Ramón se muere por una calada. Piensa en todas las ocasiones que ha intentado dejar de fumar, sobre todo por el ahorro que supondría, y que en todas ellas ha fracasado. Fracasado. La palabra queda suspendida en su cabeza empeñada en recordarle como se siente. Esta es la tercera entrevista de trabajo a la que se presenta desde la regulación de empleo de la empresa en la que trabajó durante toda su vida. ¿Cómo es posible que las condiciones laborables hayan empeorado tanto?, se pregunta siempre en cada entrevista. ¿Trabajar por un sueldo inferior al que cobraba diez años atrás y aún así estar deseoso de conseguirlo? ¡Esto es de locos!

Mira en derredor. A su izquierda, una mujer de unos treinta años con traje chaqueta lee una novela o simula hacerlo. Mueve los pies dentro de unos zapatos negros de tacón alto y estira, con la mano libre, su falda con insistencia. No ha cambiado de página desde que ha llegado y no para de mirar su reloj de pulsera.

Al fondo de la sala un chico joven observa el móvil con los cascos puestos.

El hombre que se cree un fracasado lanza una mirada despreciativa al “20minutos que ha cogido expresamente para la entrevista y deja traslucir una sonrisa amarga mientras niega con la cabeza. ¡Cómo ha cambiado todo! Es un dinosaurio en una era digital mendigando un empleo para el que no tiene ninguna posibilidad. ¡Tres entrevistas en cuatro años! Tal vez sería mejor marcharse ahora mismo. Al menos en la calle la nicotina relajaría sus nervios.

—Ramón Jimeno —dice una voz desde el interior del despacho.

Ramón se levanta y arrastra los pies hacia el mismo no sin antes echar un vistazo al joven de los cascos que le sonríe desde el otro lado de la sala. “Ninguna posibilidad”, vuelve a repetirse Ramón mientras cierra la puerta del despacho tras él.

El joven mira la puerta que acaba de cerrarse mientras repasa la documentación sobre entrevistas laborales en su móvil. Intenta recordar qué responder a las preguntas sobre su nula experiencia tal y como ensayó en casa con su familia hace unos días. Esta es su primera entrevista de trabajo y está demasiado nervioso. Tiene que hacerlo bien y conseguir el empleo. En casa se necesita el dinero y él quiere colaborar con su primer sueldo. De algo deben de servir todos los años que ha dedicado al estudio y el sacrificio económico que su educación ha supuesto para sus padres.

Notas musicales se deslizan por los cascos y destensan el cuerpo del chico. Le viene a la mente el último concierto de “Tributo a Queen” en el que estuvo con su padre. Recuerda la sonrisa de él y cómo este saltaba lleno de júbilo con el brazo sobre sus hombros mientras cantaban las canciones a pleno pulmón.

La puerta abierta del despacho lo saca de sus ensoñaciones. Apaga la música.

—Espero que tengas más suerte que yo —le dice Ramón cuando sus miradas se cruzan.

La expresión del chico se llena de empatía y se ensombrece. Sin embargo, cuando va a darle las gracias al hombre, se da cuenta de que este ya ha salido de la estancia. Escucha su nombre y se dirige al despacho. Cierra la puerta tras de sí. Ha de conseguir el empleo.

La mujer coloca la novela sobre la silla de al lado y comienza a pasear por la sala. Mira el reloj. Ha pasado más de media hora y solo ha pagado a la canguro hasta las doce. Saca el móvil de su bolso y marca el número del teléfono fijo de su casa. Le explica a la niñera que es posible que llegue tarde y le pregunta si podría quedarse un rato más. La cuidadora accede. La mujer suspira y pregunta por su bebé. Todavía duerme. Da las gracias y cuelga. Se sienta de nuevo en la silla y abre la novela por la misma página. Sin embargo, no es capaz de leer una sola palabra. Su mente está atascada en un solo pensamiento: debe conseguir ese empleo del que pende su piso de alquiler.

Pasados unos quince minutos más, la puerta del despacho se abre de nuevo y el chico sale sonriente por ella. La mujer le mira con furia y entra antes incluso de escuchar su nombre. El chico la mira con asombro mientras esta le cierra la puerta en las narices.

No obstante, no se siente ofendido. Sabe que ha conseguido el puesto. Gira sobre sus talones y desciende las escaleras hasta la entrada. Su padre le está esperando en el coche aparcado justo enfrente. Está deseando decírselo. Solo espera que se alegre por él.

—Si pero… ¿setecientos euros? ¿de administrativo? Hijo, tú has estudiado dirección de empresas. Ese empleo no es para ti. Tú vales mucho más. No debí permitir que te presentaras a la entrevista.

—Solo es algo momentáneo, papá. En cuanto encuentres algo tú, yo buscaré otro empleo mejor. Mientras tanto acumularé experiencia. ¿Acaso no se trata de eso?

—En cuanto yo encuentre algo… —repite el padre con pesar.

—No te preocupes, papá. Todo saldrá bien. Además, tú siempre dices que se ha de empezar por abajo. Tal vez acabe dirigiendo yo esa empresa.

—Bueno, tal vez entonces puedas contratarme —le dice el padre mientras le pasa el “20 minutos” que ha cogido esa mañana para la entrevista.

—Ya te dije que no lo llevaras. ¿Qué pinta un diario en una entrevista, papá?

—Yo qué sé, hijo. Yo qué sé —dice mientras gira la llave de contacto— Vamos a casa. Tu madre se alegrará por ti. Al menos así entrará un sueldo en casa.

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