Todo empezó con unas bragas rojas.
No eran bragas de las normales, de las del día a día. Eran unas bragas de encaje, rojo intenso. Pronto aprendí que las llamaban bragas brasileñas, aunque eso no cambiaba nada.
Yo había vuelto tarde a casa. Cuando salí de trabajar me quedé tomando una cerveza en un local inaugurado hacía poco. Una cerveza amarga, oscura. Nostálgica.
Era el único cliente. Había ido antes, al menos tres veces, y siempre había alguien más. Una pareja compartiendo sus problemas de trabajo, tres amigos presumiendo de sus conquistas, algún otro solitario bebiendo para acumular la fuerza suficiente antes de volver a la realidad. Pero hoy solo éramos el camarero y yo, un joven con barba espesa y un tripón inmenso que colgaba caprichoso por encima del cinturón. Cuando se movía, y solo lo hacía si no tenía alternativa, su barriga de titán temblaba como la gelatina verde y roja que la abuela me preparaba mucho tiempo atrás.
En aquel bar, los que eran como él, los solitarios y los huraños, se sentaban en la barra en uno de los siete taburetes de madera incómoda. O se apoyaban en una de las columnas. El bar estaba lleno de ellas, cuadradas y robustas. Algunas se elevaban desde el suelo, otras desde la barra. Todas eran de la misma madera de los taburetes. Si te colocabas en el lugar correcto, al fondo del local, y mirabas hacía la puerta, las columnas ocupaban todo el espacio.
Una voz sonó, como la de un observador externo que me siguiera a todas partes. “Es un solitario a tiempo parcial. A veces quiere estar solo. A veces no”.
La mezcla de cerveza y de melancolía trajo una melodía a mi memoria. Eleanor Rigby. Fantástica.
La música comenzó a sonar en mi cabeza. Perfecta. No se cómo funciona, pero sé que cada vez que escucho una canción se me queda grabada para siempre y puedo reproducirla cuando quiera. Con todas sus notas, sus matices. Como si estuviera escuchando el mejor equipo de música del mundo. Es un don que me gusta mucho.
All the lonely people
Where do they all come from?
Soledad.
Look at all the lonely people
La canción y la cerveza acabaron al unísono. Hubiera querido que duraran mucho más. No tenía ganas de volver a casa. No por un motivo en concreto. Quizá era intuición. Quizá mi subconsciente me estaba avisando. Hubiera querido que la canción y la cerveza me atraparan en una red indestructible lejos del conflicto.
Pero me marché.
-He encontrado esto –dijo Edith.
-No tengo ni idea –contesté-, pero si me dejas verlo igual te puedo ayudar.
Mi mujer se movió y el roce de la tela de su falda con el sofá provocó un sonido desagradable. Era un ruido fuera de lugar, que no encajaba en la situación, y me dieron ganas de reír. Cómo odiaba ese sofá. Me contuve concentrándome en él. Era de color púrpura. Un púrpura horrendo. También conocido como berenjena apagado. Así lo llamó el dependiente de género confuso que se lo vendió. Nos había costado casi el doble de lo que yo hubiera estado dispuesto a pagar, pero no fui capaz de negociar. A ella le encantaba. Y ni siquiera lo podíamos usar para el sexo. Solo era cómodo, que no confortable, para estar sentado mirando al frente.
-Son…. ¿unas bragas?
-Sí, son unas bragas.
Edith se levantó a velocidad sobrehumana y en pocos microsegundos estaba inclinada frente a mí, una mano en la cadera, la otra agitando las bragas de la discordia delante de mi mirada curiosa.
Eran rojas, de encaje. Tenían agujeritos que formaban figuras geométricas. Figuras parecidas a gotas de agua, algunas pequeñas y otras grandes. También los agujeritos eran de dos tamaños. “Se verá el vello a través de ellos”, pensé.
Mientras, mi mujer gritaba.
-…en tu chaqueta.
Me preguntaba cuántos agujeros tendrían las bragas rojas. ¿Cien? ¿Mil?
-Sabes que no tengo bragas así. Sólo quiero saber de dónde han salido.
