El Castillo de Dustin en el que vivían los Kerrick se alzaba sobre el monte de Neyén. Las dimensiones de la edificación eran superiores a las de algunas de las aldeas que habían en las estepas y en las montañas. En sus faldas una gran ciudad hacía su vida cotidiana, ya acostumbrados a la poca luz y a las tierras oscuras que poseía Urbecana. Esta era la capital de Baumwipfel.

En aquella enorme fortificación vivía aislada la familia real. El Rey, Audrey, era un Éan consecuente. Por lo tanto, querían que en su hogar se llevaran a cabo rigurosamente las leyes que él mismo le había impuesto a sus súbditos. En uno de los jardines del castillo había seis hayas plantadas para establecer los horarios de trabajo. Durante aquel tiempo determinado al día, sus hijos habían estudiado con eruditos y habían aprendido el arte de la lucha con maestres.

Ahora había llegado el momento en que su hijo más pequeño se enfrentara a la ancestral costumbre de La Asignación. Esta se encargaba de regir el equilibrio de la raza dando el empleo adecuado a cada miembro. Se tenía en cuenta las habilidades y aptitudes de los candidatos.

La Asignación era obligatoria para todos los Éans. Cuando estos cumplían trece años pedían audiencia con La Asignadora. Ella estudiaba al individuo y lo enviaba como aprendiz de un oficio. Esta gestión la realizaba una Subhashini designada por La Hermandad, grupo encargado de mantener el equilibrio en W.O.P.

– Su excelentísima majestad, entienda – le dijo Yoselyn Ratclif.

Ella era su consejera desde no hacía mucho, pero ya era la mano derecha y confidente del rey. Yoselyn había sido elegida como idavuji y tras un tiempo de rigor se convirtió en un miembro activo e importante de los The Aseyphelps. Muchos envidiosos rumoreaban que aquello había sido porque la Éan era la concubina del rey. Lo cierto es que sí que lo era, pero también que los cotillas eran muy envidiosos.

Ella andaba a paso ligero tras el rey. Pero él hacía como si no la escuchará. Yoselyn se agarro la tuina roja para no caerse. Aquel uniforme la hacía dar traspiés y parecer torpe.

– No insistas, no hay otra solución posible.

– Se arrepentirá de sus coacciones, la señorita Isla Aisleyne es una Éan que no se puede dirigir.

– Yo soy el rey – grito cabreado mientras giraba sobre si mismo.

Este gesto inesperado hizo que la joven se parará y retrocediera un paso por el susto recibido.

– Sí, pero ella es La Asignadora de los Éans.

– Mac es el único de los Kerrick que no ha sido asignado. Mi hijo debe ser rey.

En Extensa Llanura, no muy lejos de Urbecana, había tres árboles plantados en las posiciones en la que debían de estar los astros en el momento exacto de comenzar la jornada de trabajo. Unos quinientos metros más allá otros tres para indicar el fin de esta.

Los seis árboles destacaban por encima de todos, porque no eran de una especie autóctona. Además eran de distinto color que el resto de la vegetación que crecía en el valle, como arbustos y herbáceas. No eran los únicos árboles, pero si eran los más altos.

Muchos decían que aquellos árboles habían sido plantados con algún tipo de magia malévola. Claro que sólo lo decían porque no les gustaba trabajar. La verdad es que los habitantes de Extensa Llanura eran gente tranquila, amantes de sus costumbres y no tenían mucho mundo. Aquellos seis palitroques, como los llamaban ellos, eran simples hayas. Nada mágico, sólo árboles.

El monarca de Baumwipfel los tenía bajo una estricta vigilancia. Eran utilizadas como hitos para indicar el tiempo de trabajo adecuado de los súbditos. Al encargado de vigilar las hayas se le denominaba oynánfý. Cada calenda un idavuji comprobaba el buen estado de aquellos árboles y enviaban sus informes a los The Aseyphelps. Estos daban la información al rey, que aplicaba las sanciones necesarias según el estado de los árboles. Por ello, los habitantes de Extensa Llanura los cuidaban casi mejor que a sus propios hijos. Los regaban cada mañana y cuando los veían mustios les colocaban estiércol en la parte baja de sus troncos.

– La vez pasada fueron mis boñigas – dijo el señor Gilbertine poniendo una jarra de cerveza a sus conciudadanos.

– Ahora entendemos ese tono grisáceo de los árboles, es gracias a la cerveza.

– Uriel me vio.

