ningún dato cierto.
Para “El Interrogador” los crímenes son menos rebuscados. “A” mata a “B”. Si no “A” y “B” matan a “C” y “D” esconde el cadáver, lo sepulta, lo quema o se lo come. No importa cómo lo haga.
A veces “A”, “B”, “C” y “D” matan a “E”, lo que ya es un crimen en masa, es raro pero ocurre. Se sabe de una cantidad de casos donde un número importante de personas mata a un pobre tipo o a una pobre mujer. Cuantos más asesinos, más fácil es resolver el caso. Bien dice el dicho “dos son compañía, tres son multitud”.
Pero A, B, C, D y E tienen nombre, edad, apariencia física. Existen. Son hombres o mujeres. Hombres asesinos, mujeres asesinas. Cómplices hombres o mujeres cómplices. Son reales.
Las víctimas o son mujeres o son hombres. No hay otra posibilidad. Es algo elemental. La especie humana reconoce dos géneros. No hay ciencia en este asunto. Solo dos. Todo lo que se ha propagandizado en los últimos tiempos sobre una variedad infinita de géneros, para “El Interrogador” eran puro galimatías. Para él, el muerto era hombre o era mujer. Lo demás no contaba para nada. Sus hábitos sexuales podían contribuir para identificar al posible asesino. No para otra cosa.
En el caso de Melquíades solo tenían un relato escrito por alguien nunca identificado, que confesaba que, siendo niño (aunque nunca reveló su edad), había quemado vivo a su padre, quien había violado a su madre, violación de la que él fue el fruto prohibido.
Pero los nombres del supuesto padre y de los supuestos abuelos del parricida, de acuerdo a la investigación de Dixi, eran vulgares anagramas. Que la confusión sobre cuál era la escritura correcta de los apellidos, si Narasise y Narcisse, que constaba en las actas de nacimiento y de matrimonio por un aparente error del notario, no era, sino una señal, una clave, para saber que la flor que identificaba al grupo de traficantes, era un narciso. Luego se supo que no se trataba de cualquier narciso, sino de una variedad de color amarillo. Tal vez esa flor, se usaba para encuentros presenciales y era uno de los modos de que disponían los clientes para reconocer a sus proveedores de órganos.
El propio Dixi dedujo que de los nombres Melquíades Ezequiel, se desprendía una clave que le indicaba a futuros clientes cuantos dólares debían depositar en alguna cuenta para ser admitidos en una lista de espera para un trasplante clandestino (o no tan clandestino). Si el enfermo no disponía de mucho tiempo de vida, o tenía el capricho de trasplantarse pronto porque había planificado bellas vacaciones en una playa exótica, debía elegir la compra de un libro, y cuanto más raro fuera el libro, más urgente era el caso. El libro por excelencia para las grandes urgencias era “El Necronomicón”, de H.P. Lovecraft, que como todos saben, no existe, fue un invento del propio Lovecraft.
Él, que no era un erudito en literatura, suponía que solo un escriba de una agencia de inteligencia podía inventar semejante historia que algunos despistados podían dar por cierta.
Todo era demasiado irreal. Hasta ridículo. Así pensaba “El Interrogador”. Y no fue que “El Auditor” le negó razones, pero con denostar una historia no se demuestra nada. ¿Entonces?

XXVIII. Una de las hipótesis del “El Interrogador” era que la mujer de quien ni siquiera se sabía su nombre, nunca fue violada. Por el contrario. Tuvo una amorosa y breve relación con un hombre que bien pudo haberse llamado Enrique Pedro.
La muchacha era hija de una familia acomodada. Si pudieron comprar la voluntad de una sirvienta para que asumiera una maternidad que no le pertenecía, era válido permitirse especular que no fue poca la suma que debieron darle a la impostora.
Controlar a una apasionada hija enamorada no siempre se puede. Esperará su oportunidad, pero en alguna ocasión logrará escapar y se encontrará con el amor de su vida. Por lo menos ella debió creer que se trataba de un amor semejante. En cambio, el hombre, solo estaba bien dispuesto y disponible y no iba a rechazar la posibilidad. “Aprovechate gaviota que no te verás en otra”. Simple como las cosas simples.
Como se reproducen los humanos no tiene novedades. Óvulos y espermatozoides. Inseminación natural o artificial. No importa.
En la inseminación natural, a veces hay pasión, hay deseo. A veces solo se trata de un coito, pero las consecuencias pueden ser las mismas.
