Puerta entreabierta en una antesala. Despacho ostentoso, luz cálida, y, una silueta con forma humana tecleando seis dígitos luminosos en una mediana caja fuerte. Todo lo observaba por la hendidura de escasos veinte centímetros y lo anotaba con un rotulador rojo en una cartulina blanca. La gota de sudor que nacía en su sien se deslizaba hacia el mentón a la velocidad de una milésima vista desde un cronómetro. Agarraba el pomo y con un pequeño «clic», ella cerraba la puerta con cautela saliendo de la amplia habitación. ―¡Fernández! ¡Venga a mi despacho! ¡Ahora!―. Con la misma fuerza desapacible que hablaba con un fuerte golpe colgaba, y, el teléfono caía de la mesa al suelo. Pasaban unos escasos siete minutos y de manera automática se abría la puerta. ―Pase, pase, acérquese, y, siéntese. No tenga miedo―. Le decía con sarcasmo, a la vez la voz era más moderada. ―Diez años lleva en mi compañía y aun no has aprendido. A ver, usted quién coño se cree qué es. ¿El dueño de esta empresa? ¿Usted no sabe qué aquí quién manda soy yo? Le puedo hablar más alto, pero más claro no―. La voz iba creciendo en su volumen. ―¿Quién es usted, el párroco de esta feligresía? A ver Fernández, ¿usted no entiende la inversión en la automatización robótica de procesos qué hemos hecho en los futuros robots humanos para mandar a la puta calle a toda esta escoria de vagos cómo la señorita Gutiérrez? Deme una explicación coherente. Hable―. Callaba unos segundos mientras sacaba un folio del cajón del escritorio y una pluma del bolsillo de su chaqueta. ― Señor Cabeza porque se haya dado de baja por maternidad, que es un derecho, no es motivo para cesarla de nuestra empresa. Es de nuestras mejores empleadas. Trabajadora, implicada, profesional y digna―. Levantaba la mirada del papel, soltaba la pluma encima de la hoja, y, se cruzaba de brazos. Aparecía un silencio sepulcral durante unos segundos. ―Levantémonos, vamos a acercarnos a la ventana―. Fernández cogía la chaqueta colgada en el perchero y se la volvía a colocar mientras se acercaba al amplio cristal transparente. ―Mira hacia abajo. ¿Qué ve?―. Fernández confuso miraba y no veía nada extraño. ―Normalidad señor Cabeza. El tráfico, el tránsito de las personas, la luz del bonito día―. Se daba la vuelta y le cogía el brazo con suavidad a la vez que se acercaban andando hacia las mismas posiciones anteriores y hablando a la continua. ―En ese bullicio que acaba de ver, volveremos a encontrar un perfil adecuado―. Una vez sentados, seguía hablando. ―Gutiérrez va mañana a la puta calle a cuidar de su bebé, y, por ser homosexual. La vi besándose con otra chica en el comedor. Me ha pasado el vídeo un empleado. Lo grabó con su móvil a escondidas. Le pagamos lo que diga en el convenio. Y sí se opone a la carta de despido, ya nos defenderán nuestros abogados―. Fernández con el semblante serio, y, cabizbajo decía sus últimas palabras antes de marcharse. ―Me pondré ahora mismo en contacto con la Dirección de Recursos Humanos para transmitir su orden señor Cabeza―. Pasaron unas semanas. El señor Cabeza regresaba de un largo viaje de negocios. Accediendo a su despacho cogía el correo que estaba en una bandeja de plata sobre la consola en la entrada, seguía caminando ojeando los membretes de las cartas que pasaba por sus manos de una en una hasta sentarse en el sillón junto al escritorio. Ya sentado se pararía a observar un último pequeño sobre de color negro, del tamaño de un billete de cinco euros, no tenía nada escrito por delante ni por detrás. Una vez que terminaba de abrirlo en su interior una cartulina blanca con seis números escritos en color rojo. Al observarlos sintió un fuerte zumbido y un dolor en el brazo izquierdo que se dirigía con opresión hasta su pecho. Se levantaba del sillón con aspavientos, con falta de aire y raros sonidos. Iba hacia la cercana caja fuerte tirando todo lo que se encontraba por medio al apoyarse. El dolor seguía más fuerte. Al llegar con algo de aliento que aún le quedaba, marcaba los seis dígitos luminosos y con un sordo ruido se abría la puerta de la mediana caja fuerte. En el fin de su mirada observaba la caja vacía donde perdía cuantiosos cheques, gran cantidad de dinero en metálico, documentación confidencial y joyas de sumo valor, y, un juego copia, de las llaves de su casa. Al terminar de palpar en el fondo, cogía un pequeño papel que leía: «¿Dejaría de trabajar si se lo puede permitir? No olvide que las empresas las montan las personas». Con varios quejidos de ahogo perdía la consciencia.

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