CAPÍTULO I

A la muerte del padre, Irene Rijs inició un largo viaje desde Venezuela, su país natal. Serían días inolvidables, y vaya que lo fueron, cuando la del Globo Azul decidió formar parte de su vida.

La madre, Martina, estaba feliz con la decisión de su hija, a quien consideraba celosa guardiana de la memoria familiar. Nunca le extrañó que Irene vistiera casi siempre de blanco, emulando a una prima de quien la separaban dos generaciones maternas.

A Blanca se le recordaba luciendo una pulsera de camafeos, regalo de su madre, la temible pero bondadosa tía doña Saturna, que un día, sin un adiós, se fue de viaje para nunca regresar, quizás hacia Marsella, y que dominaba el francés y el inglés, idiomas presentes en familias y comerciantes de la región.

Blanca debió tener una vida muy triste al morir su hermana melliza, cuyo nombre y causa del fallecimiento aún se ignoran. Los viejos cuentan que el día de su desaparición una imagen fantasmal se fundió con el mar carupanero, el mismo día y hora programados por la Compagnie Générale Transatlantique para la salida de su Paquebot Antilles con destino a Fort de France, Martinica.

Irene la imaginaba llevando consigo algunas semillas de cacao y café, frutos de la hacienda familiar.

Como Blanca, Irene se también trajeó de blanco y salió rumbo a Barcelona, España. Su madre sabía que volvería, pero no cuándo. En su equipaje atesoraba sus escritos, conchitas de mar, semillas de cacao y café y un cochano del macizo guayanés, recuerdo de sus padres, quienes la llamaban Cochanito.

Al subir a cubierta, Irene se sintió a sus anchas. De haber sido una niña alegre, extrovertida, ruiseñor empedernido, no se sabe cómo ni cuándo, se convirtió en una adolescente seria, taciturna. Ella misma quería tener respuesta de su oscuridad. Por eso iba tras su alegría. El mar era su pasión y nunca mareaba; si hablamos de vértigos, estos se habían moderado después de la juventud. Sin tardanza, dejando el equipaje en el camarote, fue a cubierta para despedirse de la madre y sus querencias. Su mirada no tardó en seguir los rayos de un sol que declinaba mientras la brisa se empeñaba en hacerla girar a sotavento. En la costa, se veía a Martina y un celeste balón quizás fugado de una mano infantil.

Irene estaba lista para disfrutar las dos semanas de travesía, y tiempo y soledad era lo que precisaba para reafirmar su vocación de escritora. Mucho esperaba de seguir el camino del Atlántico, el cual muchos otros hicieron por pestes, hambrunas, guerras, deseos de aventurar hacia Venezuela, llamada por Cristóbal Colón “Tierra de Gracia”. Irene recordaba a la madre repetir las palabras del bisabuelo Pancho… Martina, hija de una tierra de gracia y sentada sobre un volcán que, un día de estos, vuelve a prender su fragua.

En su cenit el sol mutaba mar y cielo en una argamasa azulete. Al decaer, cerúleas franjas y motas blanquecinas hacían de las suyas.

Una tarde, cierta mota se hizo globo y abandonó la manada y, con ello, retornaron los vértigos juveniles. La quietud y el regocijo de Irene menguaron dando paso a una indefinida agitación, que mejoraba al darle la espalda a mares y cielos y refugiarse en su cabina. No le quedó más que alejarse de cubierta y permanecer dentro del barco.

Y como lo que comienza marca su rumbo, desde la fuga de la nube-mota-globo Irene comenzó a fantasear con alguien que le suplicaba ayuda para salir de su prisión. Cada noche se repetía el mismo sueño sin mostrar indicios de callar. El mar abierto del Atlántico produjo mareos en cada esquina y muchos llegaron hasta aborrecer su aventura. El anhelo de Irene era sepultar los azulados tormentos y el retintín de la encarcelada noctámbula.

Y, sin querer queriendo, Irene comenzó a distinguir una “cosa” bailoteando a su diestra. Una especie de “ente” con cabeza, tronco y extremidades, acurrucado en su hombro derecho. ¡Tanto azul y blanco iba a exterminarla! Precisaba ver tierra firme, paisajes diferentes al blanco y azul. Ansiaba cruzar el Estrecho de Gibraltar. Y, al hacerlo, encalada quedó ante el blancuzco monolito del Morro de Gibraltar.

En los últimos días de viaje percibió que lo que había dentro del balón azul poco a poco se iba pareciendo a ella; estaba “ella”, su copia exacta, su espejo, su par, su… su… lo que sea, y quien, al aproximarse a Barcelona, daba saltos de alegría y trataba de romper la membrana que las separaba. Ante la remota posibilidad de que esto sucediera, Irene se paralizó del terror pestañeando sin control como un vertiginoso tiovivo. El “eso” tendría que darse cuenta de su terror. ¡Comprender!

