Debo admitir que toda esta cuestión del coronavirus me tenía bastante escéptica. Con esto no quiero decir que no respeto las medidas, sino más bien que me permito dudar de toda información que escuche o lea.
La segunda ola recién esta golpeando en la ciudad de Neuquén, ya son varios los conocidos que se contagiaron este ultimo tiempo, pero nadie muy cercano. Sin embargo, un mensaje lo cambió todo.
Papá- “Al abuelo le dio positivo el hisopado”
José es el nombre de mi padre, es un hombre con un extraño (y ya cansador) morbo por las malas noticias, ya sean de accidentes, de robos, incluso si el clima va a estar muy feo, pero no solo eso, también es la persona más exagerada que conozco, al punto que a veces llega a mentir. Por esto decidí recurrir a fuentes más confiables como lo es Andrés, mi tío, quien vive con Arístides, mi abuelo.
“El abuelo está bien solo un poco cansado”
Ya hace más de un mes que Arístides se puso la primera vacuna, el escenario es prometedor. O lo era.
Viernes 30 de abril, “internaron al abuelo” dice el mensaje que me llega por WhatsApp. Me inunda un sentimiento de pánico. Imposible. Hace dos días hicimos video llamada, se lo veía bastante bien, me hizo chistes y pude notar su fascinación por verme a través de una pantalla.
“El abuelo no puede caminar, casi no charla y hay que hablarle lento para que entienda”
Arístides es un señor de 82 años, siempre tuvo problemas en las piernas como várices y arañitas, entonces, cuando desde el hospital pidieron fotos de sus piernas se llevaron un gran susto ya que el Covid puede derivar en una trombosis. Tres de la tarde la ambulancia lo buscó y lo internaron en el hospital central de la ciudad para hacerle todos los estudios correspondientes. Un hombre mayor, solo en una pequeña habitación, el colchón de la camilla tan fino como un cartón, el suero sujeto a su brazo arrugado cual pasa de uva, el doctor de turno que viene, va, viene y va, pasan una, dos, tres horas. Finalmente, a las nueve de la noche los resultados descartan la trombosis o cualquier otro mal, por lo que nuevamente en una ambulancia regresan a mi abuelo a su casa.
Martes 4 de mayo, le dieron el alta a Don Arístides, ya no tiene la carga viril suficiente para contagiar, de modo que no lo pienso dos veces y le aviso a mi tío que voy a almorzar con ellos.
Durante todos estos días estuve pendiente de saber si había algún progreso en la salud del abuelo; por suerte cada día mejoraba un poquito más según Andrés. Sin embargo, cuando lo vi se me retorció el corazón. Él estaba acostado en la habitación de abajo pues subir las escaleras le era imposible, se encontraba en posición fetal, manifestó que sentía un dolor en sus piernas inaguantable, como si le estuvieran clavando miles de cuchillos; su voz no era su voz, tras varios días sin hablar mucho sus cuerdas vocales se atrofiaron como todos los músculos de su cuerpo, se escuchaba como afónico, con un tono muy bajo y ronco. “Me agarró no más” lo escucho decir y yo me aguanto las lágrimas. Jamás lo había visto así, no esperaba hacerlo en mucho tiempo, fue de golpe no estaba preparada, nunca voy a estar preparada.
El almuerzo de mi abuelo es una sopa en taza y un par de galletitas de agua. Lo ayudamos a sentarse en la cama y le acercamos la mesita de luz la cual hace de mesa. Lo veo agarrar la taza y por dentro me digo “por favor que tenga la fuerza suficiente para levantarla”, la levanta, muy suavemente la dirige hacia su boca, le da un sorbo y la apoya nuevamente en la mesita; baja la cabeza, la mueve hacia un lado y hacia el otro, arriba y abajo; le da otro modesto trago a la sopa y agarra una galletita, solo come la mitad. “No puedo mantener mi cabeza” le comenta a Andresito para que lo ayude a recostarse nuevamente.
Es nuestro turno de almorzar, nos dirigimos al comedor, nos sentamos y comienzo a hacerle peguntas cual interrogatorio “¿antes estaba peor? ¿está todo el día acostado? ¿no puede caminar nada de nada?”, mi tío responde cada pregunta e insiste que había mejorado, no puedo evitar pensar en que, si así como está ahora es “mejor”, cómo habrá estado antes. También me cuenta que más tarde viene el kinesiólogo que trata a mi abuelo hace ya tiempo para ayudarlo, comenzar a moverlo y que nos de su punto de vista de la situación.
