Si el tacón del zapato de Elisa no se hubiera atascado esa mañana de octubre en aquella rejilla hubiera sido un día más. Otro día sumado a la larga sucesión de disimulos que la ayudaban a mantener la apariencia de profesora digna a punto de jubilarse. Pero pasó. Justo a un cuarto para las 8 y solo a media cuadra del colegio al que podría haber llegado con su falda beige planchada hasta la obsesión igual que su blusa blanca como si la plancha, además de alisar, tuviera la capacidad de rejuvenecer de algún modo las telas gastadas que alguna vez fueron lindas como ella. Y entonces, mientras luchaba moviendo con suavidad el tacón atascado en un último intento por salvarlo pero con la certeza de que se rompería evaluó en un minuto todas sus posibilidades. Podía ir caminando con un solo zapato hasta la zapatería del sirio Jamil y esperar que lo arreglara a cambio de la promesa de un pago al día siguiente que sabía que no podría hacer; podía desandar el camino e ir a su casa a buscar un par de zapatos sanos que sabía perfectamente que no tenía o podía intentar llegar al colegio caminando como si el tacón todavía estuviera en su sitio y esa rejilla que se atravesó a un cuarto para las 8 de esa mañana de octubre nunca hubiera estado allí. Fue en ese momento que logró liberar el pie y comprobar que efectivamente el tacón ya no estaba pegado al zapato y que 3 centímetros separaban su posibilidad de apoyarse en el piso y caminar con normalidad. Y entonces lo decidió. No tenía que pensarlo más. Se había propuesto hace tiempo ocultar su pobreza y se había prometido a sí misma que mientras pudiera medio comer algo para mantenerse en pie con su salario ridículo lo haría lo más dignamente posible.
Y se fue caminando haciendo de cuenta que el tacón estaba ahí. Pisando firme camino a su clase de las 8. Como todos los días.
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