LOS SUPERVISORES LLEGARON pasada la medianoche. De pie junto a la puerta, se sintió realmente frustrado al verlos entrar. Nada que hacer. Aproximadamente a un metro de distancia yacía una mujer. Uno de los hombres se acercó y con malicia le pellizcó la mejilla. Después retrocedió. La mujer no hizo ningún movimiento.

—No la muerdas, que todavía no está muerta —dijo él.

—¿Cómo lo sabes, Mick? —preguntó el hombre.

Mick no habló.

La mujer seguía inmóvil. Los ojos inexpresivos. Estaba sentada ante la mesa del comedor —que usaba como escritorio— con la sien apoyada sobre el teclado de una laptop; un espejo negro la pantalla. Sobre la mesa había restos de una cena, un cenicero medio lleno y una lata vacía de Coca-Cola. Mick miraba el cuerpo con pesar. No se veía ni joven, ni vieja. Parecía tener el rostro acostumbrado a tareas repetitivas. La boca entreabierta.

—¡Por supuesto que no está muerta! —dijo por fin.

—Habrá que asegurarse —señaló un segundo hombre.

Mick no sabía qué hacer. La tensión era palpable.

Por primera vez desde que la contemplaban, la mujer estiró las manos hacia su pecho y después hasta la boca. Estaban llenas de cicatrices y rígidas en sus articulaciones. Tenía las uñas al rojo vivo. Los dedos se le habían enrojecido, como si estuvieran heridos. Entonces, por un instante, pareció boquear como pez fuera del agua. Mick observó cómo aquel rostro palidecía de inmediato. Los hombres sonrieron.

—¡Ahora sí que está muerta! —exclamó uno.

—Es sólo un espasmo —objetó Mick.

—¡Mordámosla! —aventuró el otro.

—¡No, esperen! —dijo Mick.

—¡Sí, mordámosla!

—¡Esperen!

—¡Mordámosla!

Se abalanzaron sobre ella, y detrás fue Mick. Pero cuando estaban a medio metro, se detuvieron en seco. La cara de la mujer se había tornado una mueca de furia, y aplaudía lentamente, sin apartar la vista. Por un momento, Mick pareció hacer rueda. Sus piernas se habían bloqueado en el aire, como si estuvieran tratando de abrirse paso a través de una gruesa capa de lodo. Algo las había detenido. Los supervisores flotaban, paralizados.

Uno de ellos soltó una carcajada.

—¡Ea, Mick! —dijo—. Sí que eres un gran payaso.

Mick contuvo la rabia. Se preguntó si estaría equivocado al pensar que el sarcasmo del hombre era un intento de ocultar la verdad, ocultar que estaba cagado de miedo.

—No sé qué quieres que haga —dijo Mick, finalmente.

Aquel levantó una mano, como si estuviera a punto de golpear su propio rostro. Pero en vez de eso, colocó el índice y el pulgar sobre sus labios, como hacen los actores antes de abrir la boca para expresar una reflexión. No alcanzó a decir nada. La pantalla del computador comenzó a lanzar destellos, y luego de un instante mostró una boca. Y cuando esta se abrió, de ella emergió un manojo de colmillos. Uno de los hombres echó la cabeza hacia atrás y mostró dos colmillos afilados.

—¡Sí, carajo! —señaló el otro, que flotaba frente a la puerta.

La mujer tenía las manos frente a ella. La sangre corría desde sus dedos hasta los antebrazos como una sombra que la noche puede generar en su camino. De repente, se dio la vuelta y miró a Mick a los ojos, con una sonrisa descompuesta.

Mick sintió un estremecimiento. Se limitó a mirarla, con una expresión impenetrable en el rostro. Por alguna razón, supo de inmediato que aquella era otro tipo de sangre. Sufrida. Tormentosa. De ingerirla, podría causarle una indigestión, pensó sorprendido.

Los otros, todavía flotando, se habían transparentado, como si en un principio hubieran estado opacados por una fina capa de humo blanco. Mick agitó piernas y brazos y consiguió apoyar los pies, aunque a duras penas, y se acercó como pudo al borde de la mesa, que ahora parecía una cama de hospital.

—¡Qué demonios! —musitó, parpadeando sorprendido—. ¿Qué es esto? —Miró a su alrededor, intentando dar con una explicación, pero sólo vio las paredes blancas y el techo cielorraso—. ¿Dónde estoy?

Justo en ese momento, por la puerta entró una enfermera.

—¡Mick, estás despierto!

—S-Sí —apuntaló él, todavía confundido—. Supongo que sí.

—¡Ea, Mick! —dijo un hombre detrás de la enfermera. Venía con otro. Se señaló el pecho—. Casi, casi, ¿ea?

El otro se acercó a un ramo de flores que había a un lado de la cama. Cogió la tarjeta. «Valoramos tu esfuerzo». Contuvo la risa.

Mick puso los ojos en blanco y se sentó en la cama. Consideraba a aquellos dos unos chupasangres.

—Por favor, señores —dijo la enfermera—. Visitas después de las ocho.

Los hombres asintieron, descontentos.

—Ea, Mick. Tomátelo con calma —dijo el primero—. Ya sabes, el trabajo no lo es todo… —Guiñó un ojo. Caminó hacia la puerta y salió. El otro lo siguió.

El murmullo de sus voces llegó a Mick desde el fondo del pasillo.

—No entiendo qué podría molestarle tanto —comenzó a decir uno, en tono pesado—. Podría llegar a ser el favorito del jefe, el que recibe todas las atenciones. Siempre pudiendo hacer lo que quisiera.

Justo fuera del hospital, al otro lado de la calle, había una camioneta esperándolos.

Mientras caminaban, uno de ellos sacó su celular y marcó un número. Sí, lo hemos visto, dijo. Muy bien, todo en orden. Sí, mejorando. ¿Qué? No, no es nada. Seguro volverá pronto al entrenamiento. Sí, vamos en camino. Acabó la llamada y lo guardó.

—¿Podrá recordar? —preguntó el otro.

—No lo creo —respondió el primero. Se subió a la camioneta y se dio la vuelta para mirarlo—. En estos casos —dijo, asomando dos colmillos—, habrá que empezar de nuevo.

La camioneta arrancó y desapareció detrás de un edificio.

Mick se enderezó en la cama, el semblante caído. Pensó en la mujer del sueño y cogió el ramo de flores. Se contuvo de lanzarlo, mirando hacia la ventana.

Acompasados, como vientos fantasmales, llegaban desde el exterior los crepitantes sonidos del tráfico. La ciudad bullía. Fuera, en algún momento, en algún lugar, se hacían cosas.

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