El Tito nunca fue uno más

El Tito nunca fue uno más

Juligalarena

09/08/2022

Un muchacho no sonríe en la tele. Le habla rápido al reportero y, cuando frena para respirar, coloca la boca como una medialuna dada vuelta, como una medialuna salada, sin ningún tipo de brillo. Un Fiat Duna modelo noventa y cuatro, dice, acá lo había dejado, en esta puta esquina. Y Lidia lo mira del otro lado de la pantalla, con una sonrisa – no de medialuna – sino de nostalgia, con una sonrisa que no tiene curva y tiene algunos pelitos sobre el labio superior.

Es El Tito, piensa Lidia y no deja de mirar la tele. Ella tiene puesto su delantal de cocina, un delantal azul como el fuego que sostiene a la olla de fideos. El Tito tiene barba oscura y enrulada y está mucho más gordo, piensa, mucho más gordo y alto, casi como si tuviera al mundo a la altura de los ojos. El reportero es más bajo que él, pero El Tito siempre fue el nene, el chiquito que cuando la veía con la caja rellena de viandas en la puerta de la escuela siempre le gritaba ¡Ey, tía Lili!

Lidia se acerca a los fideos. Le puso a la olla poca agua para que hirviera más rápido. Agarra un tenedor, levanta un fideo y lo prueba. Está crudo. Crudo y duro. Los fideos son naranjas, de calabaza. En la Escuela número ocho de Olmos le encargan esos todos los miércoles, desde hace treinta o cuarenta o cincuenta años. Prepare fideos para la cantidad de viandas de siempre, le dicen, y póngales un chorrito de aceite para que no se peguen, con eso los nenes están chochos.

El Tito sigue en la tele. Dice las malas palabras que cuando era un nene no le dejaban decir y le muestra a la cámara una arruga larga en la frente. Lidia no deja de mirarlo mientras se calienta las manos en la hornalla y las desliza entre sí hasta que le queman las palmas. Se calientan tanto que se vuelven rosas y violetas, y se las pasa por el cuello contracturado y por el pelo color niebla. Agarra un tarro de aceite y lo para al revés, con la tapa hacia abajo, para que lo poco que queda se acerque a la salida del pote.

Lidia empuja un banquito de plástico hasta donde está la mesada y se sienta. ¿Hace cuánto que no veía a El Tito? Se acuerda de los abrazos que le daba, se lo acuerda espiando la caja con las viandas y reprochándole que todas las semanas comían lo mismo, se acuerda de los piques rápidos que pegaba de la escuela hasta su casa – no se acuerda de dónde vivía – y se acuerda de las veces que le habló de la película de los dos perros que comen fideos del mismo plato.

Lidia se levanta y agarra algunas de las ollas y cubiertos que tiene acumulados al lado de la canilla. Los traslada a pasos chicos hacia la mesada, ahí los seca con un trozo de papel higiénico que nunca se humedece, y los lleva a su nuevo espacio: arriba del microondas. La olla más grande es plateada y Lidia puede verse reflejada. Pero no se reconoce. Los ojos están gastados y el pelo no es rojo, como ella pensaba. Se sienta en el banquito, se levanta, guarda el aceite y se vuelve a sentar. La cocina está en condiciones, piensa, y vuelve al banquito.

Cierra los ojos. Pestañas ya no tiene porque alguna vez se le quemaron – no sabe cuándo, tampoco sabe que no tiene pestañas – los párpados están intactos, todavía funcionan como una capa protectora de la realidad. No sabe qué siente, calor, cree. Calor suave y húmedo. Olor a algo que no identifica pero que ya sintió. Los rulos se mezclan con el color del ambiente. Lidia piensa en El Tito, en que no sabe por qué tanto cariño con ese nene, por qué no era uno más.

Abre los ojos. Ve humo, pero no ve fuego. Se levanta y gira la perilla del gas. No hay fuego, hay una olla con una masa mitad naranja y mitad marrón pegada al fondo. Hay un espacio sin masa. Su espacio, el espacio donde se ve reflejada, suave, con las ojeras difusas. Los ojos marrones achinados y, en la frente, una arruga larga, profunda, la única que la olla empañada le permite ver. Lidia tiene una sonrisa grande, más grande que cualquiera que recuerda haber tenido, redonda como una bola de fraile.

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