De eso se trataba… negociaría con la fulana de la tripa azul, decisión que pareció apaciguar a su huésped, quien se alejó de sus sueños y dejó de fastidiarla en cubierta. Desde pequeña, Irene acostumbraba hablar a solas, resolviendo cualquier situación engorrosa al dramatizarla. Hacía las veces de actriz principal, preguntándose y dándose el vuelto. Un monólogo de una contra dos, tres, cuatro…

En Barcelona se alojó en un hotel de la Plaza del Diamante, barrio con el nombre de la novela homónima de Mercè Rodoreda, hermosísimo monólogo interior de La Colometa, personaje femenino que sostuvo una lucha vital contra el ambiente de posguerra al dejar a las mujeres catalanas en un casi inexistente segundo plano. En su lectura encontró muchas de las mismas alegrías y vicisitudes vividas por las mujeres de cuatro generaciones de su rama materna, sin incluir su generación, todas eslabones de una misma cadena. Hasta que diera con otra, “vilipendio” era la palabra encargada de aplastar a multitud de mujeres en todas las épocas. Escribir la historia de su familia, como saga, era un sueño por cumplir. Sus nombres los tenía muy presentes, rostros muy pocos. Ningún álbum familiar parecía existir, aunque su madre aportó con dos, tres pistas a seguir.

Al poner un pie fuera del hotel, su primer deseo era encontrar un sitio agradable para merendar y tomarse un buen café arábigo. El marroncito transmutaría tanto azul y blanco. No tardó en dar con una cafetería con estilo y tradición. Como podía esperarse en ella, escogió una mesa para dos, un tanto aparte. Mientras esperaba ser servida, descubrió varias fotografías en blanco y negro, encuadradas y colgando de una pared, las cuales, desde su silla, parecían tratarse de campos y haciendas cafeteras. Muy curiosa se acercó a detallarlas una por una. Ofuscada quedó frente a una de las imágenes.

Un grupo familiar llenaba el cuerpo central, presidido por una mujer de porte orgulloso, quien se adornaba con un prendedor con hermoso camafeo, pulsera y sortija haciendo juego, joyas muy costosas, a distinguir en el cuello de su atuendo, y su brazo derecho apoyado en un labrado bastón de plata, más de mando que por invalidez; a su derecha se apreciaba un hombre joven, quizás un hijo, un capataz, o ambas cosas. Un tanto alejados de él, estaba un grupo de posible trabajadores y varios niños de ambos sexos. A la derecha de la matrona se apreciaban unas bandejas para secar semillas de café y cacao, al lado de las cuales posaban dos jovencitas, una vestida de blanco y otra con un traje estampado. Por lo ligero de la tela, Irene apostaría que eran de algodón. Las jóvenes llevaban pamelas de mimbre y botines negros de trenzas y se adornaban con collares de semillas de varios tamaños, a la usanza de los indígenas de Venezuela. La casa estaba rodeada de una exuberante vegetación con cacaotales dando sombra a los cafetos. Debajo del retrato se podía leer: “Familia cafetera, El Rincón de Aguas Calientes,Península de Paria. Venezuela. 1913”.

¡Allí… allí estaban! No podían ser otros que Blanca y la Gemela. Y la tía doña Saturna… Miguel. Sus antepasados. Y, de golpe, como siempre, los recuerdos familiares se apilaron como aromáticas tazas de cacao y café de las meriendas caseras. Y, hablando sola, se preguntaba y daba respuesta. No olvidó tomar una foto de la foto.

—¿Es esa la mujer de blanco del globo azul? ¿Es acaso Blanca… o eres tú, la que dice llamarse Nota Buena?

—Claro que es ella, claro que soy yo.

Era tiempo de dejar el miedo atrás. Lo sucedido no era casual. Sentía que algo ineludible le llamaba. Se enfrentaría a lo que fuera, con paciencia y pasos seguros.

En contrapunto, hablaría esta noche con la blanca encarcelada.

—¿Quién eres, cómo te llamas?

—¿Yo?… soy un alguien que se coló en el pensamiento de una novel escritora, quien me mentó Nota Buena, la nacida por mandato de Eolo, el dios de los vientos, terminando prisionera en uno de sus repugnantes pellejos ventisqueros; una noche tormentosa, la malvada bolsa de cuero se hizo añicos y erré hasta volverme palabras y leer que debía que debutar cual sonata callejera; ya te contaré; tenemos toda la vida por delante.