Intenté contar los agujeros. Era difícil, no dejaban de moverse. Calculé que las gotas grandes tendrían unos veinte agujeros. Era un cálculo muy inexacto, claro, pero dadas las circunstancias me pareció lo más preciso a lo que podía aspirar.
-Dime algo, dame alguna respuesta que me tranquilice, por favor.
Aparté los cálculos durante unos segundos y dije algo, tal y como me pedía mi mujer.
“No tengo ni idea de dónde han salido esas bragas” fue mi elección
-No tengo ni idea –dije.
-Estaban en tu chaqueta
-Pues alguien las habrá puesto allí.
Volví al recuento. Veinte agujeros por cada gota de agua grande. Y habría unas cinco gotas. Teniendo en cuenta que solo podía ver la mitad del tejido, estimé un total de diez gotas. Eso hacía doscientos agujeros grandes.
-¿Alguien? ¿Alguien como quién?
Ahora que tenía una cifra aproximada, y antes de abordar el problema más complejo de contar los agujeros de las gotas pequeñas, intenté concentrarme en la conversación durante unos segundos.
-Alguien. Para gastarme una broma. Hasta podrías haber sido tú.
El efecto inmediato de mi respuesta fue una parálisis temporal, quizá de diez segundos, que me permitió observar con atención las bragas que colgaban inmóviles y silenciosas de su mano. Pude corregir mi primera estimación y corregir la cifra de veinte agujeros por la más precisa de dieciséis agujeros. Confirmé las diez gotas grandes y anoté en mi mente el número de ciento sesenta agujeros grandes. Por desgracia, la parálisis no duró lo suficiente como para contar los agujeros que formaban las gotas pequeñas. Además de recuperar el movimiento, mi mujer bajó los brazos y dificultó la inspección.
-¿Y quieres explicarme porqué iba yo a poner unas bragas rojas en tu chaqueta?
-No lo sé. ¿Para poderme acusar?
Ahora no había parálisis. Edith hacía cosas con sus manos. Las agitaba, las colocaba en sus caderas, las abría, me señalaba. Y al mismo tiempo me hablaba, con firmeza sin gritar, intentando arrancar una reacción. Después de moverse mucho, se alejó, rodeó el sofá y se apoyó en la mesa del salón. Una mesa de mango teñido que sí me gustaba. La había elegido yo.
-¿Tienes una amante?
El observador externo que en realidad estaba dentro de mí habló, “sí, claro que tiene amantes, nunca ha sido un tipo fiel”.
Cierto. Nunca fui un tipo fiel, pero era bueno mintiendo. Respondí a su pregunta.
-¿Una amante? Claro que no –dije. Convencido.
-No me puedo creer que lo niegues –dijo mirando las bragas.
No solo me atrevía a negarlo. Hasta yo mismo podía convencerme de ello. Era cierto, sí, había amantes. Pero, ¿eso importaba? La realidad es relativa, depende del conocimiento. Si no sabes algo, ¿no es lo mismo que si no existiera?
Una de mis amantes se llamaba Beth. Como Beth Gibbons, la cantante de Portishead. Pensé en imaginar una de sus canciones pero cambie de opinión casi de inmediato. No era un buen momento. Y también estaban Kate y Mónica. Pero eso no importaba. Solo importaba mi respuesta. Sí, tengo tres amantes, pero solo existen cuando yo quiero que existan. Y en ese momento, en ese lugar, escuchando a mi mujer mientras me atacaba con unas bragas rojas, ni Beth, ni Mónica, ni Kate existían.
-Sí puedo negarlo. Es muy fácil cuando sabes la verdad. Te lo repito. No tengo una amante.
-No me hagas pasar otra vez por lo mismo.
-Esto no es lo mismo –dije.
Silencio. Y dos centímetros cúbicos de lágrimas.
-Me voy.
Y se fue dejando las bragas sobre la mesa del salón. La mesa de mango teñido que habíamos comprado poco antes de casarnos con la ilusión de los que empiezan a convivir.
