Por aquel entonces trabajaba en una pizzería. Era un trabajo horrible: me pagaban poco, tenía horario de fin de semana y además de eso, debía humillarme vistiendo un polo y una gorra tres tallas más grandes de la que me correspondía. Tenía diecinueve años.
El jefe de tienda se llamaba Javi. Javi, el mirón de culos de “pizzeras” que, aparte de ser un viejo verde hijo de puta lo único que hacía era dar gritos como un déspota y chupar el culo del supervisor cuando venía a la tienda. Sin duda, su fetiche eran los traseros.
Aquel día había mucho trabajo. Era sábado y en la tele retransmitían partido Barça-Madrid, por lo que con mucha probabilidad me tocaría salir dos horas más tarde de lo habitual.
Mi tarea de la jornada era estar en la mesa de preparado, donde me iban colocando masas una tras otra mientras yo ponía los ingredientes indicados en el ticket de pedido.
Las masas llegaban sin parar. No había stop. Si me picaba la nariz y me rascaba, el mirón de culos, salía al ataque. Para él, gastar un segundo en este tipo de cosas esenciales era inadmisible.
—¡Luego te rascas lo que te dé la gana, pero ahora a trabajar, que para eso te pago!
Los teléfonos no paraban de berrear y como no éramos suficientes empleadas, siempre le tocaba a alguna de preparados atender las llamadas. Cada vez que sonaba un ring, se oía bramar:
—¡Venga esos teléfonos! ¡Moved el culo hostia, que algunas lo tenéis demasido grande!
—¡No os lavéis las manos coño, que se va a cortar la llamada! ¡Si tenéis que limpiaros, hacedlo en los pantalones, pero que no os vean los clientes que vais a la puta calle por guarras!
—Pizzería Longday, buenas noches, le atiende Helena —dije al levantar el auricular.
—¡Buenas noches señorita! —me respondió al otro lado de la línea una voz con cierto tono de embriaguez—. ¿Estáis contentos esta noche, supongo? ¡Va ganando el Barça! —se rió.
—Muy contentos señor—respondí yo—, aquí tenemos una pantalla de cincuenta pulgadas y todo el tiempo del mundo para ver el partido…
—¿Ah, ¿sí?
—Era una broma, disculpe. A veces me permito estas licencias aun a riesgo de quedarme sin trabajo.
Javi el Sádico, me miraba de soslayo, sabía que yo era propensa a ese tipo de humor cáustico. Así que me callé y seguí con la llamada en modo telefonista robot.
Los alaridos de euforia del tipo me estaban destrozando el tímpano. A mí me importaba una mierda el fútbol, yo solo quería que acabase esa puta noche lo antes posible y largarme a mi casa, pero él se empeñaba en informarme de los movimientos de los jugadores, como si el fútbol fuera un deporte de interés obligado y universal.
Seguía colgada al teléfono cuando entró aquel hombre. Lo vi a través del cristal que separaba la zona del obrador de la zona de los comensales. Hacía un calor asfixiante en el local, pero él llevaba puesta una gabardina. Pensé que no la había lavado en su vida. Se acercó a una de las mesas que todavía estaban sin recoger y cogió un vaso usado. Tambaleándose, se dirigió a la caja. Oí a Javi el Despiadado susurrarle a la cajera:
—A ese puto borracho ni una puta cerveza, ¿está claro?
Yo miré a Javi con odio: no me sorprendían sus palabras viniendo de él, pero fue como si me hubieran clavado un arpón en el corazón. Colgué el auricular y me dirigí a la mesa de preparado de nuevo. Estaba furiosa.
Vi al hombre mover los labios. Sabía lo que estaba pidiendo. La cajera negó con la cabeza y sonrió a Javi con complicidad. El hombre insistió de nuevo. Le temblaban las manos. Me acerqué un poco y le oí hablar: su voz era débil, su porte también, pero permaneció allí a la espera de una segunda respuesta.
—Lo siento —dijo la cajera—, no queda cerveza. Se nos ha terminado ahora mismo.
La muy zorra esbozó una gran sonrisa cuando dijo aquella estúpida mentira. Ella sabía que no la estaba creyendo, pero ¿qué importaba lo que pensara un tipo así?
Los comensales contemplaban el espectáculo con complacencia. El hombre agachó la cabeza y puso rumbo a la puerta de salida, pero no salió, se sentó en una mesa con la mirada perdida en el fondo del vaso de cartón vacío.
A mí me pareció indefenso, pero muy tierno. Se me hizo un nudo en la garganta y como él, también bajé la mirada. No quería que me vieran llorar. Levanté la cabeza un momento y vi que Javi el Cruel se acercaba al hombre. Yo no podía oír nada a través del cristal pero pude observar como Javi el Insensible le cogía del brazo y le obligaba a levantarse. Por fin, después de mucho zarandeo, le venció: consiguió despegarle de la silla. El hombre flaqueó por un instante y estuvo a punto de desplomarse, pero consiguió mantenerse en pie.
La plebe del local hizo un corrillo, sonreían. Algunos incluso reían a carcajadas con sus bocas grasientas: aquello parecía un circo romano y yo me avergonzaba de pertenecer al séquito del emperador.
Al fin lo logró: Javi el Despiadado echó al hombre a la calle a empujones. Él no dijo nada, solo se resignó.
Los clientes volvieron a sus mesas a meter sus pizzas en sus mugrientas bocas.
Se acabó. Allí no había pasado nada. Aquel hombre solo era un borracho más. Yo le eché un último vistazo con lágrimas en los ojos. Vi como se alejaba cabizbajo con el vaso pegado a su mano. Jamás olvidaré aquel momento.
Javi el Verdugo entró en el obrador con la cabeza erguida. Se sentía triunfante y laureado: «Soy Nerón», decía.
Una sonrisilla asomaba por la comisura de sus labios. Los empleados vitoreaban.
«¡Qué gilipollas!», pensé. Javi el Ignorante se creía un Dios. A mí, sin embargo, me pareció un ser ridículo y esperpéntico, al igual que Nerón.
Esa misma noche renuncié al trabajo.
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