SINOPSIS

Nuestra protagonista es negra tanto de tono de piel como de profesión. De pequeña siempre le llamaron las palabras y la necesidad de escribir en español se acentúa en ella desde que se muda a Barcelona con su familia, sintiéndose así como una especie de “fugitiva lingüística”. Tras publicar durante su adolescencia varios de sus escritos en Internet, recibe un mensaje anónimo que la invita a un encuentro en un café. Finalmente, decide acudir a la cita, donde descubre el mundo del escritor negro. Comienza de este modo su trabajo anónimo como novelista para artistas de gran renombre. Sin embargo, todo se complica cuando un día uno de sus mayores clientes es asesinado en extrañas circunstancias y ella empieza a temer por su vida al enterarse de que lo que en realidad buscaba el asesino era la nueva novela que ella estaba escribiendo. Después de resistir la tentación de quemar las páginas que lleva escritas, decide terminar la historia y publicarla por su cuenta, lo que la conduce no solo a tentaciones tales como el dinero, el amor o la fama, sino que debe huir en todo momento de la muerte inminente que la persigue y proteger el libro, sin llegar a comprender del todo cómo aquel relato puede suponer tal peligro para su vida. Así, una joven que no podía vivir sin palabras se ve expuesta, sin remedio, a la amenaza de morir por ellas.

PRIMER Y SEGUNDO CAPÍTULOS

(1)

Siempre me han dicho que lo mío es un don. Y tal vez sea cierto. Esta relación que siento con las palabras es demasiado fuerte como para tratarse de algo adquirido. Yo no aprendí a manejarlas; son ellas las que me moldean como quieren:son fuego helado en mis dedos; tormenta suave en mi corazón. Desde que tengo memoria me golpean con urgencia, con impulso, como si fueran parte de mí, como si no supiera ya vivir sin ellas. Y todo el problema radica en esa intensidad, en esa fuerza… que se apaga sin remedio al ir descendiendo hacia el final del papel.

Mis historias nunca acaban; por eso decidí dedicarme a escribir las de los demás. Sé que puede sonar extraño… yo a veces lo acachó a mi falta de imaginación; otras, a no tener necesidad de decir más. En ocasiones, toda la culpa se la lleva el argumento, que no me atrapa. ¿Cómo entonces atrapará a los demás? Es más, las ganas de borrar estas pocas líneas y empezar de cero comienzan a llamarme con fuerza. O ya no de deshacerme de ellas, sino de dejarlas como otro microrrelato intrascendente más, abierto, como algo incluso que unir a las otras composiciones sin final, palabras perdidas que jamás llegaré a escribir. Pero no, esta vez estoy decidida a continuar.

No sé cuántas páginas terminarán manchadas con estas lágrimas de tinta que no tienen otro conducto por el que liberarse. Lo cierto es que no es importante. Después de dar vida a cientos de libros durante más de veinte años, siento la imperante necesidad de contar mi propia historia, sin tachaduras, sin digresiones… pero con vida. Este error fatal que acabo de cometer pide a gritos ser contado. Pero para poder entenderlo… creo que tendré que empezar por el principio.

(2)

Sí, soy negra. En cualquiera de sus acepciones. Y mi historia no es ni interesante ni aburrida; simplemente, es mía.

Poco recuerdo del pueblo de León en el que me crie, pero sé que nací allí, aunque a muchos-todavía hoy en día- les cueste creer que soy española. Cuando tenía unos cinco años mis padres decidieron mudarse a Barcelona, un cambio tal vez excesivamente grande para una niña tan pequeña. No solo tuve que acostumbrarme a una ciudad inmensa en comparación con de donde venía, sino que también me vi obligada a aprender una lengua extraña, que todo el mundo hablaba pero que yo jamás he aprendido a amar: el catalán. Al principio pensé que, simplemente, aquella gente tenía un acento diferente, como cerrado, por hallarse tan cerca de Francia. Pronto supe que en el colegio apenas se hablaba español… pero no solo allí, sino en todas partes. Es más, en ciertos lugares ni siquiera podías usarlo e incluso fingían no comprender: “Sorry, girl. I don’t understand”; cuando, en verdad, la que no entendía nada era yo.

Allí crecí, cerca de las Ramblas, sumergida en una cultura distinta a la de mis antiguos amigos, con los que no tardé en perder el contacto. En poco tiempo, el único trato que me quedaba con mi tierra natal era unos primos en León capital y mi lengua materna, que practicábamos en casa como delincuentes lingüísticos.

Todo este cambio, en esta ciudad para mí extranjera, produjo que mi habilidad por las palabras se precipitará. Es cierto que siempre había sentido la necesidad de usarlas, de plasmarlas en papel aun cuando estaba comenzando mis andanzas en la escritura, garabateando líneas mal formadas creyéndolas letras claras y legibles. No obstante, esa prohibición, ese rechazo, esa renuncia a lo que en todo momento había considerado como mío acentúo mi enfermedad, aceleró mi infección llenando mis venas de tinta roja.

Empecé a gastar cuadernos enteros en unos pocos días. Folios moteados con tachaduras echaban raíces sobre el escritorio de mi padre hasta que me compraron uno para mí. Era un delirio. Era una urgencia. El español quería salir de mí a borbotones, inundarme con su belleza y asentarse sobre el papel para que todo el mundo lo contemplara. Sin embargo, esas historias no se convirtieron en más que retazos inconclusos que se almacenaban en mi habitación. Mis padres incluso llegaron a sentir miedo de que alguien pudiera descubrir lo que yo escondía, y trataron varias veces de persuadirme para que dejara la escritura y saliera al aire libre a jugar con mis amigas. No obstante, yo no tenía de eso; y no lo tenía porque no quería: las niñas de mi clase solo hablaban en catalán; en cambio, aunque de mi boca salían palabras en ese idioma mutilado, mi corazón no dejó nunca de recitar en español.

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