—¿Qué tienes que ver conmigo..? ¿Eres un fantasma, un cruel doble que me atormenta sin piedad… un espejismo, un holograma, una broma nanotecnológica… o vendrás de otros mundos paralelos?

—Sea lo que soy, sé mi amiga, sácame de aquí y verás que seremos felices juntas, y solo así encontraremos la verdad de quiénes somos; llévame de vuelta a mis originales aguas, al mar Eólico; no pospongamos más nuestra búsqueda; sigamos navegando que es lo nuestro.

—No entiendo nada de lo que me dices; dejé mi país y a mi familia para comenzar una nueva vida; lo tengo bien pensado y tú no estás precisamente en mis planes… para nada.

—Son tus vacaciones, deseas nueva vida, pero también es la vida para mí; haz lo que te digo… toma el primer ferry que salga hacia Marsella; luego, otro con destino Córcega; deja atrás Cerdeña hasta vislumbrar las islas del dios Eolo.

—¿No estarás equivocada?

—No, claro que no.

—Esto es una locura; necesito otra noche para pensar.

Irene mantenía serios recelos acerca de la Nota Buena y, ante cualquier duda, estaba decidida a zafarse de “esa cosa”. Rompería el hilo del balón, confiada en verlo desaparecer dentro del Agujero Negro. Bien lejos, que ni tan inocente había sido.

—¿Eres de mi familia..? ¿Eres Blanca, la prima lejana que marchó hacia Marsella y desapareció de la memoria de las viejas de la casa?

—Quizás sí, también eso he pensado, pero debo comprobarlo, como tú, por mí misma; dame esa oportunidad, déjame entrar en tu vida, en tu cuerpo.

—¡Ah, pero eso no lo había nunca considerado..! Hasta ahora te he visto como un incómodo sosias.

—No lo sabemos y no debemos temer. Si existimos aparte o quizás dentro de las dos, todo es una innegable verdad.

Nota Buena estaba convencida de que su plan daría el resultado esperado, ser liberada. Irene asumió que era mejor bajarle la presión al enfrentamiento. Se haría la loca, muda y sordomuda, decisión que le ayudó a calmarse y ganar en tranquilidad. Y, realmente, estaba eufórica al avistar Marsella, lugar de partida de un cúmulo de corsos franceses que desde finales del siglo XVII migraron a su país, donde hicieron vida y familia. Algunos, sin duda, tuvieron que ver con sus antepasados. Ya lo comentaría con su madre, quien de seguro le daría alguna pista para descifrar tan extraño asunto.

El mar Tirreno les dio la bienvenida al coto volcánico de Vulcano, Estrómboli, Filicudi, Alicudi, Panarea y Salina. El rostro calcado de Nota Buena se sofocaba contra las paredes de la elástica esfera azul, tanta era su felicidad.

¡Moriría asfixiada por la belleza del lugar! Se diría que en verdad volvía a sus lares. Irene también se embelesó por la cadena de islas volcánicas pero, aún más,que no podía perder el rastro de Nota Buena. No por ahora. Se daría más tiempo. Quería desentrañar por qué un balón azul y su contenido se empeñaban en formar parte de su vida. La fotografía del café de la Plaza del Diamante evidenciaba la conexión con su historia familiar materna.

Se rompió un globo azul y dos mujeres se abrazaron pensando, quizás, que fundían sus vidas. Tan extraordinario suceso no estuvo exento de misterio. Quizás respondía a una verdad largamente pospuesta. Al verla de carne y hueso como ella, Irene se tranquilizó lo suficiente como para disfrutar del momento. Por lo menos era, por decirlo de algún modo, otro ser humano.

Han pasado diez años y nos encontramos con Irene Rijs y Nota Buena, interesantes y melodiosas cuarentonas que parecen haber renacido, la primera como vibrante palabra escrita y la segunda tal sonata callejera. Su casa está en un risco frente al mar, en la encantadora isla de Salina. Poco a poco se han ido identificando. Nadie molesta a nadie, no se interrumpen el sueño y el amanecer decide quién toma la batuta. ¿Quizás estemos ante un caótico sistema llamado a auto-organizarse… o destruirse, o darse la mano y decirse adiós?

Recuperando mucho de la Irene niña, juró ante el Vulcano liberar a todos los que pudiera de sus globos azules, probable también la cárcel de su antiguo estar sin terminar de estar. Lo haría escribiendo, algo siempre diferido. En un abrir y cerrar de ojos, estaba inscrita en un Curso Virtual de Escritura Creativa, dictado por un entusiasta grupo sin dirección fija, del Planeta Fuentetaja.

Y en ello estaba Irene cuando recibió una sugerencia que le pareció bien interesante, por cierto, al contrario de Nota Buena, que la consideró una grosera impertinencia.