– Sí, Gair, y la olí durante todo el día – dijo el oynánfý entre risas.

Las carcajadas en única taberna del pueblo se escuchaban desde fuera donde los niños jugaban. Extensa Llanura era una población media en el país de Baumwipfel. Esta sobrevivía con mucho esfuerzo y gracias a la solidaridad vecinal. Las viviendas se diferenciaban en dos, las del núcleo de la población y las granjas que se situaban a las afueras. Las del centro eran de piedra y estaban unas pegadas a otras. Las granjas poseían un terreno alrededor de la vivienda. Estas estaban fabricadas con madera, adobe y paja.

Las poblaciones cercanas no eran muy diferentes a Extensa Llanura. Todos aquellos pueblos y aldeas estaba construidas desde hacía muchísimas décadas, las viviendas solían heredarse con los oficios.

El reinado de los Kerrick era uno de los peores gestionados desde hacía muchas casas. La gente se estaba muriendo de hambre, sed y de enfermedades que no se conocían ni sus nombres. La población culpaba de ello a la casa de los Kerrick, unos decían que eran por ser inútiles y el resto por ser unos usurpadores. La situación que se vivía era una calma antes de una enorme tormenta.

El lugar se presentaba maravilloso en el amanecer de uno de los astros, antes de que los otros dos aparecieran por el horizonte. Era el momento justo en el que Kylie se plantaba en la puerta de la cabaña en la que vivía. Le gustaba empezar la jornada antes que al resto. La calma sólo duraba unas pocas horas, pero era lo que necesitaba.

Kylie vivía en una pequeña granja con una minúscula cabaña en el centro. Era muy ajusta para los tres Éans que vivían allí. Esta no estaba pensada para ser una vivienda familiar.

Kylie sintió la brisa fresca de aquella mañana de beiwe. Agradecía que no lloviera, pero unas cuantas nubes en el cielo cian amenazaban con hacerlo. Se estiro para terminar desentumecer su cuerpo. Extendió sus alas por encima de su cabeza y las batió con fuerza. Sabía que aquello estaba mal visto, pero es lo que a ella le encantaba hacer recién levantada. Además no había nadie mirando, sus vecinos seguían durmiendo.

– Luis, sal del bebedero – le gritó al ganso.

El animal no le hizo el menor caso y continúo nadando de lado a lado de cacharro rectangular, como si se tratara de un pato de feria. Ella suspiro cansada, al final siempre tenía que ir a sacarlo. Además aquel ganso era bastante sucio, así que llenaba todo de barro y plumón.

– Luis, un día de estos te hago estofado – le grito amenazante.

El ganso grazno ignorándola. La chica suspiró y siguió con sus quehaceres diarios.

Kylie pasó junto al pequeño corral donde una vaca esquelética la miraba. Abrió la verja guiándola para que no se comiera lo poco que había en su pequeño huerto. La vaca siguió a la chica despacio y pausadamente por el camino hasta la pradera. Cuando Kylie se detuvo el animal comenzó a rumiar las hierbas del suelo.

– Paca date prisa, come todo lo que puedas antes de que nos vean.

Ella tomó la falda de su vestido marrón usándola como bolsa. Observó cuales podían ser las plantas que no echará nadie de menos. Arrancó hierbas desde la raíz y con los pies desnudos intento tapar los agujeros que quedaban. Necesitaba pasto para que el caballo comiera.

Kylie era feliz. Le gustaba su vida tal y como era. Muchos en el pueblo sabían que la asignación de la niña era una de las peores cosas que le podía pasar a aquella familia. Por eso, nadie decía nada sobre que la niña ya no lo fuera tanto. Nadie se atrevía a denunciarlo. Porque gracias a aquella niña en el pueblo durante dos años se había podido comer huevos, ya que era la única familia que no se había deshecho del corral por el hambre acuciante. Además en ese momento las pocas gallinas que tenían las habían reservado para la reproducción y pronto esperaban que nacieran algunos polluelos. Ella estaba muy ilusionada, pues llevaban tiempo queriendo criar. Al resto de los habitantes del pueblo les parecía genial, ya que podrían comenzar algún nuevo corral y no depender sólo de la pequeña de los Alwyn.

Uriel salió de la cabaña y observó en silencio a Luis que seguía nadando tan tranquilo. Su hija estaba de espaldas a él en el gallinero. La joven siempre andaba protestando por lo angosto del recinto. Su cabello rubio se enganchaba en la madera sueltas y las gallinas terminaban comiéndoselo.