Un hombre eyacula dentro de una mujer y millones de espermatozoides nadan a través del tracto genital femenino y llegan hasta las trompas de Falopio, lugar donde se encontrarán con el óvulo.
Uno de ellos, el mejor, interaccionará con el óvulo y tendrá lugar la fecundación del embrión. Así desde el comienzo de los tiempos.
Luego de algunas semanas, el cuerpo de la muchacha empezó a evidenciar los cambios. No puede comer, tiene náuseas, no menstrua. La madre, la abuela y la sirvienta, todas ellas con larga experiencia, descifran que el malestar no es estomacal, concluyen que la muchacha está embarazada. Estalla el conflicto. Lo importante es que no se entere el padre todavía. Rezan, juntas. Pero rezar no aborta. Y abortar, para la familia, es pecado mortal.
La hija jura que el hombre con el que ha tenido relaciones la ama con sinceridad. Al cabo de unas semanas descubrirá que no es así. No solo no la ama, sino que le echa la culpa por embrollarlo en un embarazo que nunca estuvo en sus planes. La chica está desconsolada. La madre ya debió confiarle la nueva mala al esposo. El padre sufre un ataque de ira, pero no insulta ni agrede a su hija. Ella está en cinta.
Padre y madre quieren saber quién es y dónde es que vive ese hijo de puta. La muchacha desconsolada por la traición de quien creía era el amor de su vida, les da la dirección.
Aquí, para “El Interrogador” caben dos posibilidades. Una, probable, es que fueron los padres de la muchacha quienes llegaron a la casa del varón para exigirle que se hiciera cargo de su paternidad. Este, como no cabía otra posibilidad, se negó rotundamente. No solo se negó, sino que acusó a la muchacha de ser una “pendeja calentona”. Eso no hizo más que encender el odio en el padre. Tal vez, y especulando, “El Interrogador” creía que la discusión fue subiendo de tono hasta tornarse muy violenta. Insultos, gritos, amenazas.
Cualquier objeto contundente es muy útil para romper la cabeza de un hombre que insulta a la hija de otro, la llama “puta barata” y “putita” y “cómo sé que es mío”, y encima le deja un hijo en el vientre. Pasa lo que debe pasar, con ese objeto que pudo ser un atizador de hierro, un mazo de dura madera, un martillo de lustro acero, algo duro y penetrante, el padre le asesta uno, dos, tres, cuatro golpes, hasta que rompe el cráneo del libertino y asoma entre los huesos rotos y empapados en sangre un pedazo desgarrado de cerebro.
El hombre cae muerto. No hay más gritos. Solo silencio. El silencio de la muerte es espeso. Un charco de sangre corre en dirección al homicida. La madre de la joven, lleva su mano a la boca no porque quisiera gritar, sino porque el espectáculo le provoca náuseas. Vomita sobre el cadáver.
Sobreviene la pregunta inevitable, ¿qué hacer con el muerto? Nunca la propuesta es llamar a la policía y entregarse. Jamás, mucho menos si se trata de un matrimonio católico apostólico romano. Hay que resolver y luego orar.
Deshacerse de un cadáver trae muchos problemas. Moverlo, trasladarlo, enterrarlo o incinerarlo. Moverlo no es posible, ¿a dónde lo llevarían? Enterrarlo, tampoco. No tienen un espacio de tierra donde hacer una sepultura y tampoco pueden fraguar un muerto de la familia para esconderlo en la bóveda familiar.
Lo más seguro es la incineración. No en un horno crematorio, eso nunca estuvo en consideración. A ese recurso solo se accede por legítimos procedimientos. La decisión fue tomada y no hubo vacilaciones. Hay que quemar el cuerpo.
Por suerte el “maldito hijo de puta” vive solo. Es una ventaja. El plan se discutió ahí mismo, junto al cadáver.
Por la noche volverá el padre con una buena carga de bidones de nafta, rociará el cuerpo, regará todas las casa y le prenderá fuego. No quedará nada.
Esto fue lo que en definitiva ocurrió. Una casa en la periferia de la ciudad, un lugar poco transitado en una época en que no había cámaras. El riesgo mayor eran esas viejas chismosas que espían por las mirillas de las puertas a sus vecinos y vecinas. Pero a las tres de la mañana todas esas alcahuetas estarían durmiendo.
