SIEMPRE HAY MOTIVOS PARA ESTAR FELIZ
Me encontraba trabajando en un lugar de la Quebrada de Humahuaca y lo hice durante toda la pandemia pero no me gustaba estar ahí así que cuando la Junta de Clasificación docente habilitó la inscripción para solicitar traslado, sin dudarlo me inscribí, eso fue en septiembre y desde ese entonces me inquietaba saber cual sería mi nuevo destino, empecé a soñar con un lugar menos inhóspito, más acogedor, menos hostil.
Esperé con muchas ansias a diciembre aunque aún no había decidido a donde me trasladaría. El día que nos convocaron, no fui el primero en llegar al ofrecimiento de cargos, en el salón ya se encontraban mis compañeros de trabajo, ¿ellos también se querrán ir de ese lugar? Me pregunté, saludé a todos y me dispuse a esperar a que me llamen, cuando lo hicieron, caí en la cuenta que tenía varias opciones pero yo ya había elegido la escuela de San Bernardo, ubicada también en la Quebrada pero prácticamente en el límite con el Valle. Solo pensar que estaría en un lugar más acogedor, con nuevos colegas, con menos responsabilidad de la que tenía me hizo pasar un vacaciones tranquilas y felices.
Llegó febrero y con él, el retorno al trabajo. El primer día fui a tomar el vehículo a la vieja terminal de San Salvador de Jujuy, un tapiz de estrellas y una luna inmensa anunciaban un día sin lluvias y caluroso, eso me reconfortó y partí animado a mi nuevo destino apenas subí, me quedé dormido, debemos haber viajado al menos dos horas cuando la voz del chofer me despertó. ¡A orinar! gritó, algunos se rieron y aunque no orinaron descendieron, también lo hice yo, afuera, una garúa se desprendía de un cielo oscuro y amenazador, a cierta distancia se podía ver un vehículo estacionado. No nos va a dejar pasar, hay que ayudarlo, dijo el chofer, el camino estaba totalmente resbaladizo. Un maestro me miró y se hecho a reír, aquí tiene que venir con bota de goma y traerse un poncho para la lluvia, tal vez tengamos que caminar me dijo. No sabía, me excusé.
El dueño del vehículo, al vernos llegar, descendió, dio la mano a todos, yo cerré el puño y extendí mi mano, aquí no hay corona virus dijo el hombre y se largó una carcajada que fue coreada por todos los demás, mientras decidían como mover el vehículo que se encontraba en un pendiente muy pronunciada, se pasaban un botellita de la que todos bebía, para el frío me dijo un colega, se llama burrito, agregó. Sí, y yo le utilizo para desinfectarme agregué. No aquí no hay nada, volvió a repetir el dueño de la camioneta.
Llegar a la escuela no fue muy placentero, nunca trabajé en una tan descuidada, no había lugar donde guarecernos de la lluvia y el frío, el agua penetraba por todos lados, de los techos de las aulas, de la cocina, del salón, y de los baños se filtraban grandes goterones inundando todo, la humedad y el tiempo no le perdonaron a las chapas galvanizadas de la escuelita y así contra todo pronóstico de mis colegas vimos llegar a los niños montados en sus caballos, todos calzaban botas de goma y estaban cubiertos con un plástico. Verlos llegar fue el momento más emocionante, hasta me dio ganas de llorar cuando nos saludaron con un fuerte apretón de manos, en ese instante me olvidé del protocolo y abrasé a cada uno de ellos como presintiendo que juntos íbamos a pasar grandes necesidades.
La lluvia no dio tregua en todo el día, durante la noche, luego que los chicos se fueron ala albergue, empezaron a sucederse unos relámpagos continuos, tan continuos que la comarca parecía estar totalmente iluminada, los chaparrones torrenciales solo nos permitió entendernos con la mirada y cuando se cortó la luz, lo único que se me ocurrió, yo que nunca lo hago, fue rezar y esperar el nuevo día. Este llegó anunciándonos que no solo se había cortado la luz, sino también el agua y que las aulas y los albergues estaban inundados. Una radio vieja que uno de los colegas encendió gracias a que preservó las pilas del año anterior comunicaba a cada instante que toda la zona de San Bernardo, Catre, Corral de Piedra, San Javier, se encontraban totalmente incomunicados. Nos miramos totalmente desalentados pero con esperanzas de retornar a casa. Salimos y afuera, la ferocidad con el que los arroyos arrastraban los árboles nos quitó toda posibilidad de volver al hogar.
Los niños, fuimos a verlos y ellos nos esperaban paraditos en la puerta, no tenían agua en los sanitarios y si no había ahí tampoco había en la cocina pero aun así sonreían. Di la orden de subir desagotar el tanque solar y preparar el alimento para los niños, solicité a la alberguista que recoja agua de los arroyos para los baños. En estos momentos fue cuando me arrepentí de pedir traslado, a dónde me he venido me repetía a cada instante. Habíamos llevado alimento solo para tres días así que no perdíamos las esperanzas de que disminuya el caudal de los ríos. Cuando la radio anunció que defensa civil y Vialidad no recomendaban transitar por la ruta que me había llevado a San Bernardo, empezó para todos, cero, la desdicha de no contar con alimentos básicos de la canasta familiar como harina , azúcar, fideo, carnes, etc.
El lunes de la siguiente semana me sorprendió arriba de un duraznero intentando saciar el hambre, nunca voy a olvidar que un niño se me acercó y me ofreció un durazno que él había encontrado en terrado en la hojarasca, no quise aceptárselo, él me dijo: vamos a buscar, hay más. Fuimos, el viento había arrancado los frutos del duraznero más alejado de la escuela y el agua los había arrastrado hasta un lugar a donde se había un montón de todo un poco. A ese lugar está prohibido ir, gritó alguien, me pare y les hice ver los duraznos, en un instante tenía a todos a mi alrededor.
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