En esta vida no hay coincidencias

En esta vida no hay coincidencias

D. Blanc

19/07/2022

Aterricé en la capital potosina muy temprano; llegué en el primer vuelo del día y habitualmente retrasado desde la Ciudad de México. Para ir a la Fiscalía, a diez minutos del aeropuerto, únicamente podía tomar un taxi de los sitios autorizados por el gobierno. La policía multaba a quien violaba dicha exclusividad, aunque nunca faltaba algún conductor valiente de alguna plataforma digital, como Uber o DiDi, que aceptaba el viaje con la única condición de que uno como pasajero simulara ser su conocido o familiar para encubrir su profesión. Esta vez, sin embargo, no valía la pena correr el riesgo porque tenía el tiempo ajustado. 

La recepcionista del único sitio de taxis autorizados abierto a esa hora me cobró cuatrocientos pesos en efectivo por el trayecto. La mujer imprimió el ticket del pago y otro más con la unidad que me habían asignado; un número se veía desdibujado en el papel por la falta de tinta. Después de recibirlos, me dijo que caminara hacia la salida, señalando con sus uñas larguísimas, blancas y puntiagudas la dirección, y cerró nuestra breve interacción asegurándome que alguien afuera me los pediría. 

Antes de llegar a la flotilla de taxis, un señor notablemente barrigón y fachoso tomó mis boletos y le gritó a la unidad tres. De un Sentra gris estacionado entre otros coches se bajó un hombre relativamente joven y misterioso. Sus lentes oscuros le tapaban casi la mitad de la cara, y su pecho y sus bíceps henchían la playera negra manga corta ajustada que llevaba puesta. Lo primero que llamó mi atención fue que su vestimenta era distinta a la de los demás conductores quienes lucían un pantalón negro con una camisa azul celeste, y otros cuantos más detractores de la moda acompañaban dicho atuendo con una camiseta interior blanca de tirantes. El conductor enigmático movió la mano y señaló su coche en respuesta al grito. 

A pesar de que no podía verle los ojos por las micas polarizadas de sus lentes, intuí por su físico musculoso y cabello castaño, tal vez erróneamente, que sus ojos eran de color azul. La supuesta tranquilidad de una mirada azulada no evitó que me sintiera intimidado, incluso temeroso, cuando me abrió la puerta trasera. Antes de arrancar le dije que iba a la Fiscalía, en el centro de la ciudad, y me puse mis audífonos para evitar cualquier interacción. El taxista no tardó mucho en hacerme un ademán que alcancé a ver a través del espejo retrovisor y cuando me quité los auriculares me preguntó si iba a la Fiscalía. Supuse que era una maña para iniciar una plática conmigo, así que me limité a asentar con la cabeza. No tuve tiempo suficiente para volver a ponerme los audífonos porque el chofer interrumpió de nuevo el silencio:

—¿Puedes leer una carta?

—¿Una qué?

—Una carta. Aquí la tengo.

Creí no haber escuchado bien su respuesta. ¿Una carta? ¿Escrita a mano? ¿Para quién? En ese momento sacó un cuaderno de pasta verde de la guantera. Mientras prolongaba la incógnita, colocó sus piernas alrededor del volante para liberar sus manos y abrir el cuaderno: lamió sutilmente la yema de su dedo índice derecho y comenzó a pasar las hojas mientras miraba de reojo el camino. A la mitad del cuaderno paró, le dio vuelta por el espiral para que quedara abierto solo de un lado y con una mano me lo pasó. Lo agarré ávidamente y comencé a leer. 

Estimado Director: quiero denunciar la venta de drogas de mi barrio. Sé quiénes son, qué venden, hasta dónde viven. Quiero servir a mi país.

Pausé para voltear a ver al conductor, pero había regresado su atención al camino, o al menos así lo delataban sus manos: una al volante y la otra engarrotada en la palanca de velocidades. Volví mis ojos al cuaderno y terminé de leer la carta. Después de la denuncia inicial, el resto de la carta era un circunloquio sobre el supuesto heroísmo de redactarla. ¿Acaso sabía que solo estaba ahí porque tenía una junta con la unidad de narcomenudeo de la Fiscalía? ¿Me conocía? No era posible, el número de taxi me lo habían asignado adentro del aeropuerto. Tampoco había alguna señal de persecución a los alrededores. O tal vez todo eso estaba planeado. Mi desconfianza y miedo me forzaron a indagar más:

—¿Quién es el Director?

—El jefe de la policía. La carta era para para él, pero me dijo que se la entregara al Fiscal.

—¿Y por qué me la diste a mí?

—Nada más.

—¿Nada más?

—Ya la leíste, dime cómo te pareció. 

—Bien, pero sigo sin entender qué quieres hacer.

El autor comenzó a relatarme que había crecido en ese barrio y las cosas habían cambiado desde hace unos algunos años; prácticamente que en donde él jugaba fútbol durante su infancia, hoy se vendían coca, mota y piedra. Aproveché su monólogo para sacar mi celular del pantalón sin que se diera cuenta. Lo puse entre mis piernas y abrí sutilmente un mapa para verificar que estuviéramos en la ruta correcta, sin dejar de mirarlo ocasionalmente por el retrovisor para que creyera que estaba atento a su plática. La Fiscalía estaba a cinco cuadras sobre la misma avenida por la que circulábamos, así que antes de llegar decidí anticiparme a cualquier desenlace indeseado y lo interrumpí. 

— Voy a una junta con la unidad de narcomenudeo de la Fiscalía. Pásame tu celular, yo les platico tu caso y te escribo si consigo algo útil.

Guardé su contacto y salí apresurado del coche.

No mencioné nada de lo sucedido en la junta. No tuve tiempo ni información suficiente para asimilar lo que había pasado. La duda que resonaba en mi cabeza era si este evento azaroso podía verdaderamente suceder. Al terminar mi trabajo decidí usar una de las plataformas digitales para regresar al aeropuerto. El conductor que aceptó mi viaje me pidió sentarme en el asiento delantero del copiloto para simular una supuesta relación entre nosotros y evitar que la policía lo detuviera. No tuve problema alguno y hasta bromeé pidiéndole un abrazo como despedida para garantizar nuestra cercanía. Me dejó en el aeropuerto y se fue rápidamente para evitar que alguien sospechara de su profesión. 

Antes de entrar al edificio sentí una mirada en la espalda que me recordó la sensación amarga de la mañana, la de la mirada del taxista cuando me abrió la puerta del coche. Inmediatamente volteé y ahí estaba, parado atrás de su Sentra gris, sonriendo, vistiendo todavía su playera negra ajustada y portando los lentes que reflejaban el sol. El taxista sonrió y se despidió de mí: ¡Hasta pronto, David!

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