El padre herido en su honor, se ocupó en persona de cargar en distintas estaciones de servicio los bidones de nafta que necesitaba para la cremación. Para no llamar la atención, no completó esa carga en un solo día, sino en dos. La descomposición del cadáver sería importante, pero el hombre calculó que el olor nauseabundo de la carne humana podrida no podía haber salido de la casa, la que había dejo herméticamente cerrada.
Como lo planeado, la segunda madrugada luego del homicidio, llegó con la carga. Entró con discreción. Sentó al cadáver ya descompuesto en una silla mecedora y lo ató. Simular un ajuste de cuentas era, a su criterio, una buena idea. Si algo no salía del todo bien, inducir a creer que se trató de una venganza por negocios era acertado.
Roció el muerto con el combustible, luego todas las habitaciones y, finalmente, dibujó un río de nafta hasta la salida. Una vez afuera, encendió el hilo de combustible que corrió a gran velocidad hacia el interior de la casona y una generosa explosión precedió a una enorme llamarada amarilla que se esparció a una velocidad extraordinaria. El hombre huyó. Estaba seguro de que nunca fue visto por nadie. Y tuvo razón. Los primeros que despertaron por el humo del incendio, lo hicieron cuando la casa estaba envuelta en llamas. Ellos llamaron a los bomberos que llegaron rápido, pero no tan rápido.
De la casa no quedó nada. El techo se derrumbó porque el fuego destruyó todas las vigas que lo sostenían. Apagar el incendio les llevó muchas horas.
Los peritos pudieron revisar el lugar luego de muchas horas. Debieron esperar que se apagaran todas las brasas y el metal fundido no los quemara.
De la víctima no quedó nada. ¿Cómo se llegó a la fábula del supuesto muerto Enrique Pedro Narasise o Narcisse? Eso ya fue obra de “La Fuente”. En las alturas del poder, se pueden cosas que en el llano los hombres y mujeres comunes ni siquiera imaginan.
“La Fuente” supo del incendio, también de la investigación judicial. Para “El Interrogador” a esa altura todo era más sencillo. El fiscal o el propio juez integraban “La Fuente”. En “El Sindicato” se sabía que en esa organización había un Cortesano, uno que regenteaba prostíbulos en una rica zona de la ciudad.
Un fiscal no es costoso, se compra con poco dinero. O por promesas de rápidos y fulgurantes ascensos. Luego, quid pro quo, y el mecanismo se aceita cada vez más y la familia judicial se agranda. La impunidad se nutre de esas perversiones.
Policías corruptos, fiscales corruptos, jueces corruptos, políticos corruptos. No hay ningún secreto.
“El Auditor” quedó algo sorprendido por la historia. Pero más aún cuando “El Interrogador” le dijo que tenía un obsequio para él.
—¡¿Para mí?! ¡Maravilloso! Nunca imaginé que sería merecedor de un obsequio de su parte.
“El Interrogador” lo miró con suspicacia.
—¿Le gusta la buena música?
—¡Por supuesto! Nada como el tango.
—Bueno, esto es algo diferente.
Sacó del bolsillo de su saco un CD. Suponía que el otro tendría un lector de CD.
—¿De qué se trata? –“El Auditor” estaba realmente intrigado.
Era un disco de Pynk Floyd. La carátula era negra, en medio un triángulo equilátero cuya base y lados eran de color blanco y del que salía, de un lado, una delgada línea blanca, y del otro, una línea más gruesa compuesta con los colores del arco iris. Impreso un nombre, “The Dark Side of the Moon”. Se lo entregó como si tratara de un pequeño tesoro. El hombre observó la caja del CD con mucha atención.
—¿Qué clase de música?
—Rock. Pynk Floyd, viejo conjunto de décadas pasadas. El disco se llama “The Dark Side of the Moon”.
—¡Ah! “The Dark Side of the Moon”, comprendo. Diría alguien “esto no es moco de pavo”.
—En absoluto. Espero lo pueda disfrutar. –“El Interrogador” amagó levantarse. El hombre sujetó su brazo.
—Pero usted me dijo que tenía dos hipótesis, y solo me ha relatado una.
—Es cierto. –Vaciló.
Luego de un momento de duda, mirando a los ojos de “El Auditor” pero no desafiándolo, le dijo “para más adelante, estoy muy cansado”.
“El Auditor” lo dejó partir. Mientras salía por la puerta principal en dirección a la calle, gritó:
—¡Gracias por la historia y por el disco! ¡Qué descanse!
—Gracias por su paciencia. Que lo disfrute.
—Hasta pronto.
