Como era de esperar, mi llegada a casa siempre iba acompañada de la luna, mi cabello despeinado y la sombra de ojos desvanecida de mis párpados por la jornada. El pesar de mis pies, mi cuerpo y de mi mente, estaban presentes más que nunca desde que la primavera empezaba a mediados de septiembre. Una sonrisa para cada persona que asistía a mi trabajo, un gesto de amabilidad y mi mejor voluntad de dar lo mejor, algo que sería fácil para cualquiera que estuviera en mi lugar; para mí, era un poco más difícil, por mi falta de sueño sumándole a eso lo rápido que se consumía mi energía al tratar con personas desconocidas día a día hasta que el sol se pusiera.
Lo único que pasaba por mi cabeza de camino a casa era que quería derrumbarme en mi cama para no saber de la existencia de lo que había sido mi jornada, mientras las llaves tintineaban en mi bolsillo haciendo que mí impaciencia creciera; cada paso que mis pies daban anunciaba que estaba más cerca de cumplir mi objetivo. El viento soplaba fuerte lo que hacía que mi cabello se despeinara más, las estrellas brillaban en el cielo oscuro y los focos de la calle las imitaban.
Ojalá simplemente pudiera cerrar los ojos para tener un sueño reparador, pero las pesadillas recurrentes hacían que despertara cada dos por tres, iban desde creer que no había alimentado a los gatos hasta de mí misma gritándole a mi padre por el teléfono, quizá, hasta cosas más violentas que no podía recordar ni quería hacerlo. Sentía tantas cosas por todo lo que rodeaba que, a veces, no procesaba que era lo que estaba sucediendo y una de las consecuencias era proyectar todo en mis sueños. Siempre fue más fácil entender lo que le pasaba a los demás que lo que yo misma sentía; y es que mi madre siempre me ha dicho que la luna me afecta de sobremanera. Quizá era una licántropo, no lo sabía. De lo que tenía certeza era que mis pensamientos hicieron más ameno mi llegada a casa, porque ya estaba en la puerta cuando me salí de mi cabeza.
-“¡Volviste!” –Me dijiste con una sonrisa inmensa mientras me sacabas el bolso que traía colgado del hombro.
-“Sí, volví.” –Te respondí casi con un suspiro de lo cansada que estaba. Y ni siquiera noté lo seca que fui al contestarte.
Me miraste con cara de preocupación, como si supieras lo que pasaba. No preguntaste nada, porque, probablemente, mi aspecto respondió al menos dos tercios de tus cuestionamientos. Colgaste las llaves que dejé en la mesa y fuiste acomodando todo el rastro que dejaba camino a mi habitación. Abrí la puerta de ella buscando mis tesoros:
-“¿Y mis gatos?” –Pregunté de mala gana al ver que no se encontraban donde siempre mientras me volteaba a buscar una respuesta.
-“Ah… Sí…” –Dijiste con un tono suave mientras mirabas hacía arriba. –“Se pusieron a llorar cuando me sintieron llegar a la casa y los saqué, están mi cama durmiendo.” –Te reíste un poco. –“Bueno, estábamos durmiendo los tres.” –Solo te miré con gesto de desaprobación, así que te hiciste un paso hacia atrás. Dejé de prestarte atención para buscar mi pijama en el closet.
-“¿Qué pasa?” -Preguntaste, mientras te sentabas al borde de la cama mirándome escarbar entre mis cosas. No respondí. –“¿Haz dormido mal?”
-“Sí.”
-“¿Por eso estás tan distante de mí? No te veo más de una hora al día y te extraño.” –Dijiste con un tono triste, así que me giré para prestarte atención.
-“Solo estoy cansada. No es nada más, además, vivimos juntos.” –Intenté responder con el tono más amable que me salió.
Te quedaste en silencio, así que volví a lo que estaba buscando. Tiraba la ropa al piso como si no hubiera un mañana, como era posible que alguien tuviera tantas prendas que no usaba. Siempre fui desordenada y creo, que nunca he hecho por cambiar ese hábito en mí. Seguí así un par de minutos hasta que di con lo que me hizo botar más de la mitad del closet al piso.
