Era jueves. Acababa de tomarme un jugo de naranja con unas gotas de aceite de oliva que, según mi madre era una bebida buena para la digestión. Particularmente este zumo me pareció un poco agrio, porque lo preparé la noche anterior y lo había dejado en el refrigerador como acostumbraba a hacer desde que murió mamá. Luego me recosté en la hamaca, tratando de conciliar el sueño, pues mi jornada de trabajo se había prolongado hasta pasada la medianoche. Habrían trascurrido unos minutos de una siesta profunda, cuando irrumpió estrepitosamente en mi cuarto, Frank, mi vecino y compañero de labor. Desperté bruscamente. Estaba pálido. El sudor le bajaba por su espesa barba. Lo miré, con su estatura deforme y su escualidez, para dar lugar a un momento tenso y pesado que parecía el presagio de un infortunio. Al mismo tiempo, me miraba con ojos desencajados para advertirme – ¡Quebró la empresa! – ¡No tenemos empleo!…
No dije nada. Me serené. Volví a recostarme en la yacija, dándole la espalda a Frank. No me preocupé ya que, a mi corta edad, las oportunidades de trabajo son pocas y si las hay, son mal pagas o con visos de esclavitud. – Algo mejor vendrá- murmuré.
Digamos que para un millennial de veinticinco años que nació en la generación del facilismo, estos eventos no tienen relevancia y quizás sean una oportunidad para empezar de nuevo, con un propio canal de You Tube o acaso siendo un cantante de hip-hop. De hecho, nunca creí que un empleo significara tanto para alguien, pero pronto comprendí: Frank vivía con sus cuatro hijos pequeños, su esposa Berenice y una suegra recién llegada del campo; una situación preocupante para un hombre responsable que apenas sostenía la familia con su precario trabajo.
La fábrica era de zapatos. En la solapa del Overall, Frank portaba orgulloso su escarapela de «remachador». Trabajaba incansablemente hasta medio día; luego, venía a ver a su esposa y a sus hijos, almorzaba en familia y salía conmigo a las tres de la tarde. Yo también era “remachador” pero asistente. Él terminaba su turno a las seis, yo, a las once de la noche. Me parecía una jornada descansada y por eso la había tomado.
Todo esto lo pensaba de espaldas a Frank que seguía mirándome. Volteé a mirarlo, para ver cómo se secaba el sudor con un viejo pañuelo y salía del cuarto golpeando la puerta. Traté de dormir de nuevo, pero ahora pensando – ¿Qué haré mañana? – aunque me importara poco. Tampoco me atrajo la idea de levantarme o ir a la fábrica a preguntar. Simplemente dormí.
De pronto, empezó en mi estómago un fuerte vacío, que se convertía poco a poco en un dolor irresistible, acompañado con ideas delirantes y alucinaciones. Pensé que era la úlcera que tiempo atrás me había pasado factura por el hambre y las gomas de mascar que devoraba para tener la sensación de estar comiendo algo. Se acrecentó terriblemente la tortura que ya no estaba solamente en el abdomen; se había desplazado hacia la cabeza y todo el cuerpo. Me sentí desorientado y medio loco. Sudaba y me acordaba de todo: del jugo de naranja, de la familia de Frank, del trabajo que habíamos perdido y de mis padres. Todo se sucedía tan rápido como una pesadilla. Traté de levantarme, pero fue inútil.
Desesperado empecé a dar vueltas en el catre hasta que caí al suelo para luego quedar inconsciente. Al rato desperté y me encontraba allí quieto, inútil e incapaz. El dolor era tan insoportable que no me daba fuerzas para gritar. Incorporándome difícilmente logré llegar a la puerta de la habitación y con un loable sacrificio conseguí tomar la chapa. Abrí el portón y alcancé a divisar con mis ojos nublados el cuarto de Frank que quedaba justo frente al mío. Me arrastré y con las pocas energías que aún conservaba, golpeé con fuerza. Esperé un momento fijando las pupilas en el techo. Estaba en medio de un charco de sudor. Nadie abrió. Me pareció extraño. Oí murmullos y me desmayé.
El viernes, amanecí en una cama de hospital. Estaba anestesiado y alcanzaba a divisar un frasco de suero. Advertía náuseas y ganas de vomitar. Seguidamente entraron dos médicos. Uno de ellos se acercó, me observó los ojos con una linterna y me preguntó:
– ¿Fuma? ¿Bebe? ¿Es drogadicto? Y aunque tratara de contestarle no podía, percibía mi lengua del tamaño de un pulmón.
– ¿Y ya se sabe cuanta dosis de escopolamina consumió el paciente? –Interpeló el segundo médico –
– No Dr. – Pero si sabemos que fue alta, muy alta, por poco muere, pero es fuerte, solo que estará en estado vegetal por mucho tiempo. Su condición cerebral es crítica -concluyó-.
Mi asombro con la conversación no me daba el tiempo para poder descifrarla. ¿Escopolamina? ¿Yo? y volvían a mi mente las escenas que me habían precedido el día anterior.
Al atardecer, en las horas de visita, con la visión aun borrosa alcancé a observar una cara conocida. Cerca de mi cama, casi arrodillada y llorando profundamente, Berenice, la esposa de Frank, tomándome la mano, me pedía perdón. Creí entenderle que el miércoles luego de la salida de la factoría, el jefe llamó a Frank para informarle que uno de los dos “remachadores” debía salir al otro día por «reestructuración» interna. A lo que Frank orquestando un maquiavélico plan, la obligó a colocar la porción de escopolamina en el jugo de naranja que sabía que yo iba a tomar, pues ella le hacía aseo a mi cuarto. La idea era impedir mi asistencia al trabajo y así Frank tendría la coartada perfecta para conservar el puesto. El problema fue no calcular las consecuencias.
Han pasado dos años. El daño es irreversible. Estoy perdiendo la memoria progresivamente, me cuesta volver a conseguir empleo. Solo me ronda en la cabeza la pregunta que una y otra vez se debe estar haciendo Frank en lo profundo de su alma: ¿Era necesario?
OPINIONES Y COMENTARIOS