—Hasta pronto.

XXIX. La historia que le contó a “El Auditor” no era ni por asomo lo que “El Interrogador” pensaba. El regalo del disco “The Dark Side of the Moon” fue un mensaje que el hombre entendió a la perfección. Sabía que muchas veces las opiniones no se daban en forma directa porque ello comprometía mucho más que una posición. Así que un libro, un disco, o lo que sirviera para dar a entender el mensaje que se deseaba hacer saber, explicaban mejor una opinión o un dato revelador. “The Dark Side of the Moon” significaba que “El Interrogador” sabía que todo en lo que “El Sindicato” lo había involucrado aprovechándose de su precaria situación a partir de que fue sancionado, no mostraba el lado oscuro de la realidad. Y eso es lo que importaba, “The Dark Side of the Moon”.
No era cierto que tenía dos hipótesis. Tenía una sola. Lo de las dos hipótesis solo lo dijo para entretener al enviado de “El Sindicato”. De haber dicho lo que pensaba, “El Auditor” hubiera salido corriendo a alcahuetearlo y las cosas se hubieran complicado a la brevedad.
Si Melquíades Ezequiel Odamxur, debía ser un hombre de unos cincuenta y cinco años de edad al momento de descubrirse sus supuestos crímenes, y el fatal incendio ocurrió cuando era un niño de entre 10 y 12 años, ese incendio, debió producirse en la década del 80, año de la gran expansión de la droga en el país. Fue el resultado del negocio entre V&M, como se lo conoció. Un negocio binacional entre dos dictaduras. Él lo conocía muy bien, porque en ese entonces fue contratado en varias oportunidades para “realizar algunas tareas de saneamiento”. También fue el año en que empezó a considerarse en escala el negocio de la trata de personas. No porque no existiera desde hacía décadas. Desde principios del siglo pasado, cuando se cargaban los barcos con jóvenes europeas pobres, generalmente campesinas, para prostituirlas en los burdeles de Buenos Aires y divertir a los hijos de la oligarquía, esos que “tiraban manteca al techo”, si no porque se lo valoró como una de las fuentes más prometedoras de ingresos fáciles. Droga, trata, contrabando. La ecuación cerraba con armas que solo podían obtenerse en las bodegas oficiales y por eso estaban bajo el estricto control de fuerzas militares.
“El Interrogador” conocía en detalle el crecimiento exponencial de los negocios que pactaron V&M. Como era un hombre de pocos amigos o casi ninguno, muchas veces recorría la ciudad en solitario procurando memorizar en detalle la geografía citadina, algo muy importante para el éxito de sus trabajos. Conocía bien la zona donde estaba la casona que fue incendiada.
Se trataba de un lugar de tránsito desde y hacia la ciudad. Un territorio en el que solía abundar aguantaderos y depósitos que muchas veces vinculaban el narcotráfico, la trata y el pirateo en las rutas.
“El Interrogador” sospechaba que quien en verdad dirigía ese negocio era la mujer a la que se la presentaba como víctima, la supuesta madre de Melquíades Ezequiel, el antropófago gourmet.
Años atrás, otro sicario le comentó de una “mina brava, fea como una patada en las bolas”, a quien habría conocido por accidente, que dirigía importantes operaciones de contrabando y trata. Según ese sicario, era quien tenía a su cargo llevar adelante algunos de los negocios que acordaban los dueños del poder. La mujer conocía y dominaba el territorio en el que le tocaba actuar, además de una crueldad y un coraje que la hacían invulnerable. Se comentaba que ella misma realizaba ejecuciones para dejar en claro quién era el verdadero jefe. Y no había error en el uso del masculino porque a ella todos la llamaban “el jefe”, eso hizo, durante mucho tiempo, que sus contrincantes buscaran eliminar del negocio a un hombre y no a una mujer.
Uno de los procedimientos que ella solía usar para ajusticiar a sus enemigos y a aquellos que se atrevían a desobedecer sus órdenes era quemarlos vivos. Cruel pero efectivo. “El Interrogador” no aceptaba el uso sistemático de ese método porque establecía una vara muy alta para las ejecuciones de oponentes y de los que habían defeccionado. ¿Si a un insignificante traidor o desobediente se lo quemaba vivo, qué cabría para los que cometieran faltas realmente graves? La tortura era un mal designio al que a veces hasta el más cándido se ve empujado, pero el uso no reclama abuso. Cuanto más violento es el castigo, produce en lo inmediato temor, pero incuba un sentimiento de odio que crece con el tiempo hasta consumarse en una premeditada venganza.
