ULTIMO DOMINGO

Ocurrió en el año 1939. En Polonia. La niña no tenía más de nueve años. Tenía ojos azules y pelo largo, rubio, suavemente rizado. Dos trenzas, estrechamente enredadas, adornadas con cintas azules. Finas. De seda. Labios pintados con una barra roja del tocador de su madre. Estaba sentada sobre una alfombra de color vino, gorda, un poco polvorienta a causa de las puertas de terraza a menudo abiertas. Y la sirviente se fue de vacaciones, volverá mañana. O no. Se decía que mucha gente huía de la capital hacia el Este. Que los trenes estaban saturados, que la gente prefería estar junto a sus familias. Que, ¿para qué limpiar alfombras si la guerra estaba tan cerca?

La niña no sabía nada. Vivía en una mansión familiar, separada del mundo exterior. Metida en sus vestidos de muselina y en las sábanas de seda. Cada domingo cuando salía de sus baños calientes, su madre le aplicaba las cremas de verbena traídas de París por su padre.

Era domingo, finales de verano. El viernes la niña iría a la escuela. Empezaría el tercer curso. O no. ¿Para qué limpiar las alfombras, para qué estudiar si la guerra estaba tan cerca?

Pero la niña no sabía nada. Aún llevaba el vestido blanco de domingo. Olía a verbena. El uniforme de escuela, bien planchado, estaba colgado en el armario. Esperando.

Sin embargo, su padre ya se había puesto su uniforme. Helenka, así se llamaba la niña, tocaba con respeto y admiración la tela áspera y verde, los botones brillantes, los galones de oficial del ejército polaco. Capitán de rango. El más apuesto del regimiento.

El hombre con uniforme del ejército polaco cogió el disco que eligió la niña y lo puso en el gramófono. La aguja se acercó al surco en la zona más desgastada a fuerza de escucharla. Un tango. Él tendió la mano a su mujer. Un vestido blanco con flores rojas que tanto le gustaba a la niña, se dirigió hacia la mano. El hombre encerró a la mujer en un abrazo firme y perfecto. Le sonrió. Comme si de rien n´était. Una sonrisa cautivadora que ya había seducido a tantas mujeres. Y seguía seduciendo, como si fuera un amor sin importancia. Así hablaba de la guerra. Una mujer fácil de seducir y de abandonar. Se equivocó. Esa mujer le terminó quitando todo. El cuerpo, el corazón. La sangre y los huesos. El uniforme, la cartera, la última foto: una mujer vestida de blanco con flores rojas estampadas y una niña con lazos azules. El cuaderno con la última fecha: primero de abril de 1940. Dos cigarrillos. Era insaciable. Bailó con él. Tango. El último. Él sabía bailar. Era el rey de los dancings de Varsovia. Todas las mujeres querían bailar con él porque sabía llevarlas como nadie. Hasta el último tacto, hasta un beso galante en la mano. Esa mujer no se dejó llevar. Lo llevó ella. Ella le besó la mano. Un beso frío, helado de la primavera rusa.

–¡Papá, papá, ahora conmigo! –la niña entró entre sus padres y separó sus manos. Las separó para siempre, pero no lo sabía, sólo quiso bailar con su papá como cada domingo. Como si fuera una mujer alta y con los labios pintados. Una mujer que nunca será. Su padre la levantó. Sus sonrisas estaban tan cerca, a la misma altura, las mismas sonrisas–. ¡Bailemos papá! ¡Nuestro tango, nuestro Último domingo!

La mujer huyó del salón reteniendo las lágrimas. Huía de la música que había escuchado y bailado tantas veces. Tango de los suicidas –así nombraron esa canción tan popular en Polonia en los años treinta por su letra triste y dramática. To ostatnia niedziela. El último domingo. Pero nadie pensaba en la letra bebiendo champán. A nadie le importaba que se había derrumbado el mundo de un hombre engañado por una mujer. Nadie lloraba escuchando el último deseo de ese hombre antes de suicidarse: un domingo con ella.

Has decidido y sólo te pido que antes de partir, me concedas el día, el último día y luego te puedes ir –cantaba la niña, llevada en los brazos de su papá.

Hoy, todo era distinto. Se derrumbaba el mundo, todos lloraban, todo importaba. La mujer ahogó su grito en las plumas blandas de la almohada. Cerró el oído a la voz de la niña que no paraba de cantar.

Tú podrás seguir con tu alegría. Qué será de mí, ya lo verás. Ultimo domingo, nuestro sueño dorado, nuestro amor añorado, se acabó…

Tuvo ganas de correr hacia ella y cerrarle la boca.

–Cállate –le gritó pero su voz se quedó enmudecida por la almohada. Seguía oyéndola, seguía oyendo la voz de su marido diciéndole en francés para que no se enterara la niña: Marie, ella no puede saber nada, dile que me voy de viaje, que volveré cuando pueda. Tenemos que protegerla, ahorrarle todo esto. Helenka peut rien savoir!, su voz se volvía más dura, más determinante, el acento polaco era demasiado fuerte para las palabras francesas. Traspasaba el oído de la mujer. Chirría como un mecanismo oxidado.

¿Cómo mentir? ¿Cuánto tiempo? ¿Qué decir cuando las lágrimas no paraban de inundar los ojos? ¿Qué viaje, qué pronto, qué volveré?

Ella sabía que de estas guerras no se volvía. Tenía diez años cuando su padre se había ido a luchar contra los bolcheviques y nunca había vuelto. Primero el padre, luego el marido. Dentro de veinte años iba a perder a su nieto. Cruel estadística: una guerra por generación. Niñas sin padres. Selección sistemática.

Último domingo y nos separaremos, nunca más nos veremos, nunca más.

A los perros no hay que decirles que se ha muerto su amo. Lo saben. Los niños también. Ella con sus diez años entendió todo. Su madre sólo había conseguido mentirle dos veces con una sonrisa forzada antes de romper a llorar. Era fácil decir eso de: Helenka peut rien savoir. Los hombres saben tan bien mentir a las mujeres, pero, ¡que intenten por una vez mentir a un niño! Para saber hacerlo, primero hay que saber mentirse a uno mismo. Su madre no supo, ella tampoco será capaz. Sabía cuánto entendían las niñas de diez años. Sabía también que su hija entendía muy bien francés. Y que sabía cantar. Y ahora se maldecía a sí misma por haberle enseñado esa canción.

Vas preguntando que cómo y cuándo, a dónde iré, lo sé, hoy me queda en la vida, una sola salida, la cual no tediré…

El mundo se derrumbó el primero de septiembre de 1939. El mundo de todos. La sirviente no volvió el lunes. Nadie limpió la alfombra. Después de la guerra la trocearon unos campesinos y se hicieron abrigos. Helenka no se puso su uniforme y no fue el viernes a la escuela. Nunca más volvió a bailar con su padre.

Lección 1

Caminata

1.

Lena la vio de lejos. Estaba sentada en el sofá. Se acercó a ella tímidamente para verla de cerca y conocerla mejor. No era especialmente guapa. Tampoco elegante. El cuerpo delgado, fibroso, con los músculos sutilmente marcados. Pecho pequeño. Un cuerpo joven. Estilo muy casual. Una camiseta blanca con cierta elegancia combinaba con un pantalón corsario bicolor. Gris y azul. El vientre plano como un mar en calma. Ni una sola ola. Zapatillas de deporte, unas converse rosas. La única extravagancia en la postura: las piernas impresionantes, cruzadas con coquetería. Pelo corto. Un flequillo recto, pegado a la frente, salía por debajo de la visera. Sonrió a Lena. Pidió disculpas por haber llegado tarde. Había venido corriendo.

–¿Cómo te llamas?

–Soy Caminata.

–¿De dónde vienes?

–Soy de origen italiano,del verbo caminar.

–¿Tienes otros nombres?

–Paseo, marcha, excursión. Los académicos me definen como un viaje corto que se hace por diversión. Sin embargo, puedo ser un recorrido largo y fatigoso.

–¿Cómo te definirías tú?

–Yo me considero más bien agradable. Soy mejor que el alcohol, incluso puedo competir con el sexo. Genero endorfinas, pongo de buen humor y soy fuente de gran satisfacción. Hay que esforzarse conmigo, no lo niego, hay que sudar, pero el placer es incontestable –adornaba cada frase con una sonrisa bien estudiada aunque no seductora. Un truco de marketing barato, pero lo hacía bien. Sabía venderse y no era un producto fácil.

–¿Actividades?

–Soy una actividad física. Siempre en movimiento. Un día aquí, otro allí. Me gusta recorrer distintos lugares y disfrutar del paisaje. Un aspecto agradable que otras actividades físicas no permiten.

–¿Qué te gusta?

–Me gusta la rítmica. Me gusta la constancia y cierta velocidad.

–¿Algunos límites?

–Mi rango de velocidad no supera los siete kilómetros por hora.

–¿Enemigos?

–El sedentarismo.

–¿Aliados?

–Los médicos. Mantengo el sistema cardiovascular en acción, permito ejercitar el sistema respiratorio, mejoro los músculos y bajo el peso. Me recomiendan mucho para las personas de la tercera edad.