-“Deberías ducharte, quizá así puedas dormir mejor. Te lo recomienda la persona que se pegó la siesta de la vida luego de eso.” -Me comentaste con un tono de ánimo buscando al menos, sacarme una sonrisa.
Te miré. –“Tienes razón. Debería hacer eso.- Empecé a observar mi habitación y noté que no estaba igual que cuando salí en la mañana. –“¿Hiciste mi cama?”
-“Sí…” –Respondiste mirando tus pies mientras apoyabas tus manos en las rodillas. –“¿Está mal? Pensé que estarías cansada como para hacerlo.”
-“Siempre lo haces, ya te he dicho que puedo hacer las cosas sola.” –Respondí mosqueada por tu buena actitud.
Me miraste con ojos de cachorro herido, mis palabras filosas habían atacado tu buen corazón. –“Sé que estás estresada y no tienes por qué hacer las cosas sola.” –Se te puso roja la nariz por aguantar el nudo que tenías en la garganta. –“No es necesario que trabajes tanto, yo puedo…”
-“No voy a dejar que termines esa frase.” –Te miré llena de rabia. –“No quiero ni voy a trabajar menos.”
Tomaste aire para contradecir lo que estaba diciendo, pero antes de que pudieras siquiera enlazar tus palabras te las tragaste, ya sabías que tener esa conversación conmigo solo conduciría a un pleito innecesario que ibas a perder, dejándote triste, a mí malhumorada. Así que solo dejaste caer tu cuerpo en la cama y suspiraste llevándote las manos a los ojos. Antes de que pudieras recobrar el ánimo para discutir conmigo, hui a la ducha siguiendo tu consejo.
Di el agua esperando que se pusiera lo más caliente que pudiera, me senté al borde de la tina, me tapé la cara suspirando. Me quité los zapatos y la ropa mientras el vapor inundaba cada rincón del baño dificultando la visión para cualquiera. Entré, dejé que me cayera el chorro de agua empapándome entera, mi cuerpo se relajó sacando de mi cabeza los pensamientos intrusivos que había tenido, el casi-pleito que habíamos tenido, devolviéndome casi a mi estado natural. ¿Qué estaba haciendo?, ¿Por qué estaba actuando de esa manera? Ahora tenía mucha culpa por mi actitud de mierda, porque no podía llamarle de otra forma. Ni necesitaba trabajar tanto ¿Por qué lo estaba haciendo?, ¿Estoy evadiendo algo? Seguramente eso era, había vuelto a fumar. Siempre lo hacía cuando sentía niveles de ansiedad o estrés más grandes de los que yo pudiera gestionar. ¿Por qué? Eso era lo único que se cuestionaba mi cabeza, era uno tras otro. ¿Qué había de diferente en mi vida esta vez? Y, ¿Cuánto tiempo ya llevaba con el agua cayendo sobre mi cuerpo? Nada de lo que estaba haciendo estaba bien en ese momento, había tratado mal a la persona que amaba, tenía la cabeza hecha un lío, estaba desperdiciando agua como si el planeta fuera eterno y sobre todo, me estaba auto flagelando con mis malos hábitos. Corté el agua, me vestí y me sequé el cabello lo más rápido que pude. Al final, la ducha no solo limpió mi cuerpo, sino, también una parte de mi mente.
Miré al espejo preguntándome a mí misma en voz alta. -“¿Qué estoy haciendo?”
Abrí la puerta dejando salir todo el vapor, volví a mi recamara, ya no estabas ahí, normal, te había tratado pésimo, me senté en la cama para reflexionar en torno mis acciones de ese día y es que me estaba desgastando por algo en lo que solo me pagaban. Me sentí como un fraude al descubrir eso. Miré alrededor, ya no estaba todo tirado en el piso. Abrí el closet y estaba ordenando, parece que realmente esa ducha me tomó más de lo que creí. Miré la cama que estaba ordenada, lista para meterse en ella, sonreí para mí misma. Supongo que solo alguien que te ama haría eso o bueno, quizá alguien maniático del orden. Aunque estoy un 98% segura de que no era lo segundo.
Me armé de valor saliendo de las cuatro paredes que habían anidado hasta mis peores miedos. Pasé a tu habitación, pero no estabas ahí. Siempre dejabas un rastro de luces prendidas por donde fueras, así que las iba apagando a medida que me acercaba a ti. Y todo apuntaba a que estabas en la cocina.
