El Dios del medio día.

El Dios del medio día.

Miguel Matz

10/09/2022

1975

Tumbado en la litera, mantenía los ojos abiertos con la mirada fija en las lamas del techo, tratando de mantener la mente en blanco para para dejarme vencer por el sopor, al que ayudaba el suave balanceo.

Inútil empeño, en cuanto se cerraron mis párpados el techo empezó a descender lentamente, hasta llegar a aprisionarme contra la colchoneta impidiéndome respirar. Intenté gritar y solo conseguí emitir un ridículo grito de «socorro» que me hizo reír de mi mismo.

Con la risa volvió a arrancar la respiración, abrí los ojos y el techo volvió a ocupar su lugar al momento.

Abandoné la idea del sueño reparador y me conformé con el simple descanso físico, mientras mi cerebro siguió en actividad, estudiando concienzudamente los surcos de separación entre las lamas paralelas que levitaban sobre mi cabeza; pequeñas autopistas por donde empezaron a circular recuerdos del pasado y utopías de futuro entremezclados sin orden ni sentido.

Entonces, el vacío presente se llenó con dos golpes: ¡Toc, toc! Se abrió un palmo la puerta y…

– «Diez minutos para la meridiana»

Era el aviso de una ceremonia diaria que movilizaba a todos los oficiales de puente. Una tradición de aquella compañía naviera, algo tan trascendental como la del té de los japoneses, aunque más parecido al seppuku cuando interrumpía un momento de dulce olvido del lugar y momento real.

Aunque Capitán, oficiales y alumnos sumábamos cinco personas, solo disponíamos de dos sextantes que sujetaban en sus manos dos de los oficiales en uno de los alerones del puente, mientras otro esperaba en la derrota atento al cronómetro, para tomar la hora.

Desde que salimos de Las Palmas el cielo permaneció encapotado y no pudimos observar las estrellas al ocaso ni al orto, cosa que sea dicho de paso, tampoco acostumbrábamos a hacer dada la rutina y poca duración -apenas tres singladuras- de navegación de altura.

El «viejo» -de 29 años de edad- se paseaba cual león enjaulado de banda a banda del puente, echando una ojeada de tanto en tanto al reloj de bitácora situado en uno de los mamparos. Viendo acercarse la hora calculada por estima, se dirigió a los oficiales del alerón:

– Atentos ahora, a ver si aparece el Dios del medio día y se despeja el cielo.

Como respuesta a su aviso se empezó a abrir un claro entre las nubes y entre ellas, rodeado de brumas, se pudo empezar a distinguir al sol. Los dos pilotos movieron ligeramente los tambores de sus sextantes, para hacer coincidir la imagen directa del horizonte con la reflejada del sol, haciendo tangentear su limbo inferior con la línea del horizonte, repitiendo la operación hasta el momento de alcanzar la máxima altura, en la que se mantuvo unos instantes antes de iniciar el descenso. 

¡Top!¡Top! Gritaron al unísono. El oficial que permanecía en la derrota anotó la hora, minutos y segundos del instante.

Sí, el Dios de la meridiana se había portado bien, tras su aparición todos los presentes nos lanzamos a a completar el respectivo cálculo previamente preparado, cantando el resultado en el que, salvo error, debíamos coincidir.

Así fue, con pequeñas diferencias sin importancia. Con la latitud y longitud obtenidas pasamos a situar el punto en la carta de navegación y corregir el rumbo.

Ya solo permaneció en el puente el personal de guardia y el resto volvimos a nuestras tareas burocráticas o a «disfrutar del tiempo libre» en nuestro forzado encierro.

2000

El catamarán de doble casco de aluminio se deslizaba sobre el agua a más de 40 nudos de velocidad. En el puente, sentado ante los controles de los motores, el Jefe de Máquinas dormitaba plácidamente. En otras dos cómodas butacas el Capitán y el 1er. Oficial vigilaban el horizonte y la información del radar; mientras en otra pantalla la carta electrónica iba marcando continuamente la derrota seguida por la embarcación, cuya situación suministraba el GPS, igual que el navegador que monta cualquier coche actual.

El cielo estaba encapotado y la visibilidad escasa, el horizonte no dibujaba una línea nítida. Todas esas circunstancias no eran motivo de preocupación especial. Para situarse en medio del mar ya no era preciso un cálculo astronómico, alguien capaz de conducir un coche podía llevar un barco a cualquier parte del mundo.

El arte de navegar pasó a ser un oficio como otro cualquiera.

2025 

El la terminal de carga el operario maneja los controles  de navegación remota , aproximando la nave a la bocana del puerto. A su encuentro va una lancha con el personal necesario para efectuar la maniobra de dar los cabos para atracar. Es el único sistema que no ha variado en siglos, aunque la maquinaria ha mejorado reduciendo el esfuerzo físico y el número de personas, se sigue precisando de alguien que lance la sisga, encapille las estachas en el muelle y aferre los cabos a las bitas de abordo. 

2055

El viejo Capitán toma asiento sobre un bolardo solitario que se ha dejado como antigüedad de museo. Observa la llegada de un containero procedente de Mumbai, la aproximación al lugar de atraque, igual que toda la navegación, las operaciones de descarga y carga en los medios de transporte terrestres está totalmente automatizada y programada por computadora, que distribuirá la carga sobre los vagones de los trenes que la llevarán a los diversos destinos.

No se ve ni un alma viviente, exceptuando al viejo jubilado, a pesar de la intensa actividad de toda la maquinaria.

Ni tan solo el amarre del barco precisa personal, las defensas del puerto son poderosos electroimanes que sujetan el casco metálico hasta el momento de zarpar, en el que cambian de polaridad y lo escupen del muelle.

Se encoge de hombros y abandona su frío asiento dirigiéndose a la llamada «Taberna del Puerto» una máquina de «vending» que por cinco yuans le sirve un té caliente reparador.

En el líquido dorado se refleja la imagen de un sol envuelto en brumas.

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