No volvió hasta el día siguiente. Era domingo, yo estaba terminando mi desayuno. Un té rojo, pan con aceite y un pomelo cortado en trozos grandes.
No me dijo dónde pasó la noche. Yo no pregunté.
Apenas había dormido. No por preocupación, sabía que ella estaría bien. Me preocupaba mi comportamiento. O mi falta de comportamiento. Había sido insensible, y no me había costado ningún esfuerzo.
El hecho en sí, las bragas rojas, la prueba de mi infidelidad, tenía poca importancia. Lo importante era contestar a la pregunta: ¿Y ahora qué?
Hablamos. Yo masticaba el último pedazo de pan y me ayudaba con un sorbo e té rojo.
-No voy a insistir –me dijo-. De verdad, no quiero saberlo. Pero no podemos seguir así.
Evité su mirada. La cabeza agachada, perdida en los entresijos de la alfombra. Una alfombra de Ikea. De pelo corto, con un diseño que imitaba a un tablero de ajedrez. Cuadros negros, cuadros blancos, y algunos cuadros grises para romper con la monotonía. En total, cuarenta y ocho cuadros. Veinticuatro negros, doce blancos, doce grises.
-¿Me estás escuchando?
Lo había vuelto hacer. No pude evitarlo.
-Lo siento. No puedo evitarlo.
Edith suspiró. Se recostó sobre el respaldo del sofá. Nadie dijo nada durante tres minutos.
-Nunca estás aquí. Siempre estás en otro sitio. En tu mundo. Pensando en quién sabe qué. Siempre en otro sitio. Escondiéndote.
-No puedo evitarlo.
-¡Ni siquiera lo intentas!
Edith me miró y se tapó la boca con la mano. Como si no quisiera decir algo que estaba deseando decir.
-Creía que lo habías superado.
Levanté la vista, mire a sus ojos. No a su escote, ni a sus piernas, ni a sus brazos. Miré justo a sus ojos. Y le hablé.
-Es algo que no puedo controlar. Se dispara cuando algo no me gusta.
Mi mente se apartaba. Empezaba a crear imágenes. A veces me obligaba a contar cosas o a buscar patrones, otras veces me inyectaba una canción o una música que me mantenía ocupado.
-Y te alejas de lo que te molesta –dijo.
-Sí. Y no puedo controlarlo –bajé la mirada.
Volvimos al silencio. Yo no sabía que más decir. Me sentía aliviado por lo que acababa de decir. Y porque pensaba que no íbamos a tratar el tema de las infidelidades otra vez.
-Podría perdonarte que me hayas engañado –dijo-. Yo te quiero. Juntos podemos hacerlo, recuperarnos, seguir avanzando. Juntos podemos superarlo.
-Yo también te quiero –la mirada fija en sus ojos.
-¡Pues demuéstramelo!
-¿Cómo?
-Dime que quieres estar conmigo. Dime que estás dispuesto a un compromiso.
-Estoy comprometido, deberías saberlo. Y nunca te he…
-¡No estoy hablando de eso! Y no vuelvas a negarlo. Me ofendes.
-Lo siento.
-Quiero un compromiso. Quiero que seas fiel, leal, sincero. Quiero que me prestes atención, y que te esfuerces por nuestra relación. Quiero que resuelvas tu problema. Quiero que te comprometas a eso aquí y ahora. O seré yo la que me aparte para siempre.
-De acuerdo.
-¿De acuerdo qué?
-Te prometo que me esforzaré. Y que haré lo necesario para resolver mi problema. Esta vez es diferente, esta vez no me alejaré de ti.
-¿Estás siendo sincero? –dijo. Sus ojos brillaban, húmedos.
-Sí. Pero necesitaré ayuda. No sé a quién acudir.
Nos abrazamos.
RESUMEN
Ángel es un hombre asustado y deprimido, un hombre sin ilusión, en busca de una salida. Su conciencia es inseguridad, sufrimiento. Crisis.
Después de una discusión con su mujer, Edith, decide buscar ayuda profesional. Su cinismo le dificulta elegir el tipo de ayuda (¿Sicología? ¿Siquiatría? ¿Medicina alternativa?); cree que son métodos imperfectos, diseñados con el objetivo de obtener beneficios, no de sanar.
