Tenía poco más de una hora para volver a casa, poco más de una hora cuyo valor real era nulo.
¿Por qué debía quedarse una hora más? Daba igual, si algo había aprendido en sus años de
estudiante de secundaria, cursando materias que difícilmente le importaban o con una difícil
justificación, es que muchas veces el sistema capitalista es meritócrata tal que estúpido y arbitrario.
Hay veces en las que uno solamente tiene que agachar la cabeza: ¿Por qué tengo que quedarme a
deshoras si ni siquiera tengo trabajo? ¿Por qué debo pasar todo el día en la escuela?
El sistema, tan práctico como presume ser, realmente no tiene una respuesta, o al menos no una
respuesta con sentido. Sencillamente tienes que cumplir horario – Incluso si no tienes motivo
alguno para seguir en un determinado lugar – porque sería de mal gusto que pases mucho tiempo
en casa.
Soltando un pesado suspiro miró el complaciente y deprimente reloj que brillaba en la sala de
descanso, apoyando su cabeza sobre la palma de su mano mientras veía a sus compañeros.
Riendo, conversando o simplemente tomando mate. Perdidos en sus propias ideas, parpadeando
varias veces para gozar de esos plácidos segundos de oscuridad e intimidad, segundos que se
rompían antes de lo deseado, contrariando por completo la voluntad de su propio cuerpo sin más
afán que el de seguir despierto. ¿Cuántas horas habría pasado sin dormir? No, ni siquiera era eso
lo que lo tenía agotado.
Le agotaba la idea de que mañana, a las seis de la mañana su alarma sonaría y su pareja
preguntaría: “¿Por qué te levantás tan temprano? ¿No entrás recién a las ocho?”, a lo que
respondería de manera monótona y somnolienta: “En teoría entro a las ocho, pero tengo que
estar ahí siete treinta”. Y tras eso dormiría media hora más, para levantarse, calzarse aquel
uniforme ridículamente tosco y marchar al trabajo.
El supuesto chaleco anti-balas estaba realmente vencido, era aparatoso e incómodo a la mar que
inútil. No cumplía otras funciones más que la de aparentar que las fuerzas policiales realmente
estaban bien armadas, y lo mismo pasaba con sus botines, tan viejos y rotos que más que ayudar a
algo solo permitían que el barro y el frío traspasen con mayor facilidad.
Las fuerzas policiales eran esto. Una broma de tan mal gusto que parecía ser la viva imagen del
sistema actual: El arma verticalista que dice mantener el orden de la sociedad, solo que esa arma
está tan sucia que sus mecanismos no funcionan, y es empuñada por una persona triste, agotada y
hambrienta. Los uniformes están limpios, impolutos pero solo por afuera, y no tienen más valor
que el disfraz de cartón de un infante. Nada funciona como debería funcionar, nadie eligió
pertenecer a este sistema, solo fue la alternativa que quedó e incluso así la institución se jacte de
una época donde todo funcionaba como debía, incluso si esa época fue poco más que la pantalla
de un gobierno de facto.
No odiaba su trabajo, no odiaba lo que hacía. Era lo suyo, tenía un sentido de pertenencia por la
institución… pero no siempre había sido esto lo que quería hacer. A veces, cuando se estaba
dormido en medio de los descansos de patrullaje de la madrugada, su mano garabateaba algunos
monigotes en cuya estética intentaba asemejarse en algo a aquellas viejas caricaturas japonesas que
veía en su infancia, pensando en aquellas historias que al inicio no eran más que intentos de
imaginar nuevas aventuras que continuaran la épica odisea de los personajes que veía en ellas,
pero que eventualmente se habían graduado a historias propias, historias y diseños propios que
alguna vez, habían sido lo más importante que tenía. Y no es que fueran importantes por calidad
o diseño, tampoco es que fueran particularmente buenos y en el mundo posiblemente había
millones de productos mejores que cualquier cosa que él pudiera hacer. Eran importantes
porque eran producto de su imaginación, una creación propia.
Pero ahora, más grande que su persona era la familia, y ni siquiera su pareja era realmente
importante, tan solo estaba pensando en el infante del que se hacía cargo. Crecer, había sido
darse cuenta de que en esta vida, darle vida a los sueños personales solo está en manos de unos
pocos privilegiados y que en su caso, no pertenecía a esa elite. Crecer al final del día había sido
sinónimo de perder un concurso y ni siquiera tener ese patético cartel de “seguí participando”, no.
Había perdido la carrera de la vida, esa carrera por ver quién será la privilegiada persona que
pueda vivir en base a sus sueños, y como había perdido, ahora solo le quedaba intentar que sea la
generación que le seguía, que fuera su hijo, quien tuviese esa oportunidad.
Eso era consuelo a veces, pero también a veces se encontraba a sí mismo dibujando,
descubriendo que con cada día que pasaba, su técnica iba emporando. Y a veces, sentado en la
sala de descanso, no podía evitar pensar si acaso esto era todo, si este era su destino.
“Aún soy joven, ¿En serio se supone que de ahora en más esto es todo lo que queda?” Pero
nadie respondía. Nada respondía, solo quedaba él para responderse aquella pregunta. Y se la
hacía allí sentado, viendo el reloj. También se la hacía al llegar a casa.
A veces era molesto, a veces esas preguntas rondaban su cabeza todo el día, y al final nunca había
una respuesta. Al final del día, solo podía llegar a casa y con un poco de suerte, a veces, podía
encontrar a su hija entusiasmada, queriendo que dibuje para ella. Con un poco de suerte ella
querría que le cuente alguna historia.
Pero aún faltaba una hora.
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