Otra vez sentía que se me había olvidado cómo comer. Sumado a que esa semana había estado otra vez con problemas para tragar, ese almuerzo se me estaba haciendo eterno e insoportable. El temor a llevar de manera torpe algún alimento a mi boca y que cayera sobre mi regazo me causaba una especie de vértigo extraño entre mi rostro y el plato. Sentía las manos y los brazos rígidos, pero tenía que mantener la compostura, ellos no podían darse cuenta. Llevé a duras penas un trozo de carne a mi boca. Tenía un nervio que no podía masticar. Traté de cortarlo con los dientes, lo mastiqué muchas veces, pero era imposible. Empecé a sentir sequedad, no podía escupirlo ni me sentía capaz de tragarlo. Solo sentir que se iba hacia atrás de mi garganta por error hacía que mi corazón se sobresaltara. Incliné levemente la cabeza hacia abajo para sentir que estaba protegida, que no iba a caer y que no me iba a ahogar. La gente hablaba. No me atrevía a levantar la mirada. No quería comprobar si alguien se había dado cuenta de que llevaba varios minutos con el mismo trozo de carne en la boca, ni de que mi rostro estaba tan rojo que sentía pinchazos en las mejillas. Llevar mi mano hacia el vaso me parecía una odisea. Cada vez que trataba de soltar el tenedor mis dedos empezaban a temblar. Por otro lado, mi mano izquierda estaba fuertemente aferrada a la silla, y temía que los temblores se incrementaban si volvía a flexionar el codo. Estaba paralizada con ese nervio y esos trozos de carne en la boca. De repente alguien se dirigió a mí, dijo mi nombre. Tan calladita que está. Sentir su atención sobre mí hizo que tragara de golpe todo lo que tenía en la boca. Respondí dos veces porque en la primera no se me había escuchado. Si bien salió un poco mal aquella interacción, haber sido capaz de hablar relajó un poco mis brazos. Aproveché de llevar rápidamente el vaso a mis labios y bebí grandes sorbos de agua. Volvía a estar frente al plato. Aún quedaba mucho por comer.
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