Para él, ese castigo era una exageración para imponer el terror como método para obtener fidelidad. Pero la fidelidad basada en el terror es efímera, dura lo que la cobardía dura. Cuando el temor es superado por el coraje, el terror encuentra su límite y comienza un período de resistencia que acabará más tarde o más temprano con quien ha hecho del terrorismo su método de lucha por excelencia.
Por estos datos que conocía confidencialmente, es que estaba convencido de que la historia real del hombre que murió quemado vivo en una casona que fue devastada por ese incendio, tenía que ver con un ajuste de cuentas entre ese hombre y quienes él representaba y “El Jefe”, la mujer más temida en el inframundo de la delincuencia.
La inmensa mayoría de los hombres y mujeres que estaban a su servicio no conocían a “El Jefe”, ni sospechaban que se trataba de una mujer. Algunas veces se había atrevido a pasear entre ellos con un balde y un trapeador, haciéndose pasar por una sirvienta que se ocupaba de la limpieza de los antros que regenteaba “El Jefe”. Eso le permitía semblantear a sus matones, verlos actuar, escucharlos, hablar y eso fue la razón de muchos ascensos en la jerarquía criminal, pero también de muchas ejecuciones. Quienes murieron a sus manos, la conocieron en el preciso momento de su ejecución, pero muchos murieron incrédulos, creyendo que esa mujer nunca podría ser el jefe de nada y era solo una secuaz que se ocupaba de cumplir las sentencias dictadas por el verdadero cabecilla.

 

XXX. No era una linda mujer, era decididamente fea. Así la describió el sicario confidente. Desaliñada, lo que resaltaba su falta de belleza. No se peinaba, estaba siempre desgreñada, no se maquillaba ni vestía bien. Nadie que se topara con ella podía ver en esa persona a una asesina inescrupulosa. Hablaba en voz muy baja, a veces inaudible, de manera que era muy difícil escuchar lo que decía. Así provocó numerosos incidentes, porque cabía siempre la posibilidad de que sus subordinados no escucharan qué orden les dio o qué les estaba pidiendo. Todos sabían que a aquel que cometiera un error lo esperaba la muerte por el fuego. Por eso cuando ella le hablaba al reducido séquito que la conocía, se hacía un silencio absoluto, crucial. Todos permanecían callados, ninguno murmuraba ni una palabra, evitaban toser o estornudar, respiraban apenas e, incluso, parecía que los corazones dejaban de latir para que no oyese el sonido apagado de sus latidos. Tenía una actitud apocada, siempre la cabeza gacha, caminaba mirándose los zapatos, unos zapatones baratos que había comprado en una feria americana. Lucía siempre encorvada, deliberadamente encorvada para transmitir la sensación de que se trataba de una mujer agobiada. Sus ojos eran tristes y al mirarlos, se tenía la sensación que se echaría a llorar desconsoladamente. Alguien la describió con el aspecto de una vieja sirvienta, una criada que iba a ser descartada en cualquier momento. Vivía en una barriada humilde. Cuando las escasas veces que podían los vecinos hablar con ella, tenían la sensación de que era algo estúpida, una mujer influenciable que padecía un delirio místico. La provocaban para que hablara de las apariciones de ángeles y santos que veía en distintos lugares y a cualquier hora en medio de enormes llamaradas, y sus relatos eran tan patéticos que alimentó aquella falsa impresión de idiotez. Así la tenía catalogada la policía, una imbécil que vivía de lo poco que gana limpiando casas ajenas de las que nunca nadie supo sus direcciones. Una mujer de inteligencia limitada que creía ver ángeles y santos que la visitaban casi a diario para transmitir por ella cruciales revelaciones que nunca nadie pudo descifrar. Esa parodia le permitía pasar desapercibida. Jamás un error en su actuación. Era un artista extraordinaria y esa capacidad de representación, de crear un personaje absolutamente falso, pero creíble, demostraba su inteligencia y un histrionismo sumamente elaborado. Quienes la conocían y padecían, afirmaban que era una mujer muy inteligente, una gran organizadora a la que nunca se le escapa un detalle. De memoria fotográfica, no precisaba llevar anotaciones de todo lo que estaba bajo su responsabilidad. Cantidades y calidad de drogas, líneas de distribución y lugares de recepción, control de toda la compleja logística