Templo para fóbicos

Templo para fóbicos

Dicen que si uno viaja al pasado y regresa entero, entonces ha sanado.

Analicé alguna vez: «Para la mayoría de la gente una escuela es un lugar adorable, un lugar propicio, un lugar donde suceden cosas justas. La mayoría de las  personas prefiere estar al aire libre, o en la oficina, o el hogar, pero yo… Crecí aquí. Mientras mi madre estaba en rondas, aprendí a leer en la galería. Jugué en los depósitos de antiguas bibliotecas, coloreé con acuarelas en las carpetas usadas.

La escuela era mi iglesia, mi juguetería, mi casa. La escuela era mi lugar seguro, mi santuario. Me gusta aquí. Corrección: Me gustaba.»

Pensé que para mí iba a ser igual. La profesión de mi madre. Mujer abnegada a criar a sus hijos en la viudez prematura. Fue como un presagio. Un destino. No habría sabido hacer otra cosa. O tal vez jamás aprendí a hacer ni siquiera eso.

Durante los años en el campo desperté con la noble pasividad de la naturaleza. Los cuatro elementos eran el gran salón para descubrir, con un rebaño de estudiantes pastoriles, como funciona la vida a partir del conocimiento y adquirir las habilidades y hábitos que podrían darnos instrumento para salir al mundo. Ojalá me hubiera quedado allí, con ellos, en ese capullo que en cierto modo jamás me quiso soltar.

Ahora que miro hacia atrás puedo ver mucho mejor y no con frecuencia la oscuridad se puede ver desde la luz.

Bailaba, reía, era gracioso, espontáneo, vigoroso, entusiasta. Solo tenía gestos diferentes que al parecer les irritaban. Pronto la urbanidad manifestó que no era bienvenido.

Este amaneramiento fue causa de conflictos, de rechazo y humillaciones, contribuyó a que los alumnos, pre adolescentes en su mayoría, se vieran influenciados por las familias en las faltas de respeto y tolerancia.

Los pares de trabajo se mantenían al margen simulando desentendimiento y murmurando por detrás. Estaba solo. Todo fue un efecto dominó, a medida que me volteaban con sus maltratos, sin darse cuenta, ellos, todos, caían conmigo y el salón de clases fue un derroche voraz de energía. Una hecatombe en el que la horda me castigaba mientras me derrumbaba como las estatuas en las historias de guerra.

Para los directivos fue más cómodo poner su pie en mi cuello. No les quedaba opción. Solicitaron una baja de oficio. No sé si hubo mobbing, pero la cronificación del estrés laboral, el agotamiento físico y mental se prolongó en el tiempo y llegó a alterar mi salud con secuelas que aún son tangibles.

La vida continúa sin embargo, las tragedias fortalecen. Al principio el ego se defiende intentando engañar ciertas realidades. Enfrentarlas, no obstante, resulta, con la madurez, ser la elección más digna.

Hoy simulo cierta hidalguía. De verdad reconfortante y animada. Fruto frecuente de las aflicciones que han perdido el poder de herirnos y puedo conformarme con la reflexión y el desapego.

Los fóbicos son graciosos. Algunos por los arácnidos, otros por los reptiles, por los batracios, por algunos roedores, y estos seres ni están enterados, ni se dan por aludidos.

No pueden soportar verlos ni siquiera en la mano de otros que sí los adoran.

Sus gesticulaciones horrorosas los hacen hilarantes. Tiemblan, se muerden, se tiran de los pelos, cruzan la vereda, sienten náuseas, elevan plegarias hacia un dios en el que no creen y dicen que la naturaleza se equivocó al haber dado base a ciertos especímenes que no los contentan. Si por ellos fuera los aniquilarían y esto los hace más proclives al hazmerreír ya que demuestran que su poder solamente rige en el disgusto.

De ahí que a veces les queda el recurso del odio, y vociferan por lo bajo, golpean, muerden, hacen justicia por mano propia, matan sentimientos, respetos, esperanzas, quitan la vida a los que son objeto de su asco. Maltratan disimuladamente. Se lavan las manos con la sangre de los «engendros» y entre ellos se colocan las alfombras para cruzar los charcos.

Cuando por fin se deshacen de las existencias que los alteran, casi siempre y pronto surgen otras. Se preguntan de dónde salen tantas alimañas. Se miran entre ellos y deducen

_ son esos. Los decolorados, o tal vez los que alabaron al vellocino de oro, o los que osaron rozarse las mejillas o darse las manos.

Les enseñan a sus primogénitos a temer a las brujas pero no a los que las mataron.

¿Con campanas llamarán a misa? La verdad que pensarlo me da un poco de risa.

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