Dicen que cuando trabajas en lo que amas, no trabajarás ni un solo día de tu vida; y solía creer que era así, hasta hace un tiempo atrás; cuando de repente el hastío tocó a mi puerta, y este desencanto por mi trabajo, la profesión, y la vida misma, me atacó por la espalda a hurtadillas y a traición; llevé «puesta la camiseta» de la empresa durante años, sacrificando horas incontables de almuerzo o cenas a horario decente, tiempo de sueño, y por sobre todo, aniquilando paz mental con culpas, y discusiones sin sentido; Era la agónica muerte, de sueños y promesas sin cumplir, del trabajador de clase media que aspira poder escalar un peldaño más, pero que al final de la noche, apenas y tiene fuerza para mantenerse en pie y subirse al día siguiente nuevamente, a la rueda de esta carrera de ratas.
Sin darme cuenta, me había convertido en el chivo expiatorio de todo lo que aconteciera en la oficina, y a la par y sin remedio, se me había colgado al lomo, una enfermedad sin cura, que solo algunos días me da tregua. y decidió galopante, permanecer firme y no bajar la guardia.
Miro ese pasado con desdén, porque inevitable me es aún, una franca amargura, y me pregunto, de que sirvió la lucha y el sacrificio por la empresa, si una vez que crucé la puerta de salida, había ya en reemplazo, otro incauto ser sentado en el banquito que ocupé por tantos años, dispuesto a estar en piloto automático, y a deshilachar su propia existencia, hasta que el cuerpo, el hastío o el jefe se cansen y digan basta, para que pueda pasar el siguiente, a completar la ronda de capitalización empresarial, con el slogan favorito del explotador disfrazado, «hay que ponerse la camiseta».
Es curioso como algo, a lo que pusiste tanta pasión e ímpetu un día, se desvanece en las cuerdas del tiempo, y hoy te deje solo este sabor a hiel; pero a quién he de culpar, sino a la misma culpa que me carcomió la testa, por no haber querido soltar algo que me costó tanto, de todo, alguna vez.
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