Son las tres de la tarde y suena el timbre, debe ser él, Andrés abre la puerta y escucho que efectivamente es Joaquín, el kinesiólogo. Entra y se dirige a la habitación, al ver a su paciente allí postrado hace un chiste para descontracturar y nosotros nos vamos al living para no estorbar. Con un oído escucho lo que vemos en la tele y con el otro estoy atenta a lo que diga el doctor. “Lo peor que podés hacer es quedarte acostado todo el día” lo oigo decir, no podría estar más de acuerdo, me alegra que se lo haya dicho visto que los adultos mayores toman como palabra santa todo lo que les diga su médico. “Si querés estar acostado no hay problema, pero al menos cada dos horas levantate, sentate, camina un poco”. Una hora más tarde se retira, explica que va a volver dentro de dos días y que dejó algunos ejercicios que debían hacer.
Se hacen las cinco y yo me voy porque entro a trabajar, saludo a mi abuelo, le doy un beso en la frente y le digo que en estos días vuelvo.
Viernes 7 de mayo regreso a la casa de Arístides y para mi sorpresa él está sentado en uno de los sillones mirando televisión tapado con una frazadita; le doy un beso y me pincho, tiene barba, nunca lo había visto sin afeitar, es un hombre bastante pulcro. Tomo asiento a su lado y charlamos un poco, me comenta que ayer vino nuevamente Joaquín y le dio otras actividades, le gusta, le hace bien, eso me da cierta esperanza.
Al cabo de un rato el viejo manifiesta que quiere acostarse, todavía está débil y le cuesta mantener su cabeza, por lo que Andrés lo ayuda a levantarse y le es de apoyo. Al ponerse de pie la manta cae al piso y veo las piernas blancas cuasi cadavéricas de mi abuelo, sus pasos son lentos y cortos, siempre sosteniéndose de su hijo se dirige, aún, a la habitación de abajo.
Nuevamente debo retirarme para entrar a trabajar, esta vez me voy con otra confianza, con la fe de su recuperación. Me despido de ambos esperando verlos pronto.
Viernes 9 de mayo, ya pasó una semana de la última vez que vi a mi abuelo así que aprovecho que tengo franco para ir a visitarlo. Llego, toco timbre y espero, la puerta se entreabre, se asoma una cabellera alba brillante y unos ojos color océano, “¿quién es?” escucho que dice en tono burlón esa voz que hacía semanas no escuchaba. Don Arístides abre la puerta y yo salto a abrazarlo a la vez que digo “¡Eh abuelo! Que hermosa sorpresa”.
Esta vez almorzamos los tres juntos, Andrés cocinó nada más y nada menos que un guiso de lentejas, el día está fresco y nublado así que lo amerita. En la mesa mientras conversamos observo el rostro afeitado, las canas bien peinadas y el buen apetito de aquel que hace una semana parecía estar viviendo sus últimos días, disfruto de escucharlo y me complace poder compartir la mesa con él una vez más.
Al terminar de comer levantamos todo y nos dirigimos al living, nos sentamos, ponemos una película y yo solo gozo de este momento. No mucho tiempo más tarde vemos que salió un poco el sol “Voy a tomar vitamina D” dice el abuelo mientras se para. Se va al patio y se sienta en una reposera ¿acaso habrá pensado que no volvería a sentir el calor del sol en su cara? Porque a mi sí se me cruzó por la cabeza.
Unos minutos después entra y comienza a preparar todo para planchar la ropa, no puedo creer que días atrás me encontraba pidiendo a seres del más allá (en los que no estoy tan segura si creo) por su recuperación y hoy lo veo ir de un lado a otro, caminando sin la ayuda de nada ni nadie, haciendo algunas tareas del hogar como lo hacía antes. Que locura y que triste es aprender a disfrutar de esos pequeños detalles que abundan en nuestro día a día tan solo después de haber pasado por una situación tan crucial. Y una palabra no para de dar vueltas en mi cabeza: efímero.
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