del mercadeo de estupefacientes. También del extendido sistema delictual creado por ella para el robo en las rutas, el asalto a blindados y cajeros bancarios. A la trata de personas para la esclavitud sexual y laboral le prestaba particular atención. Y cuando se abrió el mercado del tráfico de órganos fue la primera en establecer medios y objetivos que llenaron de satisfacción a sus superiores. Con ella, “La Fuente” tenía un negocio seguro y bien protegido. La mujer de apariencia desagradable, aquella por la quien nadie daría un peso, la idiota, la desquiciada que padecía visiones religiosas, era una mujer temible, inteligente, manipuladora y carente de todo sentimiento. Ella no reconocía sentimiento alguno, no mostraba empatía con nadie. Era “El jefe”, alguien que nunca pudo ser atrapada y de la que se ignoraba si había muerto, si la organización la había destinado a trabajos más importantes o servía a otros amos del poder. Ella tenía un ladero que la seguía a todas partes, tal vez su amante o a quien usaba para satisfacerse sexualmente. Era un asesino a sangre fría. Él sí se exhibía como un macho feroz, alardeaba de su criminalidad y era quien en la mayoría de las ejecuciones preparaba todo lo que “El jefe” necesitaba para prenderle fuego a sus víctimas. Disfrutaba de esas ejecuciones. Él y la mujer eran las dos caras de la luna, las dos caras del diablo. Aquello de Shakespeare de que “el infierno está vacío y todos los demonios están aquí”, resultaba cierto con “El jefe” y su ladero. El tipo, entre los esbirros y a sus espaldas, era apodado “Lunes (4)”; los más osados lo llamaban “Menstruación (5)”. Las burlas eran en secreto y en voz baja porque abundaban los alcahuetes. Pero nunca se apodó a “El Jefe”, nadie se atrevió a ello. “El Jefe” era sencillamente “El Jefe”. Fue muy probable que la mujer permitiera ridiculizar a su lacayo porque eso reafirmaba su liderazgo.

XXXI. Por lo que pudo saber “El Interrogador” todo se fue al demonio una mañana muy temprano. “Lunes” ejecutó a varios hombres y secuestró a una prostituta quien acabó muerta.
Solo tenía que llevar un recado de “El Jefe”, nada más. Una diligencia rápida y segura.
Al principio todo parecía que al tipo se le había soltado la cadena. La droga, el cansancio, la presión tal vez lo desquiciaron. A medida que se fueron conociendo detalles quedó claro que no tuvo que ver con ningún desvarío.
Él debía hacer un trabajo de acuerdo a la orden que le dio “El Jefe”. Era un trabajo simple. Un mensaje a otro jefe. Ir, entregar el sobre que estaba prolijamente cerrado y volver. Nada más.
A “Lunes” le pareció una humillación. Un mandado propio de una mucama y no para un tipo de su jerarquía.
No quiso que nadie lo acompañe a pesar de que “El Jefe” le ordenó elegir a alguien para que no fuera solo. “¿Qué soy un boludo que ni siquiera puede llevar un mensaje sin que otro me controle?” Así pensó. Por eso se fue sin elegir acompañante. Pero no fue directo al lugar indicado, decidió pasar por un lupanar. Había en ese burdel una prostituta nueva, una niña de apenas catorce años capturada en Paraguay, una belleza de la que todos hablaban. La conoció un par de días atrás, y el muy imbécil se enamoró de ella. ¡Enamoró! ¡Qué absurdo! La chica sobreviviría algunos meses, tal vez seis como mucho, una vez que todos los ricachones se la pasaran, la descartarían igual que hicieron durante años con muchas otras. Tenía fecha de vencimiento.
El burdel no estaba en dirección al lugar a donde debía llevar el mensaje, sino en sentido contrario. Así que primero decidió hacer un alto para desayunar. Se lo merecía. Se había tenido que levantar a las cuatro de la mañana luego de un día de trabajo que se extendió más allá de la medianoche. No había podido cenar. No se había podido bañar. Estaba hambriento y cansado. No podía presentarse como un zaparrastroso, pareciendo un indigente. Así no podría acostarse con la niña. Luego de una hora de viaje se detuvo en un parador. Allí empezaron los problemas. 

XXXIII. No debió beber ginebra, menos en cantidad. No satisfecho con el alcohol, encendió un porro y lo fumó delante de todos los parroquianos, provocándolos. Los hombres optaron por retirarse. No había mujeres en ese momento, por la hora, estarían ocupándose de sus hijos para llevarlos al colegio o alistándose para ir a trabajar.
