Hambre. Eso es lo que sintió al despertarse. Se desperezó, estirando sus huesos hasta que tuvo miedo de que se rompiesen. No hay que dejarse llevar por los placeres de la carne, y menos cuando está en juego la integridad ósea de uno. Un pie se le había quedado fuera de la burbuja de aire caliente que había formado bajo el edredón, enfriándose con premura, lo que hizo que se decidiera a salir del todo y enfrentarse al mundo. Con la precisión propia de un cerebro en pleno arranque, metió el pie derecho en la alpargata de su compañero, lo que le produjo una incomodidad que le subió por la pierna hasta hacerle fruncir el ceño. Arreglado el traspiés, se dirigió al baño.
Estaba en la ducha, con su mente entretenida en la labor de descifrar los enigmas de su existencia, o sea, lo que la gente llama “ pensar en nada”, cuando se relajó lo suficiente para que aquella sensación interrumpiera sus pensamientos. Tenía hambre, pero no era hambre tenaz o mordiente, era casi sosegada, se parecía más a gato que a lobo.
Acabó de limpiar la suciedad que acumulaba junto a la que los malos sueños le habían dejado durante la noche y, por fin, se dirigió a desayunar. Era el momento de terminar con esa sensación por unas horas. Abrió la nevera con decisión, su mirada fue sin dudar hasta donde estaba la comida que siempre tenía el honor de ser la primera, los huevos. Sonrió, alargó la mano para coger un par y, a mitad de camino, se paró. Su mano temblaba, su brazo sufría en la tarea de mantenerla levantada, su mente luchaba contra su cuerpo, y este, rebelde, se negaba a someterse. ¿Por qué?¿Cómo era posible?¿Acaso esto podía pasar? Se preguntaba, angustiado, pues no podía sino negar que aquello estuviera pasando. El sudor recorría su frente y sus ojos, enrojecidos, ni siquiera parpadeaban, fijos en aquellos óvalos de color blanco. La lucha continuó durante minutos hasta que, con un suspiro, se dio por vencido. No le apetecía desayunar huevos.
No todo estaba perdido, se convenció, desayunaría queso. Lanzó su mano con fuerza para evitar que sucediese lo mismo pero fue en vano. Tampoco quería queso. Ahora estaba tan confundido como aterrado. “Tengo hambre” se dijo, y comprobó que, en efecto, la tenía. “Si tengo hambre, habré de comer” se dijo y, en efecto, parecía razonable. “Pues comeré fruta” se dijo. “No” le contestó su cuerpo.
Cerró la nevera de un portazo. “Esto es absurdo”, pensó mientras se sentaba, apoyando su cabeza en ambas manos “¿Cómo es que necesito comer pero no quiero?¿No debería querer aquello que necesito en vez de necesitar aquello que quiero?” El reloj emitió un pequeño pitido, indicando que debía prepararse para ir a trabajar. “Pues si mi cuerpo no va a aceptar el desayuno que le ofrezco, me iré sin desayunar” concluyó.
Estaba en el coche cuando el primer rugido del día surgió de su estómago. Frunció el ceño, enfadado. Estaba en su atasco matinal, en la radio sonaba una ligera canción de principios de siglo, estaba nublado pero no parecía que fuese a llover y él tenía hambre. “Es tu culpa” dijo, mirándose su tripa, “por caprichoso”. Estaba empezando a arrepentirse de haberse ido sin desayunar, pues le quedaban muchas horas en la oficina de tediosa rutina que, pese a no necesitar mucha energía, provocaba un aburrimiento que agudizaba el hambre como el olor de una cazuela. “Al menos podré pasar a media mañana por la bien pertrechada cafetería del edificio” pensó, tranquilizándose, aunque, por otra parte, quería castigar a su cuerpo por ser tan infantil, pues odiaba a aquellas personas que lo eran.
