IMPLOTADO EN EL MICRON

IMPLOTADO EN EL MICRON

Angel Giovannetti

10/09/2022

IMPLOTADO EN EL MICRÓN

Su trabajo era de extrema precisión, tanto que cualquier desvío al respecto lo mortificaba, lo angustiaba y haría lo imposible para rectificar el error. Su agotadora filosofía y responsabilidad no le permitían salir del rol de implotado en el micrón. Así, como las matemáticas se construyeron en base a resultados precisos, minuciosos y con la constancia en el uso de los números y fórmulas, nuestro personaje era parte de ese engranaje ocupando un espacio sin imperfecciones. Preciso, constante, meticuloso, obsesivo con el resultado de su profesión y trabajo. No se podía separar de las circunstancias cotidianas, en su casa, en su forma de vestir, en su forma de actuar o de desenvolverse en sociedad, todo debería ser perfecto. Sus compañeros de la fábrica lo admiraban, pero a su vez se compadecían por saberlo poseedor de ese karma.

Extremadamente reservado en sus decisiones, relacionarse lo sacaba del ostracismo de la precisión, de ese mundo implotado en la milésima de milímetros. Pensemos que estaba encerrado en los límites que le otorgaba el espacio de un metro que equivale a mil milímetros y si a estos lo dividimos por cien y nuevamente por cien, por último, a la resultante la dividimos por otros cien; así llegamos al micrón. Ese era el espacio donde nuestro matricero Augusto tenía que lidiar los trescientos sesenta y cinco días del año. Alienado en ese destino, bajaba al agujero implotado, todos los días, como el fogonero del mismísimo infierno. No se podía dar el lujo de que se apagara el fuego. Si así fuera lo dejaría separado, y ya no sería parte del infierno. Lo llevaría a no poder perdonarse por toda la existencia si incurriera en semejante error.

Desde pequeño y no sabemos por qué, a Augusto Timoteo le apasionaban las matemáticas. Su maestra de primer grado lo había señalado: “un apasionado por los números”. Todo pasaba por los Jeroglíficos Sumarios y con ellos se entretenía muchas horas por lo cual se habían convertido para él, en una fascinación.

Apenas recibido de ingeniero en la Universidad Tecnológica ocupó un lugar como ayudante en la sección matricera de una empresa multinacional. Una renombrada empresa dedicada a construir herramientas de extrema calidad y precisión. Fue el inicio de una carrera signada con la obsesión por lo perfecto. Adquirió el estilo de un autómata programado, incorporando un chip que guiaría su trayectoria y sus conductas para toda la vida.

Cada cosa que utilizaba ocupaba el lugar apropiado en su mesa de trabajo. Se alteraba con las bromas de sus compañeros que para hacerlo enojar le escondían las herramientas o simplemente se las desordenaban. Logró, para que eso no ocurriera, que su jefe y la empresa le construyeran un box cerrado donde nadie pudiera acceder sin permiso y así lograría trabajar tranquilo y concentrado. Allí pasaba horas y horas implotado en el micrón.

La construcción de una matriz amerita esa obsesión para lograr la fabricación, en serie, de una determinada pieza. La pieza resultante de esa matriz era la que en definitiva determinaba qué grado de precisión debía tener y que Augusto, como un escultor, cincelaba. Un proceso de muchos meses; un error en el transcurro de los mismos por más ínfimo que fuera, saldría a la luz. Daría un golpe certero a su ego si había fallado. No debería ni se lo permitiría. Así de insoportable era la vida de este hombre soltero. Las mujeres que conoció debían ser perfectas según su visión. Al cabo de las semanas todas tenían algún defecto que las alejaba. Una sola, le había llamado la atención. Se atrevió a compartir con sus compañeros de trabajo más allegados, que esta joven tenía algo, que no sabía definir. A su imperfecta juventud se sumaba la vestimenta estrafalaria. Usaba vinchas de colores, aros y collares que Augusto odiaba. Sin embargo, en momentos de compartir, ella cantaba poesías que también creaba.

En la balanza de la objetividad de nuestro personaje había muchos defectos en esta extraña mujer y desestimó la relación.

Los días pasaron cuando sus compañeros de trabajo lo vieron ingresar en el box de trabajo. Su jefe le había asignado uno de las tareas más difíciles de realizar. La precisión debería ser extrema, no había ninguna posibilidad para el error. Todos sabían que por su capacidad sería el único en llevarlo a cabo. De pronto creyeron que ya era el quinto día consecutivo que no lo veían salir de allí. Inquietos y preocupado le pidieron al jefe que rompiera la cerradura de la puerta del box para ver qué estaba pasando.

Al abrir encontraron los zapatos y el guardapolvo de Augusto desparramados en el piso. El no estaba. La matriz sobre su banco relucía como una boca hambrienta. Perfecta, extremadamente brillante, tentadora como una mujer de infinita seducción. Los intrincados recovecos convertían a la herramienta en un laberinto de escondites, pasadizos y de difíciles formas donde encontrar alguna razón coherente con la desaparición. No había manera de pensar que un ser humano común se perdiera dentro. Sí, en el caso de Augusto, ya que siempre hubo dudas sobre si sería un hombre común.

Llegaron a la fatídica conclusión de que su obsesión por vivir implotado en el micrón lo había convertido en un hombre tan pequeño que su biología lo había traicionado convirtiéndolo en un micrón más, encerrado en su propio y deseado espacio. Había sido tragado por la perfección y llevado a lo ínfimo.

Sus compañeros y amigos se acordaron que probablemente habría una mujer escritora y artista, muy imperfecta que lo podría salvar. Si eso ocurriera los directivos de la empresa donde trabajaba Augusto se lamentarían porque definitivamente perderían a su empleado más valioso.

Angel Giovannetti  (2022)

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