– Zhisanasbuaya. El desayuno está listo, cariño.

– Zhisanasbuaya. Ahora mismo voy – dijo Kylie sin siquiera girarse.

Ella tomó el cubo vacío del alimento de las aves. Lo llevó de nuevo junto a la puerta de la cabaña. Cuando entro se sentó a la mesa, su padre ya había servido en unos cuencos de madera pulida la única comida del día. Kylie y Uriel hicieron sus rezos matutinos a Priyanka.

Mientras comían Nechtan, el primogénito de Uriel, entró por la puerta de la cabaña. Él era un joven corpulento y fuerte. Vestía con el uniforme de color pardo verdoso de los oynánfý, al igual que su padre. Uriel al verlo se enojó.

– ¿Cuántas veces te lo habré dicho? No puedes dejar tu puesto de trabajo antes del tiempo establecido.

– Si no está el idavuji ¿qué más da? – dijo con apatía.

– Lo que te voy a dar es una paliza. Tendrías que ser consciente de lo que haces. Te asignaron ese puesto y eres responsable de llevarlo a cabo como se debe. ¿Cuándo vas a madurar?

Nechtan había escuchado tantas veces aquella reprimenda que sólo le causaba hastió. Uriel se levantó inmediatamente de la silla y tomo sus aperos. Salió de la cabaña cabreado. Musitaba una serie de improperios hacia la torpeza de su hijo y su propia discapacidad

Uriel estaba bien formado en su puesto cuando Oidhche, el idavuji de la zona de Extensa Llanura bajó del carruaje y se dirigió a inspeccionar el estado de las hayas. Pasó delante de Uriel sin mediar palabra. Al oynánfý le parecía gracioso que sus vecinos lo llamaran el inmaduro, sólo porque siempre andaba con aquella túnica verde manzana.

El cochero del carruaje saludó a Uriel con un gesto, este le respondió de igual manera.

– Zhisanasbuaya, señor Bridget – le dijo Uriel al recién llegado mientras volvía de examinar los árboles.

– Señor Alwyn ¿sabe qué tiene rota su pretina?

– Sí, señor es que el otro uniforme lo está utilizado mi hijo.

– Pues ya podrías pedir uno nuevo para cada uno, con el tipo de gente que conoces en Urbecana – dijo con doble sentido. Rebusco algo entre los papeles que llevaba dentro de una fonda de cuero y le extendió un sobre lacrado – Le traigo una carta de La Asignadora.

Uriel palideció e intentó disimular su nerviosismo. Tomó el sobre y lo guardo en el zurrón que había apoyado en unas grandes piedras cercanas. Oidhche se fue hasta las tres hayas que estaban un poco más retiradas y continuó con su trabajo.

Uriel sabía perfectamente que significaba aquella carta, noticias urgentes. Su cuñada jamás se hubiera puesto en contacto con él así, si no era estrictamente necesario. Se mantuvo en su puesto mientras el idavuji andaba por allí. Rezaba para sus adentros a todos los dioses que conocía para que no fueran malas noticias sobre su esposa, Maille.

El señor Bridget era una persona parca, pero su trabajo se caracterizaba por ser meticuloso. Así que una vez acabada la inspección de los árboles se acercó a la taberna a ver quién no estaba cumpliendo con su jornada laboral.

– Zhisanasbuaya, señor Bridget – se escuchó decir a Gair, el tabernero.

Uriel no lo aguantó más. Cuando vio cerrarse la puerta de la taberna tras Oidhche se lanzó hacia el zurrón para coger la carta. Rompió el sello sin quitar los ojos de la taberna. Busco el nombre de Maille, pero ni una vez se le nombraba. Aquella carta era oficial, era una carta de reclamación con la notificación de cita obligatoria para La Asignación, ya que Kylie llevaba dos años de retraso.

El cochero, que no le había quitado el ojo de encima, lo llamó con un silbido sordo y le preguntó casi en un susurró:

– ¿Todo bien?

– Sin novedad. Es La Asignación de Kylie.

– Al parecer se ha podido arreglar lo de la inscripción natal.

Uriel volvió a meter la carta en el zurrón y a colocarse en su puesto. Al poco el señor Bridget salió de la taberna, hizo un gesto con la cabeza como si algo no le cuadrase. Pasó la palma de su mano sobre su melena blanquecina, se acercó con premura a Uriel.

– Señor Alwyn ¿sabe usted dónde está el señor Kendra?

– Sí, señor. Está muerto.