Llegó su cubículo, una mesa gris sobre una moqueta gris, rodeada de otras mesas grises, separadas por biombos grises y ocupadas por personas grises. Se miró las manos, pensando si él también sería una persona gris, hasta que su ordenador se encendió y comenzó a trabajar. El acomodo a la rutina conquistó los procesos mentales del cerebro hasta convertirse en rey de toda su cabeza. Pero todo tirano acaba cayendo y a las dos horas de cruento reinado, rebeldes y sediciosos negaban su gobierno y se declaraban independientes. Hubo en concreto una heroína que alimentaba la revolución y se eregía líder de ella. Así, el hambre volvió a ocupar su correspondido espacio y le fue imposible concentrarse, pues su mente se ocupó en repasar todo aquello que habría podido comer, que necesitaba comer, pero que no había querido ni probar.
Su cara debía ser reflejo de aquella lucha pues un compañero se le acercó con una sonrisa ,que destacaba por ser un tajo amarillo en un lienzo grisáceo, y le dijo que si le apetecía comer algo. “¡Eso quisiera saber yo!” pensó, mientras se levantaba.
La cafetería era un espacio de colores. Filas de alineadas vitrinas, cual soldados en un desfile, exponían sus medallas, esperando poder ayudar a los desvencijados trabajadores que se paseaban a un palmo de sus narices, eligiendo instintivamente cada alimento. Bollos, fruta, bocadillos y sus hermanos ingleses, los sandwiches, yogures y cuajadas, zumos y batidos, todos expuestos con cuidada disposición, se preparaban para ser llevados en firmes bandejas hasta las mesas y hasta su último destino. Por delante de todos ellos pasó él, una, dos, tres veces, incapaz de decidir que quería comer. Su estómago rugía de indignación, esperando ser saciado pero sin aceptar nada de aquello que tenía delante. Cada vuelta era más desesperada y más esclarecedora. No iba a comer nada de aquello.
Llegó a esa conclusión cuando todo el mundo se había ido y su tiempo de descanso había pasado.
Se sentó en la solitaria esquina de una mesa demasiado vacía para lo grande que era. Una mano sujetaba su frente mientras la otra daba golpecitos en la mesa. “¿Qué me pasa? ¿Acaso jamás podré volver a comer nada?¿Se me ha olvidado cómo comer?” pensaba, frustrado e incomprendido. Su estómago se impacientaba, golpeando las paredes de su jaula con hastía aleatoriedad. “No” dijo, resolutivo “Tengo que comer y eso voy a hacer”. Se dirigió hacia una de las vitrinas y la abrió. El olor de los cruasanes que tenía delante le animó a agarrar uno y llevárselo a la boca. El dorado bollo rozó sus labios pero no llegó más lejos. Un brazo doblado, con el postre en su extremo, la cabeza levantada y la boca abierta, con esa pose estuvo hasta que su otro puño golpeó el mostrador y acabó tirando el dulce. Se arremangó y se dirigió a la salida. “Si no es aquí, buscaré el sitio donde pueda comer”.
Hacía frío y querría haber tenido su abrigo a mano pero no podía volver, no sin riesgo a quedarse allí, pues las decisiones espontáneas tienen un impulso que hay que aprovechar antes de que se pierda para siempre. Se volvió a colocar las mangas de la camisa y buscó cualquier lugar de comida que estuviera abierto. La primera fue una cafetería, perteneciente a una famosa cadena. No hubo respuesta a los buenos días recibidos de parte de la dependienta, que fue ignorada mientras iba directo a la comida expuesta. Puso las manos sobre el cristal, su respiración, agitada, empañaba la zona de la cara hasta impedirle ver, solo entonces se movía hasta otra zona. Arrastraba sus pies por el suelo en un patético desplazamiento lateral hasta que terminó el recorrido. Nada. Justo cuando la chica de veintitantos años se acercó para ofrecer su bienintencionada ayuda, se marchó.
