Después de cantar en la terminal de buses, con una guitarra remendada, el joven estudiante se sentó en su habitación, junto a una ventana que mira hacia los cerros cercanos a la ciudad.  En una mesa rústica convertida en escritorio había extendido el dinero ganado. Un gato ronroneó desde un tejado cercano. Sentado en un butaco hizo cuentas con el dinero y sonrió, luego se quedó absorto escudriñando el cielo nocturno.  Casi cada noche el joven se encaramaba en la ventana, se sentaba en el filo y disfrutaba la sensación de caer sobre el fondo del universo, llevado por el impulso de acercarse a esos cientos de ojos titilantes que le devolvían la mirada.  Solo era un punto insignificante en la periferia de la galaxia.

Una noche, de niño, mientras regresaba a la casa después de dar un paseo con su perro, hubo un apagón de energía en toda la ciudad. Esa repentina oscuridad, con el firmamento despejado y nítido, le reveló por primera vez la colosal inmensidad del pedazo de cielo que le cabía en los ojos. Durante esa misma noche soñó que caía en un pozo profundo de aguas cristalinas. Podía respirar, como si tuviera una escafandra invisible que convirtiera el agua en aire. Pero la corriente lo arrastraba hacia la oscuridad. Empezó a sentir una mezcla de curiosidad y espanto que lo ahogaba cada vez más. Cuando despertó se encontró debajo de la cama, sin poder respirar bien, envuelto por el cuello en sus propias cobijas. Desde esa vez, la fascinación por el cielo nocturno creció paralela a un miedo visceral a los espacios estrechos y oscuros, en especial si estaba solo.

Aun niño, su madre en un cumpleaños le regaló una guitarra y unos cuadernillos para que aprendiera a tocar.  Emocionado, en solo un par de semanas ya rasgaba notas, sentado en el borde de la ventana de su habitación.  A medida que crecía, adquirió mayor destreza con la guitarra.  Empezó a sorprender a su madre y su mascota con canciones propias que cantaba a la hora de la cena. Se hizo popular llevando siempre su guitarra en un estuche negro sobre la espalda.  En el colegio animaba las celebraciones y los encuentros, hasta que un día lo estremeció la muerte de su perro, que se había hinchado por un cáncer terrible y hubo que sacrificarlo.  Eso lo alejó de todo.  Y no pasó un año cuando su madre también enfermó gravemente de los huesos y apenas si lograba sentarse en la cama.  El joven, aun adolescente, tuvo que hacerse cargo de ella y así fue que empezó a cantar en la terminal de buses.  Incluso llegó a faltar días seguidos a clases, por dedicarse a cantar durante toda la jornada y reunir lo suficiente para sostener a su madre.  Logró avanzar en el colegio a pesar de las dificultades, pero a un mes de la ceremonia de graduación su madre falleció.  Del dolor y la rabia por la pérdida estrelló su guitarra contra la mesa en su cuarto.  La guitarra se rajó.

El joven enterró a su madre y recibió su diploma de bachiller con una mención de honor.  Al ver la guitarra rota, reparó la hendidura con un trozo de alambre fino.  No sonaba igual pero sirvió.  Volvió de nuevo a trabajar con su música, cantó durante una temporada en la terminal de buses, como una forma de conseguir dinero para iniciar estudios de música en el conservatorio.

Una noche, al regresar a casa, extendió el dinero ganado en una mesa rústica convertida en escritorio.  Sentado en un butaco hizo cuentas con el dinero y sonrió.  Se encaramó en la ventana y se sentó en el borde escudriñando el cielo nocturno.  Una lluvia de estrellas sacudió la noche.  Alborozado por el espectáculo, el joven perdió el equilibrio y cayó al vacío.  Bajo la ventana había un espacio muy oscuro y estrecho, entre un muro exterior y la pared de la casa.  El joven se golpeó la cabeza contra el muro y quedó atrapado boca arriba, mirando inmóvil como caían los ojos del universo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS