No eran todavía las seis de la mañana y la panadería estaba cerrada,  pero ya se escuchaba dentro el ruido de las máquinas. Respiró hondo y tocó con fuerza a la puerta lateral, de donde se asomaban, por las rendijas, unas rayas finas de luz.

 – Puedo limpiarle la fachada, caballero, cortarle el pasto.

    El hombre lo miró desde su rostro lleno de harina y asintió con la cabeza. Luego cerró la puerta nuevamente y Juan quedó solo bajo la tupida lluvia. Con el cuchillo golpeó los tercos tallos de la romaza que crecía a despecho del cemento, arrancó el diente de león y unas hojitas finas, que parecían tan frágiles pero se adherían al pavimento con raíces feroces. La acera estaba destrozada en parte por los pesados camiones de carga y descarga. Allí era donde más se obstinaban las matas silvestres en crecer. Agachado, bajo el aguacero, sentía que las gotas se incrustaban en su espalda, lo taladraban con furia, como si la naturaleza lo odiara. No era la primera vez que sentía esa inquina de los elementos, esa especie de ensañamiento del destino, pero él no se daba nunca por vencido.

    El hombre, con su fina cubierta de harina (como un velo o una neblina) le pagó con una bolsa grande de pan frío. Era pan de ayer, el más barato, pero tenía la ventaja de que venía de todo, pan corriente, algunas piezas, pero en su mayoría del otro, de ese que nunca se podría dar el lujo de comprar fresco: croissants, pan de molde, colisas. Debían ser por lo menos dos kilos.

    Apuró el paso apretando contra su cuerpo la bolsa plástica con el pan. Bajo la incesante nubada las calles se le hacían interminables. Por fin llegó a la desviación donde el pueblo terminaba, donde empezaba el baldío; pasó frente al cementerio ralo, frente a la curva del río. Al pie de dos castaños enormes que crecían entrelazando sus ramas, vio el bulto que hacía su hogar. No era una casa, pero era su hogar. Una carreta vieja puesta de costado, cubierta con plásticos para hacerla impermeable, empujada contra los amables troncos solidarios. Con los largueros, (que le costó cortar con su cuchillo) clavados en tierra, había hecho el soporte para un cartel luminoso, enorme y roto en una esquina, que habían encontrado en el basural y arrastrado a pulso hasta la carreta. Lo más difícil fue subirlo y apoyarlo en los largueros y en la parte de la carreta que hacía de techo. Ahí abajo, anaranjado, lo esperaba el fuego para calentar el pan y el agua. Agua tenían a destajo.

    Silvia, con una muda sonrisa que decía en silencio muchas cosas, tomó de sus manos el pan y lo ayudó a quitarse la ropa empapada. Una camisa seca, la única de recambio, y un pantalón cortado a media pierna. Eso bastó para hacerlo sentir que renacía.

    Mientras, pinchados en un alambre, la mujer había puesto a calentar algunos panes. En el tarro de leche “Nido” vacío que les servía de tetera, reposaba el agua recién hervida con unas hojas de hinojo silvestre. El aroma del pan caliente estremeció el ambiente con una especie de aleteo angélico que hablaba de bienaventuranzas.

    La mujer servía la infusión en unos frascos de vidrio que habían sido de mermelada, y que eran todo un lujo. Se enderezó con dificultad. Su vientre de más de ocho meses de embarazo ya se notaba y no tardaría mucho en aliviarse. Los ojos de Juan se humedecieron. Miró con desamparo el entorno basto del refugio que sería el hogar de su hijo, el único hogar que podía darle, y su garganta se apretó con angustia.

    Silvia lo miró a los ojos con ese gesto valiente y decidido que era capaz de hacerlo enfrentar todas las batallas.

     – Ven a desayunar, amor, antes de que el pan se enfríe.

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