La calle estaba llena de gente que, pese a ser la mañana de un día laborable, se podía permitir caminar sin prisa por aquella acera. Los iba esquivando con torpeza mientras se fijaba en cualquier escaparate, tienda o edificio que indicara que servían alimento. Era la zona comercial de una urbe bastante poblada y, pese a la hora, la oferta era bastante amplia. Entonces pensó que si pagaba algo, por nimio que fuera, tendría que comérselo, pues él no era derrochador, jamás compraba algo que no fuera a usar y elegía con cuidado aquello que disponía a pagar. Un hombre gordo con una gorra roja abría en ese momento un pequeño puesto de perritos calientes. Se asustó cuando el hambriento hombre llamó su atención golpeando el carrito. Le dijo que quería comprar el perrito de más rápida elaboración. Su corazón latía, desbocado, mientras esperaba con un billete en la mano. Iba a funcionar, lo tenía claro. El dueño del carrito puso la salchicha con pan en su mano mientras recogía el dinero, en un intercambio que emulaba aquellos que se hacían miles de años atrás, en los mercados de ciudades como Sumeria o Babilonia. La transacción estaba hecha y ahora sólo tenía que introducir la comida en su interior. Caminó unos metros, esperando reunir fuerzas para levantar el brazo, que había comenzado a la altura de su cara y ahora bajaba, lentamente, hasta su costado. Se concentró en subir aquel miembro rebelde hasta que comenzó a sudar. Poco a poco, el brazo continuaba su camino, estirándose, y él comprendía que era inexorable, que su empeño era en vano. Comenzó a llorar Su brazo cayó muerto y el perrito se deslizó por su mano, que era incapaz ya de sujetarlo. Golpeó el suelo con un sonido blando mientras que su legítimo dueño se alejaba, sin atreverse a mirar atrás.
“A lo mejor he perdido el gusto por la comida” pensó, cabizbajo, “o a lo mejor mi cuerpo sólo quiere algo nuevo”. Esa idea le trajo esperanza. Levantó la vista con intención de localizar un restaurante exótico, alguno de esos restaurantes que él solía descartar por ir “a lo seguro”. Pronto encontró uno especializado en comida de la India. Su aroma no le produjo demasiado placer pero, al menos, lo identificó como comida. Entró a una sala vacía, mal iluminada y decorada con extravagancia. Un hombre que dominaba poco el idioma le hizo entender que la cocina aún no estaba abierta. No cejó, pues la desesperación es expendedora de coraje, e insistió en que necesitaba comer algo de su cocina. Sus ruegos fueron intensos y suficientemente emocionales como para que el camarero se ablandara y le dijera que haría una excepción. Se sentó y leyó con rapidez la carta. No entendió nada. Tenía que tomar una decisión así que cerró los ojos y recorrió con el dedo la carta hasta que le dio por parar. Había tocado pollo con alguna salsa extraña y eso fue lo que pidió.
Estaba de pie, observando más detenidamente la decoración que colgaba de las paredes cuando su plato llegó. Se sentó en la mesa y cogió el tenedor. Apenas podía distinguir los trozos de ave flotando en un mar de salsa demasiado naranja. Como un buzo cazador de tesoros, hundió su herramienta, haciendo círculos, buscando algún elemento sólido. Pinchó uno y lo emergió, sujetándolo momentáneamente encima del plato, dejando que gotease los excesos de salsa que había arrastrado con él.
Era el momento decisivo, el momento de martirio que llevaba repitiendo desde esta mañana, Rezó, pese a ser ateo, por que este tuviera un desenlace diferente. Quizás fue por su falta de fe, quizás por su vida de pecados, quizás por castigo a su anterior vida, fuese por lo que fuese, Dios no lo escuchó. Media hora después, bajaba el tenedor, aun cargado, de nuevo al plato y abandonaba el restaurante.