–¿Cualidades?

– Soy muy segura. No puedo lesionar ni perjudicar como hacen otros deportes.

–¿Relación con el dinero?

–Soy muy económica, diría, incluso, barata. Un argumento irrefutable.

–¿Creencias políticas?

–Soy para todos. Sin distinción de edad, sexo, ni tamaño de la cartera. Una ferviente propagadora de las ideas democráticas.

–¿Qué es lo que más odias?

–Los zapatos de tacón.

–¿Eres celosa?

–Envidio a las bicicletas. Mucha gente las prefiere más que a mí.

–¿Reciclas?

–Estoy muy a favor del medioambiente. Muy buena alternativa para los coches.

–¿Orientación sexual?

–Me prefieren las mujeres.

–¿Por qué?

–Quemo muchas calorías con un esfuerzo razonable.

–¿Te gusta el arte?

–Soy buena escultora del cuerpo. Esculpo nalgas muy bonitas.

–¿Cuánto duras?

–Alrededor de treinta minutos es una buena respuesta.

–¿Te gusta el tango?

–Para responder a esta pregunta, ¿me permites una reflexión más larga?

–Adelante.

Así empezó su búsqueda sobre el tango. Por una simple caminata, igual que empiezan los cursos de este baile. ¿Por qué tango y no clases de cocina, salsa o yoga? Porque su abuela nunca quiso aprender a cocinar, no sabía lo que era el yoga y la salsa sólo la asociaba con el eneldo. Sin embargo, adoraba el tango y siempre repetía que hay que aprender a bailar tango antes de tener el primer hijo. Era el primer mandamiento del decálogo de su abuela.

2.

Hoy no era un buen día para empezar las clases de tango. Este lunes de la primera semana de octubre, de este eterno principio de tantas cosas: escuelas, cursos, otoño. En Madrid, aún reina el verano, aún abre sus brazos y deja besos cálidos en las mejillas doradas de la gente. Este verano confuso, deformado, sin ninguna esperanza de poder quedarse, está agarrado a las terrazas, a las sillas, a las mesas como una mujer aferrada a las promesas agridulces de su marido. No sabe dejarlo, parada en el verano eterno de su relación. Su piel aún recibe las caricias del sol, pero ya está cubierta de hojas. Hojas muertas. Les feuilles mortes. Autumn leaves.

¿Por qué las canciones más bonitas son tan tristes? ¿Por qué es tan difícil encontrar la belleza en la alegría? Las mujeres polacas destacan por su belleza porque están tristes, cubiertas por una niebla melancólica imposible de encontrar aquí. No es la belleza lo que fascina, es la tristeza. Las polacas no son guapas, son tristes. La tristeza la llevan en la sangre, la melancolía en los ojos. El patrimonio pesado de otras generaciones. Sus abuelas no eran felices,ni sus madres, ni mucho menos ellas.

Están sentados en una terraza del centro de Madrid. Las hojas muertas, doradas se enredan entre sus pies.

Ve que él no está contento, que no le gusta la idea de empezar las clases con ella. Hubiera preferido quedarse en su sofá después de la cena preparada por su madre, una cerveza, nada por encima de una existencia tranquila de pareja acomodada y sin obligaciones.

–Algún día tendremos el niño –dice ella poniendo su mano en la suya. Quiere darle esperanza, quiere que su voz suene cariñosa, pero es más bien prudente.

–¿Cuándo? –pregunta.

–Cuando aprendamos a bailar tango –dice tímidamente.

–¿Qué tiene que ver una cosa con otra? –su mano huye.

–Ya lo sabes –contesta sigilosamente como si tuviera vergüenza.

–Me imagino que, como todo, está relacionado con tu abuela –Lena nota el sarcasmo suave en su voz. No protesta. Está acostumbrada–. Tengo que tomar una cerveza –suelta Álvaro para esconder su derrota. Siempre pierde contra esa mujer, la abuela de su mujer, que nunca llegó a conocer y que continuamente cambia sus planes. Esperan en silencio a que lleguen las bebidas intercambiando frases cortas con el camarero. Álvaro termina su cerveza de un trago. El café de Lena deja un agujero negro en la taza. La pequeña nube de leche poco a poco desaparece en la oscuridad de la cafeína.

–Sabía que hoy no es un buen día para el tango –argumenta ella con cierta desgana levantándose de la mesa. El café se enfría rápido.

–Lena, espera… –la coge por el brazo y la obliga a sentarse.

