Nautilos y flores

El día en el que llovieron margaritas del cielo, todos los habitantes de Udevalla creyeron que era un artificio más de la política local para ganarse el voto de la región y terminar con las barricadas. Luna Allegra Vida vio caer el rocío de pétalos blancos y centros amarillos mientras terminaba de barrer los ramilletes que se habían metido por la puerta principal de su casa cuando Clotilde, su hija, salió a jugar pensando que era nieve. Aunque en los valles de los Andes nunca nieva, ese día, la villa amaneció pintada de blanco y con un olor astringente a margaritas.

Ya casi se quedaban sin la comida que habían almacenado al prepararse para las barricadas y Luna decidió hacer un estofado de flores. De las que había puesto en un improvisado montoncito en el patio escogió las que le parecieron más tiernas para hacerlas hervir y cocinarlas con las dos yucas que le quedaban en la despensa. Aunque era la época seca de la región, la humedad cargaba el aire y el moho se esparcía y carcomía todo lo que estaba a su paso. Las provisiones que pensaron que les durarían para medio año segados, se echaron a perder en un mes. Un manto blanco mezclado con verde devoraba los vegetales antes que cualquier otro animal pudiera comerlos y los reducía a una papilla blanca que se parecía a las babosas aplastadas. El moho empezó a calar en la casa y ahora, en vez de desempolvarla todos los domingos como de costumbre, cada día había que quitar el verdín que se volvía a pegar en los muebles de madera viejos y secos antes de que los volviera carcoma o sémola.

Con excepción de ese día en el que el cielo se abrió para que lloviera, todos los demás habían estado marcados por un grisáceo encapotado y el sonido de eventuales disparos desde las barricadas a las afueras del pueblo. El aire se había cargado de una humedad tan pesada, que se podía sentir el movimiento del vaho cuando se agitaba la mano y Clotilde, un día que volvió de jugar en el río con los otros niños del pueblo, le juró a su madre que había visto a peces salir del agua y flotar.

Luna Allegra Vida empezó a hacer el estofado de margaritas, añadiendo de las pocas cosas que le quedaban en la despensa y quitándoles el moho con un cuchillo. Le puso las hojas de laurel, que habían sobrevivido a la lama, las yucas que había intentado guardar de la intemperie y por último la sal que ya casi estaba tan diluida en agua, que Luna pensó que así debía de saber el mar que nunca había visto. Removió la olla en la que preparaba su estofado y le puso, como último ingrediente, las margaritas que había recolectado. Cuando los puso a hervir, se fijó por la ventana si Clotilde ya volvía del río.

Luna probó la sazón del estofado de margaritas. Al verla, los centros amarillos flotaban en la sopa como pedacitos de zapallo y pensó que tenían un sabor como a tallos de acelga. Concluyó que era mejor que nada, mucho mejor a quedarse con hambre.

Se sentó en la sala, a esperar a que cociera, en el sillón viejo del tatarabuelo fallecido en la guerra de la independencia para ver los dibujos de flores que decoraban el comedor. Sentada, sintió a la tierra, redonda y gigante, moviéndose en su propio eje. Intentó pararse, pero no pudo, pues de repente se dio cuenta de que no tenía control sobre su propio cuerpo. Un zumbido agudo llegó a sus orejas y se intensificó y se volvió más penetrante hasta convertirse en un silencio de sepulcro justo en el momento en el que la primera barricada era derribada y los municipales mataban al primer hombre. Contempló, en un instante, el paso del tiempo. En el silencio total de sus oídos y en el sabor en la boca de las margaritas sintió todas las adivinaciones del mundo. Padeció la crudeza de la muerte mientras los gendarmes acuchillaban con una hoja fría el primer pecho del primer muerto con dignidad de lo que pasaría a la historia como una matanza terrible. Vio, en el rojo de su sangre y en el frío de su muerte, germinar del moho flores, con pétalos redondos y colores vivos. Las notó ascender, y pudo sentir su aliento de madreselva treparse a las paredes de su casa. Sintió la humedad del aire volverse cada vez más pesada cuando los últimos sobrevivientes de la barricada intentaban contener el camino a la plaza principal. Vio cómo un pez saltaba del agua mientras Clotilde lo miraba y empezaba a navegar en el vacío con él. Adivinó el crecer del moho, que ahora, ante la nueva ola de humedad esparcía sus puntos verdes en secuencias infinitas, formando caracolas y nautilos a través de las casas, de los muebles, y del marco de la ventana pintada con lirios rojos que acababa de quebrarse en mil pedazos por una bala perdida. Vio un mar color verdoso, y un barco alejándose a la distancia con los prisioneros condenados a muerte de una guerra sin fin. Sintió en sus huesos el llanto de todos los niños del mundo que murieron del hambre o de la peste mientras afuera la policía tomaba la plaza principal. Vio a Clotilde, sus ojos avellana y sus sueños infinitos y sintió el plomo frío de una bala, el disparo de un fusil y el olor nauseabundo de la pólvora color verde humedad. En un último silencio se dio cuenta de que el peso del mundo, de su gente y de sus guerras interminables la atravesaba en dos y le partía el pecho y le desgarraba los recuerdos más dulces y le desdibujaba de las entrañas los ojos de Clotilde, su único y verdadero amor y terminaba por matarla de nostalgia con la marca en la cabeza de una bala perdida.

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