Cuando está a punto de abandonar la idea, encuentra un artículo sobre una terapia experimental. Una suerte de regresión capaz de llevarnos atrás en el tiempo y revivir situaciones pasadas que influyen en el presente. Con la técnica adecuada, es posible alterar estos recuerdos y superar su efecto en el presente.
Animado por Edith y por la curiosidad, Ángel decide solicitar el tratamiento.
El sicólogo explica el funcionamiento de la terapia experimental. Mediante la técnica adecuada puede enviar a Ángel al pasado a través de sus recuerdos y darle cierta capacidad de «maniobra» para cambiar sus decisiones o influir en los acontecimientos. El efecto esperado es que sus percepciones del presente cambien según cambia el recuerdo.
El primer paso es identificar los recuerdos de mayor influencia; los traumas principales origen de los miedos presentes. Tras una primera sesión de trabajo, Ángel y su terapeuta deciden programar cinco sesiones de regresión temporal, cuatro de ellas negativas y traumáticas; una positiva para equilibrar.
El primer recuerdo al que Ángel se enfrenta es el de una pistola de aire comprimido, con balines de caucho, regalo de su padre. Con tan solo 7 años la muestra a sus amigos, orgulloso, y dispara dos veces al aire. Pero hay algo que le molesta. Uno de los niños no es bienvenido. Es distinto, tiene otro color, habla con un idioma con las mismas palabras pero sonidos diferentes. Ángel no sabe de qué país viene pero tiene un sentimiento de rechazo, quizá heredado del racismo visceral de su padre. Ángel carga la pistola una tercera vez y, cuando el niño diferente se acerca curioso, le dispara en el estómago.
Cuando Ángel vuelve al presente se siente aliviado. Apenas tiene conciencia del recuerdo original, y su sentimiento de culpa al pensar en el niño de su infancia ha desaparecido. Pero junto a estas emociones agradables hay una sensación incómoda, inesperada; una sensación de cambio que no logra identificar de inmediato.
El segundo recuerdo elegido es la desaparición de su padre durante tres meses, algo que ocurre antes del suceso con la pistola. De hecho, la pistola fue un regalo-compensación (Ángel le puso este nombre años después) por haber desaparecido sin dar ninguna explicación.
Ángel vuelve al presente con sentimientos menos nocivos, más fáciles de manejar. Pero esta vez la sensación de cambio es mayor. El sitio donde vive no tiene el mismo nombre que recuerda. Su mujer parece otra persona, más perfecta, más cercana a lo que él había soñado antes de conocerla. Incluso él mismo se nota diferente.
El tercer recuerdo es el del embarazo de su novia. El hecho ocurre cuando él tiene 19 años y ella 15. Todavía siente remordimientos y resentimiento por todo lo ocurrido.
A su vuelta, los cambios son notables. Ángel ya no está casado con la misma mujer, ni vive en el mismo sitio. Ahora tiene un hijo, algo a lo que había renunciado en su anterior vida. Ángel tiene problemas para aceptar su nueva realidad, y no entiende los cambios. Su mujer cree que la terapia le está afectando de forma negativa, pero él quiere terminar las sesiones acordadas porque piensa que esto es una confusión temporal y que todo volverá a la normalidad. Cada vez le cuesta más discernir entre su nueva realidad y la anterior.
El último recuerdo que Ángel explora, el que más violencia y más influyo tiene, es el del suicidio de su hermano. Ángel consigue detenerlo y convencer a su hermano de que siga luchando, de que no abandone.
Después de alterar su recuerdo más intenso y detener la tragedia, Ángel decide quedarse en el pasado. En realidad, ha olvidado prácticamente que está en una regresión. Se siente más feliz que nunca. Está enamorado, vuelve a contar con su hermano, que es la segunda persona más importante para él, está convencido de que tiene un futuro brillante y lleno de satisfacciones. El último recuerdo de su vida futura (¿o presente?) desaparece.
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