La oxidada perilla de la puerta giró y por ella entró un canoso hombre a tropiezos. Pronto miles de gotas se escurrieron de su pesado abrigo negro hasta formar pequeños charcos en el baldosín de mármol que se extendía en el suelo. El hombre alargó su pierna derecha hasta alcanzar una vieja alfombra de lana percudida que lucía la palabra Bienvenidos sobre ella y la arrastró con su bota de charol hasta donde se encontraba. Así, se agachó y desató sus negros zapatos. Y, tras quitarse sus mojados calcetines oscuros, dio pequeños saltos hasta la metálica y verde puerta que ocultaba el lavadero.
El hombre de mediana estatura no era acuerpado y, sin embargo, parecía ocupar una porción considerable de la pequeña habitación que apenas contenía una pálida lavadora, una amarilla secadora y un fregadero con una pileta medio llena de turbia agua. Sí, parecía ser la justa medida para un solitario contador que no tenía que lavar más que camisas percudidas y corbatas de colores. El sujeto retiró de su cabeza el anticuado sombrero marrón oscuro dejando al descubierto su prominente calvicie que apareció inoportunamente en sus treinta años. Luego retiró su gabán oscuro y lo empujó en la secadora junto a sus pantalones de lino azules y, por supuesto, las calcetas que había cargado desde su puerta.
El sujeto cerró de un portazo la maquina que ahora contenía el vestuario oficial de un anciano de su edad próximo al retiro, y la puso en marcha sin inmutarse por el tiempo o la temperatura a la que se movieran sus prendas. Sus escuálidas y peludas piernas adornadas con unos largos calzones dieron un par de pasos atrás hasta el lavadero, donde se disponía a realizar la tarea que le acontecía cada semana lloviera intensamente o hiciera un sol abrasador: fregar la ropa.
El hombre desabotonó la decena de botones transparentes en forma de su desgastada camisa y contempló la mancha de café que se hallaba en el pecho de la prenda. Parecía haber estado allí por años. Tenía la forma de un frijol grande, y había sido producto de un descuido de su parte al haber visto a la nueva practicante de la empresa contornear sus caderas hace un par de semanas. Sin embargo, la mancha parecía negarse a abandonar la camisa blanca con rayas azules del hombre. Y, este estaba obstinado a quitarla a como fuera lugar.
Cuando la camisa estuvo fuera de su cuerpo, el hombre analizó con sus arrugados y ojos negros la mancha que se cernía sobre la prenda frente a él y tras dejarla sobre el fregadero sacó un pequeño cepillo de cerdas suaves y un jabón azul de olor intensó sobre ella. De pronto, sintió sobre los dedos de sus pies una helada sensación que había ignorado antes, y un tintineo proveniente de la secadora lo hizo saltar. El hombre ignoró las dos cosas y semidesnudo como estaba comenzó a fregar con desespero la mancha de café.
El cepillo trazó su ruta una y otra vez entre la camisa y las ondulaciones propias del lavadero. Así, espumosas burbujas se desprendieron de la tela y las venas de la mano del hombre se alzaron ante la creciente tensión en sus brazos. Tras cada cepillada, la emoción del calvo crecía al igual que el desgaste de la prenda, pero la mancha parecía no ceder. El tintineo de la secadora retumbó como tambores de guerra en la batalla que se libraba en el fregadero, y el hombre decidió utilizar una poderosa arma que había conservado con ahínco los últimos días. Se agachó para retirar del desordenado gabinete un pequeño tarro amarillo de blanqueador con la imagen de un pato en su costado.
El intenso olor del químico llenó con intensidad sus fosas nasales y cn un delicado gesto vertió el líquido sobre la mancha que resistía en su camisa, y que se tornó blancuzca al contacto con el químico. Viendo la batalla ganada, el hombre resolvió dejar el blanqueador en su sitio y continuó fregando con el cepillo hasta que estuvo convencido de que la suciedad en su camisa había desaparecido. Los golpes de su secadora se hicieron sentir de nuevo y sonaron con brusquedad, pero el hombre estableció que no eran más que un par de monedas de poco monto que se habían quedado olvidadas en su abrigo. Y continuó con su honorable tarea, esta vez, enjuagando la prenda una docena de veces hasta que no quedaba un gramo de jabón sobre ella.
Los cansados brazos del hombre terminaron de consumir su energía tras estrujar por última vez su camisa, y cuando estuvo satisfecho movió sus helados y ahora insensibles pies hacia la pequeña rejilla oxidada que se encontraba a un costado del fregadero. Luego apagó con parsimonia su secadora de la cual ahora se desprendía un ligero olor a chamuscado, y se dirigió a su pequeña cocina en la habitación contigua a servirse una taza de café de su vieja cafetera.
Aún llovía afuera, aún era un contador solitario y aún sus pies dolían, pero, por lo menos, su camisa estaba limpia.
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