-“Dejaste las luces prendidas de todas partes.” –Te dije cuando vi tu silueta apoyada en el mesón que teníamos allí.
-“Sí.” –Sonreíste como si estuvieras jugando a algo. –“Fue divertido escucharte pasar por mi pieza buscándome.” –Hiciste una mueca como recordando algo. –“Aunque las demás si se me olvidaron, ya sabes como soy.” –Reíste como si no te importara en lo absoluto.
Yo también me reí, me regalaste una sonrisa cuando me viste hacerlo, aunque nos quedamos callados por unos minutos mirándonos, aunque por instantes yo evitaba hacer contacto visual contigo. Respiré hondo.
-“Bueno…”
Negaste con la cabeza antes de que pudiera articular el discurso que había hecho en mi cabeza para pedirte perdón. –“No hay por qué disculparse, sé que no has tenido una buena semana. Y no volveré a mencionar lo de trabajar menos. Lo prometo. No me incumbe.” –Me dijiste de manera cálida abrazándome con tu mirada.
Y yo… yo solo quería llorar, porque realmente sentía haberte tratado tan mal, no solo hoy, sino que toda la semana, actuando egoísta, prepotente, fría y como si mi palabra fuera un mandamiento. Me había vuelto una tirana contigo, así mismo, conmigo. Sentía como me subía la sangre a la cara, me empezaban a caer las lágrimas haciendo que mi respiración se agitara. Miré mis manos llenas de heridas hechas por mí misma a raíz de mis nervios, te miré a ti. No era justo en lo absoluto.
-“No, no está bien. Yo realmente lo siento.” –El llanto caía por mis ojos. –“Yo sí debería dejar de trabajar tanto y estar más contigo, prometo que…” –Me ahogué con mi respiración entre cortada. –“Prometo que lo haré.”
Me miraste con asombro al recibir esa reacción, quizá nunca me había visto tan desesperada como en ese instante. –“La verdad… yo solo me conformaba ahora con que tomaras un chocolate caliente conmigo ahora… Eso estaba haciendo.”
Me reí por la cara que traías y me vi bastante ridícula, porque casi me vuelvo ahogar, tenía la cara empapada, no había dicho ni la mitad de las cosas que pensaba y sentía. Tenías rostro de no haber disfrazado bien que perdiste muchas batallas, pero ganaste la guerra, así que el júbilo se veía en tus ojos azules y tus pecas se juntaron al levantar tu comisura del labio para sonreír levemente. Así que solo asentí con la cabeza aceptando tu invitación, aunque en ese momento quería hacer más que solo compartir el mesón de la cocina contigo.
-“Abrázame.” –Te pedí mientras me secaba las lágrimas que aún caían. Sentía como si hubiera sacado una carga tremenda de mi corazón. Me miraste con compasión, te acercaste a mí envolviéndome en tus cálidos brazos, podía escuchar tu corazón latir. Te apreté, como si te fueras a escapar. Yo no quería eso, yo no quería perderte por nada del mundo. Se me volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Entre tus brazos entendí que era lo que había cambiado, es que yo ahora te tenía a ti, me tratabas con comprensión, cariño y amor. Eso era lo que había distinto en mis días ahora ¿Cómo no lo había notado?, ¿Cómo pude ser tan ciega? Me aceptaste tal y como era, quizá ni yo misma lo hubiese hecho conmigo, es que yo estaba tan rota y sola. ¿Cómo no me di cuenta? El autosabotaje se apoderó de mi mente haciéndose pasar por mi mejor aliado. Yo misma había hecho todo esto para que te fueras, porque tenía miedo de todas las cosas que sentía por ti, porque te amaba, porque todas las personas que alguna vez amé me dejaron sola, pero tú siempre te quedaste. Siempre estás. Te sujeté con más fuerte pegándote hacía mí. No sé si leíste mi mente, pero como por arte de magia me susurraste:
-“Soy tu familia y tú eres la mía, no me voy a ir a ninguna parte.” –Me besaste la frente, yo te miré. Me sonreíste.
Curiosamente, esa noche había luna llena, algo, además de mí, se había transformado en mi vida: Yo ya no estaba sola y mi madre había tenido razón.
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