–Sé que no te gusta bailar. Sé que te estoy forzando… por una ilusión mía, por el sueño que tuvo mi abuela. Es ridículo…

–Es un poco ridículo –admite él– .Y tienes razón, no me gusta bailar en general, pero el tango es el único baile que me parece digno de un hombre. En otros sí, me sentiría grotesco, pero el tango está bien: pasión, sensualidad… y tendrás que dejarte llevar –sonríe.

Y cuando poco a poco vuelve una sonrisa a la cara de su mujer, suena el teléfono de Álvaro. Es su madre. ¿Cogerlo o no? Da igual, Lena ya sabe quién está llamando sin tener que preguntar. Le basta la confusión en los ojos de su marido. No contesta a la llamada. Apaga el teléfono y lo esconde en el bolsillo de su traje.

–¿Le contaste a tu madre la nueva chifladura de tu mujer? –pregunta Lena más con dulce provocación que irritación, pero él no cree en la inocencia de su sonrisa. No, cuando habla de su madre.

–Si –contesta con prudencia. Lena hubiera detectado la mentira rápido y sería aún peor–. Me preguntó si eras argentina –se descontrola Álvaro por la aparición del camarero con una cerveza en la bandeja. Incluso se ríe.

–¿No sabe de dónde soy? –se asombra Lena.

–No, cariño, claro que lo sabe –niega Álvaro–. Simplemente asocia el tango con Argentina.

–¿Qué más te ha dicho? –indaga Lena sin creer que no hubiera ningún comentario acerca del embarazo que consecuentemente está huyendo.

–Nada más –sin embargo miente.

–Ya es la hora, mejor que nos vayamos –dice con resignación Lena y se levanta.

La Academia de baile está muy cerca. De camino no se cogen de la mano. Van por la calle en silencio, esquivando las colas para el cine que se forman delante de ellos, como un muro de siluetas que busca un entretenimiento en la oscuridad de las salas y en el olor de las palomitas blancas. Ellos van a bailar tango. Un musical argentino. Una película muda en color.

Álvaro abre la puerta y la deja pasar. Desde abajo llega la música. Un poco atenuada por la escalera y las paredes fuertes y frías del edificio antiguo. Emocionada empieza a bajar lentamente como si cada paso la acercara al misterio. Con el respeto de aquella niña que se acercaba a las puertas cerradas de las aulas de la Escuela de Ballet de Poznan, desplazaba con esfuerzo un banco y se subía para llegar a la pequeña ventana y ver a las alumnas bailando.

Esta sala es distinta, más grande, con espejos sólo en una pared. La música es distinta, los pasos son distintos. Si hubieran sido los mismos, nunca habría abierto esta puerta.

3.

Me llaman Caminata. En el tango tengo un lugar muy especial. Conmigo empieza todo. Sin mí, no hay nada. El tango no existiría. Soy la primera palabra que aprenden los principiantes. Cuando bailo soy más tolerante, acepto los zapatos de tacón, incluso me gustan. Soy más suave. Más relajada. Aún más rítmica. Siempre de acuerdo con la música. Y me muevo también hacia atrás. Algo nuevo para mí. Algo descoordinado y bonito.

Esta clase, la primera, también empieza conmigo. No hay más de diez personas. Cuatro chicas y seis chicos. Jóvenes más bien. Inseguros, curiosos, sin saber cómo será, cómo terminará. Algunos no vendrán la próxima semana, vendrán otros. Algunos se comprarán zapatos nuevos, zapatos de tango por más de cien euros y con tacón francés. ¿Bailarán mejor?, me pregunto. Algunos se desearán más pero ¿mejor? Lo veremos.

Ahora mismo todos tienen miradas desconcertadas, la curiosidad está escondida en los iris de sus ojos. Negros, oscuros, profundos. Sólo los de una chica son diferentes. Gris diáfano o azul impuro como un cielo antes de la tormenta.

Ella sabe muy bien que hoy no es un buen día para empezar las clases de tango…


SINOPSIS

Después de la muerte de su abuela y antes de tener su primer hijo, Lena comienza sus clases de tango. No sólo quiere aprender a bailar. El tango no es sólo un baile, le dice su profesor Elías durante las largas conversaciones con su café habitual de los lunes. Ella quiere descubrir todas las caras de este baile, entender por qué las personas cambian mientras bailan, por qué cambian sus vidas, por qué era tan importante para su abuela. Pero esta búsqueda provoca un fuerte conflicto con su marido. Lena entra en un juego atemporal, en el misterio del tango. La novela está dividida en lecciones que imparten las figuras consecutivas del tango. Las voces del tango y las voces del pasado cuentan la historia de la familia de Lena en el escenario duro de la historia de Polonia. Un manual singular de aprendizaje de tango.

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