– ¿Cómo no me comunicó tal hecho? – pregunto desconcertado.

– No preguntó. Por si le interesa también murió la señora Alexandra Allen.

– Habrá redactado los correspondientes informes.

Uriel fue hasta las piedras y del zurrón saco una serie de papeles que entrego al paciente Éan. Oidhche leyó concienzudamente los informes. Cuando encontraba una falta de ortografía abría de par en par sus azules ojos y sentía como la pupila se le dilataba.

– Muy bien – diciendo esto metió los informes tras los suyos.

Antes de subirse a su carruaje y marcharse, el idavuji dio un paseo por el pueblo para ver que todo era como debía ser. Su andar petulante y sus ligeros ademanes de disconformidad delataba su posición social, pero también la educación recibida.

Cuando Uriel perdió de vista el carruaje por el camino del norte sintió un enorme alivio. Dando lugar a una sensación de ahogo, como si tuviera un pellizco en el centro del pecho. Guardo la compostura y siguió trabajando.

Nechtan llegó a su puesto más tarde de lo establecido y al ver que su padre no lo reprendía supo que algo no iba bien.

– Papá, sabíamos que este momento iba a llegar. Una niña de su edad ya tendría que estar asignada.

– Ahora espero que entienda que todo lo que hemos hecho era para protegerla.

– ¿Tristán lo sabe?

– No sé, tu tía sólo me envió una escueta carta oficial.

Tristán cerró las cortinas para no ser observado en su casa por ojos indiscretos. En los cuatro años que llevaba viviendo en Urbecana sabía de sobra que nada era lo que parecía. El lugar estaba en penumbra, sólo la tenue llama de una lámpara de aceite hacía que el joven no tropezara con el mobiliario. Él dejó el saco de hogazas sobre la mesa de madera. Se sentó en una silla a descansar de su jornada de trabajo. Las ascuas de la chimenea estaban por apagarse, las removió con un atizador metálico teniendo cuidado de sólo avivarlas un poco y que desprendieran algo más de calor.

– Al final tenías razón, el señor Bruce, sólo sabe hacer hogazas. Eso sí, del tamaño que sea y de un sabor excelente.

Una esbelta figura salió de las sombras. Maille lo miró y en un susurro le comento:

– Tienes que aprender todavía muchas cosas. No te preocupes, ya te enseñaré yo a hacer lo que Took no te enseñe – se acerco despacio.

Él saco los panes y los puso sobre la mesa. Maille tomó un cuchillo bien afilado e hizo una incisión cuidadosa en la parte plana del alimento. Dentro había un pequeño objeto metálico y cilíndrico que sacó con sumo cuidado. Hizo lo mismo con todas las hogazas y dejo aquellas capsulas sobre la mesa.

– Vigila por si hay alguien cerca – le dijo Maille a su hijo.

Este se levantó y se apoyó en el quicio de la puerta sin casi abrirla. Ella abrió la primera cápsula por la mitad y saco un papel que desdoblo. Lo leyó mientras se sentaba en una silla en la parte más oscura de la mesa. Durante un buen rato estuvo revisando en silencio los mensajes y objetos que venían dentro de las cápsulas.

Tristán sólo tenía diecisiete años, y ya sabía que era formar parte activa de una organización revolucionaria en contra del sistema de poder establecido, se hacían llamar La Contracorriente. Lo cierto, era que el puesto que ocupaba lo tendría que estar realizando su hermano mayor Nechtan, era más de musculo y corazón que de cerebro.

– Hoy llevarás tres hogazas a los Kirk para que vean lo buen vecino que eres.

– Y para que dejen de vigilarme ¿no?

Maille sonrío dejando entre ver sus dientes blancos. Se levantó sin hacer ruido y sacó un trozo de queso de la alacena. Lo colocó en un recipiente sobre la mesa. Sacó una botella de aguardiente de manzana. Los dos cenaron a oscuras y en silencio.

[…]

Autora: R. Plata.

Sinopsis: La raza de los Éans son seres ancestrales que sobreviven gracias a la ética comunitaria como raza. Pero a pesar de esta ética las guerras de poder se mezclaran con la situación precaria de la raza. En este habiente tanto el hijo del rey como la hija de una de las miembros de La Contracorriente (organización en contra del sistema) han de recibir su Asignación (puesto de aprendiz obligatorio).

Los dos deberán de enfrentar situaciones a las que no están acostumbrados. Ya que no tendrán una Asignación como el resto, y esto complica las cosas.

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