Rebeca era una enfermera de la planta de psiquiatría del Hospital Clínico de Valladolid. Desde muy joven sintió pasión por la medicina y en especial, por las enfermedades mentales. Siempre había pensado que el estudio de la mente humana era algo complejo y  desconocido, como un laberinto. 

Su carácter era alegre y extrovertido, con esa voz dulce y cadenciosa. También destacaba en ella  una mirada profunda, con esos ojos color avellana y su eterna sonrisa, que  siempre le acompañaba.

Un día hizo una visita a uno de los ingresados en su habitación del hospital. El paciente era Sergio, un esquizofrénico de sesenta y cinco años, que tendía a imaginar cosas horribles. Cuando algo malo sucedía en su entorno sentía como si fuese el culpable, pues desde joven había pensado que en su interior había una fuerza maligna. Sus pesadillas eran constantes, llenas de peligros y temores. No tenían hijos y el único refugio de su mujer desde hace cinco años eran Rebeca y su psiquiatra. En esa ocasión le habían internado por otro brote en el que manifestaba depresión. La convivencia entre ambos se hacía más difícil debido a una acusada artrosis que atacaba a Sergio y a veces limitaba bastante su movilidad. Su caminar era lento y tortuoso. Lo peor eran los intensos dolores que padecía.

Aquel día podría haber pasado desapercibido, como uno más. Pero ocurrió algo extraordinario.

Eran las ocho de la mañana de un día de julio. Rebeca entró con sigilo en la habitación y se encontró a Sergio incorporándose en la cama y a su mujer, Sara, sentada en la butaca de al lado, mirándolo. Esta acababa de llegar y había dejado una bolsa de tela en el suelo, al lado de su butaca. Antes de que esta le saludara, Sergio le preguntó a su mujer, sin percibir que Rebeca había llegado:

—Sara, dime ¿Qué ves hoy a través de la ventana?, tengo las piernas hechas trizas y creo que hoy no me podré levantar.

La persiana está medio bajada, pero los primeros rayos de luz brillaban con fuerza, produciendo destellos incandescentes sobre la cama y el suelo.

Antes de que Sara pudiese contestar, Rebeca se anticipó con una euforia desmesurada y contagiosa.

—¡Buenos días a los dos! Veo que habéis madrugado hoy más de lo habitual—dijo la enfermera, mientras subía un poco más la persiana y abría la ventana.

—¡Buenos días!—contestaron los dos al unísono.

—No te preocupes por esa maldita artrosis, Sergio. Enseguida te traigo tus medicinas, verás cómo se te pasa un poco el dolor y podéis salir al jardín.

—Al jardín, ¿a qué jardín?—preguntó dubitativo.

Sara le miraba sin pestañear.

—Antes has preguntado qué se veía a través de la ventana. Pues ahora te respondo, un jardín.

—Pero…—replicó extrañado el enfermo—otros días no se ve más que el aparcamiento de la parte de atrás del hospital.

—Bueno…de lo que creo que no eres consciente es de que ayer tuviste otro brote. Te dimos unos sedantes y estuviste dormido varias horas. Mientras tanto, aprovechamos para cambiarte de habitación. ¿No es así, Sara?—dijo mirando a su mujer, mientras esta le miraba fijamente.

—Pues…sí. Así es—balbuceó su mujer.

—No recuerdo nada, la verdad—repuso desconcertado—.Y ¿qué hice durante el brote?

—Estabas muy desorientado. Creías ser el culpable de la muerte de un vecino de tu pueblo.

—Lo cierto es que no me acuerdo—.Su confusión iba en aumento.

—Gracias a Dios pronto se te pasó. Te sedamos con unos tranquilizantes. Así que el paisaje que se ve ahora tras la ventana es mucho más bonito. Se ve un jardín circular con flores de varios colores: pensamientos, geranios, zinnias, jazmines, rosas y está rodeado por frutales como manzanos o cerezos. El césped está recién regado y se le nota suave y húmedo—.Ambos le miraban sin mediar palabra.

—De hecho, yo he traído unas flores que corté en ese jardín—dijo Sara con alegría, mientras olía su aroma. —.Me han dado permiso para cortar unas pocas.

Sara sacó un jarrón de la bolsa y lo llenó de agua, poniendo las flores dentro y colocándolo en la mesita.

—Qué belleza. Ya me puedo imaginar ese hermoso jardín.

Y embriagado por el dulce aroma se quedó nuevamente dormido. 

Al rato despertó y cuándo miró por la ventana y vio un aparcamiento triste y desolado, pensó que todo había sido un sueño.

—Sara, cariño, he tenido un sueño precioso. He soñado con un bonito jardín y que paseábamos juntos cogidos de la mano.

Y ambos se fundieron en un cálido abrazo. Quizás ese gesto marcó una nueva semilla en su corazón, que hizo brotar un jardín en su interior, porque en el fondo se profesaban un gran amor el uno por el otro.

Su mejoría poco después fue considerable y Sara manifestó que sus pesadillas fueron remitiendo y sus brotes más esporádicos. Después de este incidente se le veía más tranquilo y feliz.

En realidad Rebeca hizo una gran labor ese día…

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