“Lunes” sintió que podía hacer lo que quisiera. Robar el dinero de la caja era una buena opción.
—Otra ginebra –su tono exigente disgustó al hombre que atendía el mostrador que evitó darle lugar al borrachín para una pelea. Desde la cocina se oyó claramente “tranquilo amigo, ya le van a servir”.
“Lunes” respondió a los gritos “tranquilas mis bolas. ¿Algún problema?”. Una voz sin rostro dijo “ninguno Don, beba y váyase por donde vino”.
Era esperable la respuesta, “me iré cuando se me canten las pelotas” Miró al hombre detrás del mostrador y le exigió que le entregara todo el dinero de la caja. “No hay nada, señor, recién comenzamos a trabajar”. “Lunes” se enfureció y gritó, “entonces sacá plata de tu culo o yo te la voy a hacer cagar a patadas”.
Por el fondo del boliche, uno de los empleados, un chico de 15 o 16 años no más, salió para avisar a la policía de la presencia de un ladrón y borracho peligroso.
“Lunes”, que estaba borracho y drogado, pero atento, apenas oyó el ruido de la puerta trasera, salió disparado en dirección al fondo. Pescó al pobre muchacho a pocos metros de la salida que daba a un terreno baldío. Sin más le disparó a la cabeza. El chico cayó muerto al instante. No pensó en otra cosa más que en matar a los otros dos del boliche. Y lo hizo. A cada uno les metió una bala en la cabeza. Todo se había echado a perder. “Lunes” sabía que no pasaría mucho tiempo en que “El Jefe” se enteraría del desastre y lo cazaría como a un animal.
Vació la caja en la que no había más que unos pocos pesos, se cargó dos botellas de ginebra y abandonó el boliche. Subió a su Chevrolet 400 Rs Drag. Era hora de ir al prostíbulo a buscar a la nena, esa de la que se había enamorado.
¿Por qué empezó a lagrimear? El mismo se dijo “soy un sentimental”. ¿Y eso qué arreglaba? Tres muertos en cinco o seis minutos y la nota todavía no había llegado, y no llegaría nunca a destino. Millones de dólares en juego y el hombre llorisqueaba porque era un “sentimental”. ¡Se había enamorado de una prostituta!
Aceleró todo lo que pudo. La policía había recibido el llamado de un cliente del boliche, quien habría llegado para beber un café y se encontró con los todos los empleados muertos.
Pero la policía se tomó su tiempo en ir a ver de qué se trataba. “El Interrogador” suponía que los tipos sospecharon quienes estaban involucrados en ese desastre y optaron primero por informar a “La Fuente” lo sucedido. “El Jefe” debe haberse enterado unos cinco minutos después de que la policía dio el aviso. Uno de los esbirros averiguó que “Lunes” se había ido sin compañía. “El Jefe” mandó decir “encuéntrenlo”. Eso fue todo. 

XXXIII. “Lunes” no encontraba el camino al prostíbulo. Hasta que dio con la dirección correcta pasaron largos minutos.
Uno de los sicarios a sueldo de “El Jefe” sabía de la calentura del tipo con la “paraguayita” del puterío y sugirió ir directo allí. Un emisario informó que “El Jefe” estaba de acuerdo, que seguramente ese imbécil se había ido a echar un polvo antes de que lo metieran en una hoguera con una braza ardiente en el culo. “Vayan”, les ordenó. Salieron cuatro matones a buscarlo. Mientras tanto, un administrador de “La Fuente” le ordenaba a la policía no detener a “Lunes”, solo seguirlo y esperar a que llegaran los hombres que iban en su búsqueda.
“Lunes” no era estúpido, sabía que había quemado su vida en menos de dos horas, él que hasta ese fatídico momento era el preferido de “El Jefe”. ¿Cuántos trabajo hizo para él? Muchos. Robos, matanzas, secuestro. De todo. “Hice de todo”. Y era cierto. Pero eso no le daba autoridad como para que matara a tres infelices, se escapara a toda velocidad hacia un prostíbulo para encamarse con un putita de estreno y hacer caer un negocio.
Llegó al prostíbulo, lo estaban esperando. El proxeneta dejó a la muchachita sola en el salón recibidor y él y todas las demás prostitutas se refugiaron en las habitaciones superiores a las que “Lunes” no podía ingresar. Los matones enviados por “El Jefe” llegarían al lupanar en cuestión de minutos.
