La secuela de la rubeola me acompañó al nacer. No veía el color del día. Sí, lo escuchaba. Junto a los demás sentidos, dirigía mi caminar por la vida con esfuerzo, ilusión y trabajo. Hoy mis manos pueden trabajar en el cuerpo recostado, sobre la camilla, lo que había aprendido en la Facultad. 

Comencé la jornada y, al entrar el paciente citado, se inundó el lugar de una fragancia desconocida, que portaba una agradable voz masculina:

―Con permiso; buenos dias… ¿Puedo pasar? ―dijo.

―Sí. Entre, desvístase y póngase la bata que está sobre la camilla. Luego tiéndase boca abajo –. Sus músculos me informaron que estaba ante un hombre joven y fuerte. Su vocabulario denotaba seguridad. Me dijo que era profesor de música, en el conservatorio de la ciudad, y aficionado a coleccionar partituras de grandes maestros. Al marcharse percibí una sensación extraña en aquel hombre.

Al acabar la jornada, me dirigí a casa con Luna; mi lazarillo pastor alemán. Al cruzar, la pequeña plaza ajardinada, me senté, en el banco de piedra gris, junto al templete central. Así descansaba y reflexionaba, mientras oía las carreras de los niños y sus alegres voces en los juegos infantiles. La brisa me despeinaba y el sol de la tarde calentaba mis piernas.

―Buenas tardes, ¿puedo sentarme? ―dijo una voz masculina.

―Por supuesto, el banco es de todos.

―Soy Tomás. Sus manos me aliviaron las piernas esta mañana.

―Sí, su voz me es conocida, usted es el profesor ―dije al sentir a Luna incómoda―. Los perros guía no deben acariciarse, ―le reprendí y cambié la correa de mano.

―Lo siento… Al pasar la he visto y me dije: Voy a saludar a mi «fisio». Esta mañana no le di las gracias.

―Perdona; no soy la «fisio» de nadie. Bueno, se me hace tarde.

―¿Puedo acompañarla?

―No hace falta, ya llevo compañía, gracias.

Desde aquella tarde, presentía  que me observaban mientras estaba en el banco, pero no cambié mi rutina. Me gustaba escuchar las conversaciones cercanas.

―Esta tarde he de pasar por la plaza ―le dijo Tomás, al acabar la sesión de fisioterapia.

―Allí estaremos.―A Lucía, le atraía el hombre.

Llegó a casa cansada. Le inquietaba la relación con Tomás. Percibía algo que desconocía. Relajada, después de la cena y trás la ducha, se acostó y dió rienda suelta al deseo… Lucía, tenía un físico espléndido sin haber cumplido los cuarenta años. Su inerte mirada no distorsionaba su belleza.  

Una tarde, al abrir la cancela de entrada al domicilio, unos ojos la miraban. Escuchaba pasos acercarse:

 ―Hola Lucía, pasaba cerca y te he visto, ―dijo con amabilidad.

―¿Tomás? ―, no te esperaba. No he sentido a Luna.

―Ya me conoce ¿verdad bonita? –Luna, lo miraba sin convicción. 

Trás saludar a la perra, continuó:

— La verdad es que me he acercado para hablar contigo… ¿Puedo invitarte? ―, le propuso con voz pausada.

―Por qué no, en la esquina desayuno a diario.

―Vamos entonces ―dijo.

Comencé a salir con Tomás. Quedábamos en el banco de la plaza. El olor a rosas y jazmín hacía más agradable la espera después de la jornada de trabajo. Un viernes, lo invité a cenar en casa. Llegó puntual. Al abrir la puerta, olí el perfume conocido. En la sobremesa trás la cena, sentía sus pupilas en mis pechos. Sin quererlo me humedecía:

―Luna, ve a la cucha, ahora te pongo el pienso. Oía a Luna comer cuando escuché un fuerte golpe, sobre el suelo del salón:

― ¡Plas!… ¡¿Que ha pasado?! ―dije sobresaltada.

―Perdona, no quise asustarte. Se me ha caído el jarrón que estaba sobre la encimera. He tropezado al levantarme y le dí con el codo.

— ¿Donde ibas?

— A por ti –dijo Tomás.

— Espera un poco…–contestó Lucía, con determinación.

Al volver con los utensilios, olí la suave fragancia de los nardos. Recogidos los trozos del jarrón, dijo que debía marcharse. 

―Si quieres te hago una copia de la sinfonía. El original déjalo en su sitio. Es un regalo que le hizo a mi tatarabuelo, su amigo Beethoven.

―¡No se que me dices! ―dijo nervioso.

―El aroma te ha delatado. Has cogido el manuscrito del anaquel del mueble. Sus páginas están impregnadas con el olor a nardos. Sólo existen dos copias en el mundo. 

―Colecciono piezas musicales.Ya te lo dije. Sabía que tenías éste manuscrito. Me lo comentó hace tiempo una amiga común ―le dijo el hombre.

―Pronto llegará la policía. Al abrir la hoja de cristal del mueble, has activado la alarma conectada con la comisaría de la esquina.

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