En los despachos no sólo hay papeles

En los despachos no sólo hay papeles

     En los despachos suceden muchas cosas y dicen los entendidos que conviene evitarlos, pero ella, despreciando las leyendas urbanas, se aventuró entre ellos. Sin embargo, no imaginaba lo que pasó y mucho menos lo que sintió. ¿Asombro?, ¿vergüenza?

     No era capaz de saberlo. Sí, asombro y vergüenza, lo uno y lo otro, las dos cosas a la vez. Lo tenía ahí mismo, delante de ella, sentado detrás de la mesa de caoba en un confortable sillón de cuero que asomaba por encima de su cabeza. Un encuentro esperado desde hacía casi un mes con ese hombre inteligente y emprendedor, dinámico y práctico, con el que deseaba colaborar. Ahí estaba el momento deseado y ella, no sabía qué hacer.

     Era la primera vez que vivía algo así, algo como que al director se le cerraron los ojos y la barbilla cayó hasta tropezar con su esternón sin avisar, sin el menor indicio, de golpe, como si le hubieran dado un mazazo, justo cuando le estaba presentando el nuevo proyecto.

     Se asustó. 

     Pensó que estaba muerto y con cuidado se acercó para escuchar un atisbo de respiración mientras repetía sin mover su boca que no se le ocurriera morirse, que no era justo y menos ahora, no con ella en el despacho y de ninguna manera mientras estaba hablando.

     No, no había infarto ni ictus. Dormía, respiraba fuerte. Pasó entonces del asombro, la vergüenza y el miedo a la autocompasión. Estaba claro que era aburrida, que su proyecto no interesaba, que no era capaz de defenderlo.

     Se culpabilizó y se marchó del despacho como un fantasma, sin hacer ruido, escapando para que ese momento se olvidara como se olvidan los sueños que no se escriben al despertar.

     Dejó pasar un día y otro día más de frustración con la duda de cómo actuar. ¿Debía esperar? ¿Tomar la iniciativa? La goma mental se abría y se cerraba sin avanzar.

      No tuvo que esperar mucho. Al tercer día el jefe durmiente se plantó ante su mesa y le invitó a tomar un café. Hablaron del tiempo, de esto y de lo otro, y finalmente le pidió que le explicara el proyecto con toda la naturalidad del mundo. Ella lo hizo, él lo aprobó y le aseguró recursos y apoyo.

     Le interesa, pensó con alivio, contenta como una niña. Estaba claro que las cuatro de la tarde no era el mejor momento para las presentaciones y menos en un sillón como ese. Era la hora de la digestión, de reponer las fuerzas mermadas por los madrugones de Madrid, las malas noches de los niños, las salidas con amigos o compromisos profesionales. No es que ella fuera aburrida, se repetía para convencerse.

     Entonces descubrió que una ventana se abría de golpe azotada por el viento, para dejarle claro que en la superficie parecía muy segura y emprendedora, pero estaba llena de agujeros y cuevas, como un paisaje de piedra caliza que se erosiona con cada tormenta.

     Esa mujer todavía no sabe que pronto se establecerá una corriente cálida entre ellos que irá modelando su amistad en un ciclo de altas presiones con áreas de poco viento, cielos despejados y ausencia de nubes y tormentas. Y tampoco sabe que tardará todavía un par de años en comprender que no es el ombligo del mundo, que compartirán desayunos, comidas y entradas al teatro, visitas a su residencia de verano y al hospital, en una ambulancia, cuando el director amado se caiga de golpe mientras se apoya dormido en la pared de una sala de reuniones y se estampe contra el suelo rompiéndose la nariz y los dientes. Porque su buen amigo, ocasionalmente, caerá redondo en encuentros, viajes, congresos y otras situaciones sin sillones a mano que le salven del peligro. Y ella se verá obligada a reforzar sus agujeros y cuevas para ayudar a ese hombre inteligente, de memoria prodigiosa, rápido y eficaz, un ser de cristal que camina sobre un suelo de hielo. Pero es pronto para saberlo y tratar de evitar lo inevitable.

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