capítulo 3 – Otoño de hojas caídas

capítulo 3 – Otoño de hojas caídas

Soledad Godoy

05/01/2023

Dejó de escuchar el ruido de la ducha. Con pesadumbre giró la cabeza y miró el reloj. La una. Podía dormir un poco más, total “El manifiesto comunista” es cortito y se diseña rápido. Se sacó la sábana de encima que se le pegaba al largo cuerpo sudoroso de calor. Se durmió rápido abrazado a la almohada, pero sólo por un instante porque una chica desnuda se le sentó encima. Estaba teñida de pelirroja y tenía las tetas grandes. Sólo por instinto el Tano le apretó un pezón. Le gustó. Buscó el otro con la boca. Estaban duros.

Cuando quiso acordar estaba arriba de la colorada desesperado de deseo. No sabía cuanto más podría esperar. La puso encima suyo e intentó no mirarla. Fue repentino, como por acto de magia: los grititos correspondientes y la sonrisa satisfecha. Él se liberó inmediatamente y se levantó para prender un cigarrillo. Encontró sus boxers al lado de la cama y se los puso. Después fue a la cocina a poner la pava al fuego. Tomó un trago largo de una botella de gaseosa que resultó ser fernet de la noche anterior. No fue tan desagradable como se hubiera esperado. Prendió la computadora y con el mate ya listo se sentó a trabajar un tanto desanimado. Realmente le estaba empezando a aburrir ese proyecto. Los números no ayudaban, la buena suerte no aparecía y además ya le cansaba diseñar libros tantas horas por semana. “Tengo que pensar. Fácil y que de plata. En dependencia nunca más.”

Aproximadamente una hora después estaba pensando que tenía hambre cuando escuchó su nombre. Se dio vuelta extrañado. Era la colorada. Estaba vestida y con la cartera colgando.

―Me voy.

―Perfecto, porque yo justo bajaba para ir al almacén.

Ella lo miró con odio pero no respondió. Esperó a que abra la puerta golpeteando el piso con un pie. A él no le molestó.

Cuando estaba cruzando el umbral de la puerta el Tano se dio cuenta de que estaba en calzoncillos.

―Bueno, igual podés salir sola― y besándole la mejilla le cerró la puerta en la cara. Se sentó de nuevo delante de la computadora y se olvidó por un rato que tenía hambre.

Más tarde ese sábado recibió dos llamadas casi simultaneas. La primera de la Lula, para decirle que esa noche se juntaban a hacer la previa en lo de Camilo porque necesitaba hablarles de algo. Le dijo que iba a ver. La segunda fue de Camilo, para pedirle que esa noche vaya a su casa.

―No boludo, aquella está insoportable con ese médico que conoció en Brasil, no habla de otra cosa, y a mi me parece un viejo depravado ¿qué querés que te diga?

Camilo estuvo de acuerdo y no insistió.

Esa noche comió unos restos de pizza y se acostó temprano. Se despertó a tiempo de prepararse para ir a comer a lo de la madre. Se miró en el espejo antes de salir. “Mierda, sólo veintitres años y ya tengo canas” renegaba mientras se iba.

En la casa materna comió demasiado y delicioso, como siempre. Ñoquis con estofado, la especialidad de la casa, servidos en la larga mesa llena de hermanas, cuñados y sobrinos. Estaban todos conmocionados porque la prima Eugenia se había embarazado.

―¿Cuántos años tiene?― preguntó, porque la recordaba como una niña de trenzas largas que gritaba mucho.

―Dieciséis, pobrecita. Y la madre… ¿Qué hizo para que Dios le haga esto? Todavía va al secundario. Y es una luz de brillante que es. Fijate que hace dos años nomás el intendente le dio un diploma…

―¿Y lo va a tener?― preguntó, con una pata de pollo en la mano, contento de frenar el chorro de palabras de su madre. Ella se llevó las manos al pecho y con vos temblorosa susurró:

―Madre de Dios, Juan Antonio ¿qué me decís?

A continuación sobrevino una de esas discusiones que se vuelven leyenda en la familia. La mamá del Tano tiró platos al piso y hubo que darles flores de Bach para calamarla.

Se fue de mal humor y caminó para el centro, a lo de Camilo. Cuando el abrió se notaba que se había despertado con el timbre.

―¿Estás ocupado?

―Pasa. Hacete un mate.

El departamento de Camilo era un desacostumbrado desorden. Tuvo que sacar botellas de la pileta para poder cargar la pava.

―¿Qué pasó acá? ¿Intervino la ONU o algo así?

―Más o menos. Vinieron las chicas. No sabés la noticia que te tengo.

―Rocío se separó del nabo de Esteban.

―No. Ojalá. Mucho más loco. La Lula se va a vivir con el médico.

El Tano se quedó congelado, y era una imagen muy graciosa, porque toda su altura estaba inclinada sobre la mesada, que era baja incluso para alguien de estatura normal. El mate al que estaba sacando el polvillo a golpecitos quedó mal parado y se volcó.

―¿Con el viejo?― preguntó cuando pudo articular palabra.

―Sí. Lo decidieron ayer mismo. Y ni sueñes con intentar hacerla entrar en razón, no quiere oír hablar de cambiar de idea.

―Pero… ¿por qué?

Hablaron un par de pavas de eso y después Camilo tuvo un ataque de responsabilidad y echó a su amigo para poder estudiar.

El Tano salió a la silenciosa tardecita de otoño. Los árboles ya empezaban a amarillear e invitaban a vagabundear entre ellos. Sin querer admitir por qué buscó el diagonal 73 y apuró el paso para llegar más rápido a lo de Rocío. Ella estaba estudiando, pero juntó sus cosas para dejar el escritorio despejado y se llevó al Tano al parque, para tirarse en el pasto húmedo.

Hablaron durante un rato sobre cosas sin importancia, y después Rocío decidió zambullirse en el obvio motivo de la visita.

―¿Cómo estás con lo de la Lula?

―Que se yo… me parece que está haciendo cualquiera. Es una nena, apenas tiene dieciocho años.

―Para mi también es apresurado, pero ella está feliz. Creo que en gran parte es una excusa para irse de lo del viejo.

El viento se levantaba mientras la noche terminaba de oscurecer. Algunos valientes trotaban y miraban con envidia a los que descansaban o jugaban con sus perros.

―¿No le da bolilla no?

―Y eso es lo peor que le podés hacer a la Lula.

El Tano no dijo más nada. Rocío le pellizcó la mejilla.

―¿Cuándo me vas a admitir que estás enamorado de ella?

―No digas boludeces Ro que no estoy de ánimo. Tuve un día de mierda.

Le contó la pelea con la madre y como buena amiga ella lo escuchó con paciencia y atención. Cuando terminó le dijo:

―La verdad, Tanito, no entiendo como un hombre tan inteligente como vos no puede vislumbrar las ventajas de la careteada. ¿Por qué hablás con tu familia cosas que no podés hablar y que sabés que no podés hablar? Deberías aprender a callarte la boca.

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