UNA ESTERILLA DE PÚAS Y UN HERMANO

UNA ESTERILLA DE PÚAS Y UN HERMANO

Tengo pelo de perro en las uñas y sonrisa de pez en la boca y ando con piel derretida incrustada en el reverso de mis manos. He conseguido controlar la ansiedad como un faquir, acostada sobre doscientos discos de púas de plástico pegados a una esterilla. Así me relajo, ronco, y dejo de pensar en las cagadas que hacen otros y que después me las atribuyen.

Hoy no he visto gaviotas en la playa y me preocupa que sea el cambio climático, pero lo de la ansiedad… Yo culpo a mis cuatro mil ancestros, una legión de generaciones de paletos y algún caso ilegítimo que desconozco. Siempre ando a la espera que aparezca un hermano forzoso y me sorprenda. Es fácil sorprender a una generación menos ignorante.

¿Tendrá relación la caducidad del cuerpo con la precariedad del trabajo? Últimamente el pensamiento me distrae; soy joven para perder la visión tan pronto y estaré medio sorda a los cuarenta. Quizá se agraven los ataques de ansiedad pensando que ya no veré más gaviotas ni escucharé a ese hermano forzoso desconocido que me quitará lo poco que pueda heredar.

Y es que hay momentos que busco cucharas para sacarme los ojos, luego recapacito encima de la esterilla y me dan ganas de sacárselos a otros, quienes exigen prisa, ¡prisa, prisa! Yo no tengo repuestos aunque puede que tenga un hermano. No me pasa como con los videojuegos que te puedes morir muchas veces en un mundo interminable. La única propiedad que me quedará son mis huesos, insustituibles.

No he podido elegir mucho hasta ahora. El cuerpo con el que he nacido, la genética, la familia, hasta mi estatus de clase obrera vino dado. Soy frágil y vulnerable. Si recibes el nombre de tus padres pero te cría tu abuela, algo no encaja. Mi abuela decía que el secreto de la vida estaba en seguir las señales. Todavía ando dándole vueltas a eso. Mi abuela era una filósofa sin ejercer, estaba lejos de los aviones, estaba más cerca de las piruetas de los pájaros. Su mayor ilusión era que yo fuese profesora, o directora, nunca me dijo de qué. Cuando se le retorcieron las palabras al final de su vida descubrí que el lenguaje se puede masticar con los dientes y se puede tragar, y posiblemente se vaya después a los huesos. A mí el lenguaje se me va cerca del ombligo y allí se ahoga en una capa impermeable. Por mucho que quiera gritar no me escucho ¡Debería hablar más cuando te despiden injustamente! No seré más ayudante de veterinario que vende gatos sin pelo. No seré más la cuidadora de niños de padres que no ejercen ¡No seré más auxiliar que auxilia! Tres meses, dos meses, mes y medio… Es que llega el momento en que ya no se trata de pensar, se trata de experimentar fracasos. Vienen seguidos. Esto no puede pasarme, digo, y me resigno.

Me fallan todos los sentidos a la vez con demasiada frecuencia. Cuando el final se adelanta, me toco el ombligo y allí está el hormigón sobre el diafragma. Yo no quiero mucho dinero, lo justo para sobrevivir. Se me dan bien los abuelos, cómo no, me crio una, pero cuando tu compañera de estudios con olor a lima con la que te vas de cervezas y trasnochas para los exámenes se convierte en tu rival, compite contigo en un trabajo precario, todo cambia. Se hace perverso convivir con un chicle estirado con olor a isla cubana.

Esperas un año con un sinfín de cursos en la mochila. Luego vienen alquileres en otra provincia pero el sueldo no te llega y lo que parece un mar de fondo es puro plástico con caminos que huelen a tomates podridos al sol. Mi último trabajo ha sido en un edificio recién estrenado que me engullía a las ocho de la mañana y no me vomitaba hasta la tarde. Ha sido el mes y medio que más he fundido la esterilla de púas.

—¡Échale crema! Dios, ¡hay que vendarla! —grita la Cruella por detrás con su olor a lima mezclado con tabaco.

Todo el vapuleo viene para mí que solo le secaba el cuerpo. La bronca para quien está con un contrato de prueba, de prácticas, o lo que se inventen para pagarte una miseria. Yo abría la ventana cuando el calor era horroroso y la habitación se empañaba. Y miras un jardín yermo y polvoriento mientras el agua cae en la ducha. De pronto te dan una bofetada y el papel de mala ¿Acaso viene en el lote con el trabajo? La anciana estaba sola en la ducha. El olor a lima se había ido y el agua le encendía la carne. Después, esas manos de cristal no dejan de agarrarte mientras bajas su cuerpo de la grúa y empapas toallas frías y en vano yo aprieto los ojos, pero la piel se desprende de sus pliegues y se queda en mis uñas. Con una mirada vacía también se mastican las palabras, traga, traga horror con su vulva y los labios como una ciruela roja. Y esa rabia. Todo sigue bajo la normalidad, dicen. Y echo más cemento a mi estómago. No puedo hablar en ese paisaje abroncado y seco. Abroncado, odioso y seco.

Busco un trabajo vivible, donde no se discuta en reuniones por la vida fútil de las mariposas de moda ¿Cómo puedo mejorar el mundo hasta que venga mi hermano? No me voy a suicidar por esto, no le voy a dar este gusto al forzoso y a la estirada con odioso olor a lima que me ha culpado fallándome todos los sentidos a la vez.

Cuando niña coleccionaba fantasmas y quizá sea la razón. Nunca sé cuando voy a cometer un error. Mejor será que aspire a milagros pequeños y entre milagro y milagro muchas sesiones de esterilla.

(historia narrada)

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