El aire despejó su rostro, mas no su interior. La humedad indicaba que pronto llovería. El cielo estaba oscuro y gris. “Puede que jamás sea capaz de comer de nuevo”,”Quizás algún ser vengativo ha eliminado el alimento de mi vida, dejando sólo una cruel imagen de este”. Paseo, vencido y agotado, por las calles de una ciudad de la que ya no sentía formar parte. Apenas era consciente de su existencia, su mente se sumergía en el profundo abismo que es la autocompasión. Sentía pena por sí mismo, por su vida. No creía merecer este castigo, pese a sus malas acciones, nadie lo merecía. Entonces lo vió en la acera, en un panel de anuncios, erguido, rey de reyes, de mirada seria y noble, un león que posaba para el zoo. Y se le ocurrió: “Quizás lo que se me está vetado es la comida, quizás se me haya expulsado de los placeres culinarios. Puede que sólo deba alimentarme de aquello que no se considera comida, de lo que se alimentan las fieras en lo salvaje. Quizás es una lección que debo aprender, volver a mis raíces”.
Con esta nueva idea, corrió, rugiendo y gritando, apartando a la gente a empujones, hasta el primer supermercado que vió. Miró con los ojos abiertos, sin parpadear, buscando, salivando, cazando. Llegó a la carnicería, una nevera con diferentes tipos de animales muertos, despellejados y troceados expuestos en pulcras bandejas de plástico. La abrió, agarró una de las bandejas y rompió la lámina de film transparente que protegía la carne de la atmósfera. Hundió sus dedos en la cruda masa de músculo y hueso, arrancando un trozo más asequible para sus pequeñas mandíbulas. Gritó, como una fiera que ha conseguido su presa, se lo llevó a la boca y, justo cuando podía oler la sangre de la mano, alguién le paró. Alguna anciana asustada había llamado a seguridad y ahora un hombre más fuerte le echaba del territorio, quedándose con su legítima presa. El hambre le hizo luchar con todas sus fuerzas, pegando, pateando y mordiendo, lo que le ganó un ojo morado y un labio roto.
Fuera del supermercado, se quedó imponente mirando a la puerta de cristal que se cerraba, confirmando la sentencia de destierro. Una mueca de desesperación ocupaba su roto rostro. Si no le dejaban conseguir su alimento de ahí, tendría que cazarlo él mismo. Y dado que habían sido humanos quienes le habían impedido su última y única comida, serían humanos los que pagarían por ello. Justa retribución. Conocía su zona de caza, pese a que nunca la había visto como tal, y sabía dónde esperar para obtener su deseada recompensa. Una sonrisa lobuna había sustituido ahora a la mueca.
Se fue hacía la zona del barrio con más callejones y se sentó en un banco, dispuesto a esperar a la cebra herida, al animal que se alejaba de la manada, a la presa fácil. No tuvo que esperar mucho, una mujer jóven, de apenas dieciséis años, caminaba sola, escuchando a la estrella del momento con los cascos puestos. “Una cría sorda y sola” pensó, “Su materia será más tierna». Era su oportunidad, la seguiría hasta poder apresarla, cuando se hubiera alejado suficiente de la manada para que toda ayuda fuera inviable.
Caminó a su espalda, gruñendo, confiado de que no la oiría, de que iba a ser fácil reducirla lo suficiente para poder saciar el hambre con su carne. Mientras, imaginaba en su cabeza lo que iba a pasar. La agarraría por detrás, tirándola al suelo. Cogería su cabeza con ambas manos, golpeándola contra los adoquines hasta que dejase de moverse y luego, por fin, le mordería el cuello y comería de ella. Su respiración se agitaba, acelerándose a cada paso que le acercaba a ella.
La chica cruzó un parque infantil, ignorante a la sonriente figura que tenía a su espalda, estaban solos, era el momento. Cogió impulso y se dispuso a atacar cuando un olor le hizo parar, detenerse y calmar su emoción. Era algo conocido pese a que no podía reconocerlo. Un olor atrayente que hizo que dejase ir a la chica y siguiera el rastro a través de la calle.
Cruzó una esquina y entonces lo vio. Era aquello que deseaba desde que se había levantado. Era eso lo que necesitaba comer. Su menté estaba decidida, preclara. Aquello era lo que le saciaría. Se acercó hasta el local y entró, el aroma era ahora más denso que el aire. Sonrió a la dependienta y, con voz firme, pidió.
Una hamburguesa, por favor.
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