—¿Qué ocurriría sí te decepcionaras de la tierra que tanto amas? Quizás sería interesante descubrirlo —inquirió el sherpa literario de esos tiempos.

Con los múltiples festivales de Salina y el resto de las islas, era más que suficiente para que Nota Buena desarrollara su carrera artística. Otro tanto, aunque por diferentes motivos, pensaba Irene, feliz con la quietud del lugar; para conocer nuevos sitios y personas, se bastaba con libros y los cuentos de los lugareños.

—…agarrar todos tus macundales, trancar la puerta y desaparecer, y todo porque estás “decepcionada”… del paraíso, —mascullaba Nota Buena—. No se desarma una vida así como así, porque alguien te lanza un guante —seguía despotricando, siendo Irene sus mismos oídos.

A Nota Buena el asunto no la dejaba tranquila, trincado lo tenía en la garganta y parecía una desquiciada. Subía el risco de la calle mayor, lo bajaba por el lado contrario, construía monolitos con piedras en la ensenada al pie de la casa, nadaba con furia hasta el islote cercano, sin plan alguno husmeaba grietas y cuevas. Nada extraño ocurría, solo que ninguna podía calmar a la otra.

—¡Ya la Nota Buena está fastidiando a Irene, prepárense para lo que viene! —comentaban los aldeanos, que mucho sabían de los demonios que se apoderaban de uno siendo la única cura un buen exorcismo a tiempo, por el cura o la propia abuela—. Por menos nos arrastraban a la hoguera. ¡Ave María Purísima!

—¿Cómo es posible que una tipa, por mucho fuentetajana que sea, contraste Salina con la palabra decepción? —irrumpía Nota Buena como un trueno.

Irene escuchaba la voz del padre decirle …mira siempre hacia delante…planes y sueños te pueden llevar ventaja y desaparecer.

En momentos como estos de nada valía una Irene reflexiva, disciplinada, siendo mejor para ella confiar en los resultados con la erupción de su hermanada. La dejaba tranquila en su turbulencia pasajera. Ninguna corría peligro. Irene sabía que Nota Buena tomaría las riendas del asunto y ella, por su parte, se armaría con su librito verde para escribir relatos.

Nota Buena se sentía llamada a probar que Pollara era el mejor lugar del mundo y comenzó a trazar un plan de batalla para medirse, como cantante callejera, a nivel internacional. Para el siguiente verano saldría de tournée internacional hacia España, a la ciudad de Córdoba, con un triunfo seguro al actuar ante turistas de todo el mundo; luego disfrutarían de unas ganadas vacaciones en Portugal, en Lisboa; regresarían en avión hasta Palermo, por tierra a Sicilia, en ferry a Salina y en taxi marino hasta Pollara, el hogar.

Lector, si has seguido con interés este escrito, te darás cuenta de que Nota Buena e Irene están en un hito de sus caminos. Y como ellas, quizás, nosotros también.

SINOPSIS

Irene Rijs inicia un viaje en un crucero hacia Barcelona, España. Casi en sus treinta años, decide dejar su país, sin fecha de regreso. A media travesía, y a pleno día, se le aparece un misterioso globo azul con una silueta blanca en su interior, la misma que, llegada la noche y en sueños, dice llamarse Nota Buena, estar prisionera del Globo Azul, del cual le ruega le ayude a liberarse.

Se suceden los días y el ente se transforma en una copia exacta de Irene, empeñado en romper la membrana que las separa. La idea hace que Irene se paralice del terror. No obstante, después de una lucha tenaz, accede a liberarla, sin sospechar que se integrarán en un mismo cuerpo. A Irene no deja de intrigarle la posible vinculación del ente con sus ascendientes, muy presentes en ella por el testimonio de la madre, Martina.

Blanca, una prima lejana. Tía doña Saturna, Miguel, dan inicio a una saga, con lo que ello implica en medias verdades, vicisitudes, quizás… novelerías.

Transcurrido un decenio, reencontramos a Irene y Nota Buena viviendo felices en el mismo cuerpo, en Salina, mar Eólico, Italia. Un día son retadas a irse a vivir a otro país. Irene acepta y Nota Buena se indigna ante ella, que termina aceptando. Irán a España y Portugal. Su aventura se puede leer en el capítulo II de El Globo Azul.

El trasfondo de la propuesta es la vida de cuatro generaciones de mujeres vinculadas con la producción y el comercio de café y cacao en Paria, Venezuela, región inmersa en profundos cambios socioeconómicos y guerras intestinas, periodo 1850-1950.

¿Es Blanca la llave de paso entre Irene y Nota Buena? Tan así es, que ni yo misma lo sé.

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