La muchachita temblaba de terror, no podía moverse, sus piernas no le respondían. “Lunes” entró a los tumbos. En el camino, mientras manejaba como un desquiciado, se había tomado casi una botella más de ginebra, así que estaba completamente borracho. No pudo contener su vómito. La chica vio cómo también se orinaba encima.
“Nos vamos”, fue todo lo que dijo cuando la tomó de una mano y la arrastro para afuera. Ella no pudo resistirse y no dejó de temblar en ningún momento.
La metió a los golpes dentro del auto. La arrojó en el asiento trasero. Él se acomodó en el del volante, revisó sus bolsillos pero no encontraba la llave. Apuntó a la muchacha con su arma y le dijo “acá morimos juntos”. Ella empezó a llorar sin consuelo.
Nunca pudo poner en marcha el auto. Sus captores llegaron. Uno de los matones abrió la puerta y lo sacó de los pelos. “Lunes” cayó al piso y el tipo le puso el pie sobre la cabeza. Mientras lo mantenía así, le hizo una seña a otro matón quien entró al puterío. Allí habló con el proxeneta. Nadie escuchó lo que hablaron, los únicos que supieron de esa conversación fueron el matón y el tipo que regenteaba el prostíbulo.
Salió a la calle. Agitó su mano indicando “no” en dirección al tipo que mantenía a “Lunes” contra el piso, luego movió su cabeza afirmativamente. El otro llegó donde la muchachita, se asomó por la ventanilla del asiento trasero y le disparó a la cabeza. La chica murió al instante.
El que tenía apresado a “Lunes” le dijo “Menstruación, se murió tu amor, pelotudo, ahora sos viudo”. “Lunes” estaba obnubilado. No había manera de saber si entendió lo que le dijo el sicario.
Entre los matones lo cargaron en el auto. Al otro, al Chevrolet 400 Rs Drag, uno de los esbirros lo roció con nafta, también empapó con combustible el cadáver de la chica, y luego le prendió fuego. Para cuando llegara la policía quedaría poco del coche y casi nada de la muerta. Nunca se sabría de quién se trató.

XXXIV. “El Interrogador” sospechaba que en esa casona donde supuestamente Melquíades Ezequiel Odamxur asesinó a su degenerado padre, de acuerdo a la historia aceptada, fue donde “El Jefe” torturó durante horas a “Lunes” hasta matarlo. El proceso era tan cruel que los pocos admitidos para presenciar la sentencia debieron hacer un gran esfuerzo para tolerar lo que veían.
No ocurrió que el vecindario no supo que algo estaba pasando en esa vivienda. Los gritos del torturado se oían a metros a la redonda. Los llamados de los vecinos a la policía para advertir que algo terrible estaba ocurriendo en ese lugar, fueron inútiles. Uno, dos, tres, diez llamados y del otro lado de la línea la respuesta era siempre la misma “¿es seguro que escucha gritos? ¿No lo habrá soñado? Ya sale un patrullero para allá, ¿Dónde me dijo que era?” El patrullero llegó cuando el incendio devoraba la casa. Alguien se ocupó de avisar a los vecinos que era mejor que no hablaran porque todo lo que cada uno de ellos imaginaba ocurrió dentro de la casa, les iba a suceder a cada uno pero peor. La amenaza surtió efecto. Nadie oyó ni vio nada. Despertaron cuando el incendio ya era generalizado y el calor derrumbaba el techo al quemar las vigas que lo sostenían.
Estaba seguro de que la detective desaparecida, esa que bautizó Muna Morrigan, estaba muerta. Ella debió descubrir algo de esta pudrición y decidieron matarla convirtiéndola en una antropófaga enamorada del foie gras que un inexistente Melquíades Ezequiel Odamxur elaboraba usando 400 gramos de hígado humano de por lo menos sesenta y tres víctimas que él solo había enamorado, secuestrado, asesinado y desaparecido.
El único que seguía buscando al fantástico gourmet del foie gras era M, quien estaba cada día más desquiciado, intoxicado con esa droga que resultó el manjar de la cocina francesa.

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1 y 2) Jorge Luis Borges, del poema «La luna».

3)  En el legajo policial el apellido estaba escrito de dos formas diferentes lo que
llamó la atención de “El Interrogador”.

4) Lunes: nadie quiere que llegue.

5) Menstruación: cuando viene molesta y cuando se va es un alivio.

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