Un pozo sin fondo

Un pozo sin fondo

Tuvo mucha suerte. Dos años esperando que alguien lo llamara y, por fin, apareció. No quería plantearles ningún problema o inconveniente porque la situación era crítica. Por ese motivo aceptaría todas las condiciones, por duras que fuesen. Esto ya no importaba tras haber sufrido las inclemencias del tiempo mientras mendigaba unos míseros céntimos que le permitieran, si acaso, comprar una pieza de pan para acompañar unas sardinas o unos guisantes enlatados.

Se alegraba ahora de haber sido previsor. En su trabajo anterior se las veía venir. El que fuera despedido en breve basándose en la coyuntura económica era un detalle que no escapó a su perspicacia. Por eso fue, poco a poco, y a la vez que realizaba sus habituales compras, haciéndose de provisiones imperecederas. Al menos, con la caducidad, al cabo de varios años, que proporcionan esas conservas que sacan del apuro cuando no tiene uno nada que llevarse a la boca. No precisan calentarse, no requieren recipientes. Se pueden comer directamente sin mayor problema.

Pero las reservas se iban agotando. Los platos ‘fuertes’ ya se habían consumido. El día anterior, sin ir más lejos, se comió la última lata de alubias. La saboreó como si fuera uno de los platos que tan bien cocinara su madre. Y ahora las pocas latas que quedaban no eran de su agrado. Aunque fueran conservas, el precio de algunas ‘delicatessen’ era disparatado y, por ello, recurrió a comprar otras que no resultaban nada caras y que se reducían a productos muy básicos. Comida al fin y al cabo, se decía.

Por fortuna vivía solo. No tenía a nadie a su cargo, ni deudas que no fueran las rentas que puntual e irritablemente le exigía el casero. El sostenimiento de una familia podría haberle llevado a una profunda depresión, quizás al suicidio, por la incapacidad de sacarlos adelante. Solo, podía comer o dejar de hacerlo sin tener cargos de conciencia. Y administrarse las provisiones como lo hiciera en una guerra ya lejana, atrincherado, esquivando balas constantemente y descansando a ratos, le habían curtido en la supervivencia. Ahora podía agradecerlo.

El día de la cita acudió puntualmente. No sería oportuno llegar tarde aunque fuera para ser entrevistado. El trabajo sería de pocero. En principio, y dados sus nulos conocimientos, se le contrataría por un par de meses, pero más adelante ya se vería. Procuró no dejar entrever la alegría que le produjo aquello, a pesar de la precariedad, y empezó al día siguiente.

Su desarrollo en ese periodo de prueba fue prodigioso a expensas de ese capataz que le hacía la vida imposible exigiéndole un esfuerzo por encima de lo normal. Pero ahora estaba contento porque creía que ya no podía tener quejas de él. Es más, llegado el caso podría hasta sustituirlo, asumir sus funciones, e incluso enseñar a otros. Hoy tenían que trabajar en un pozo que se encontraba en una finca ubicada en terrenos de monte bajo. Mientras examinaban la poza y preparaban las cuerdas para descender se le pasaron por la mente unas escalofriantes ideas.

Un accidente de esa índole podía ocurrir en cualquier momento. Le constaba que no existía en la empresa otro capataz y él ya tenía los suficientes conocimientos para ocupar su lugar. Pero ¿qué pasaría si, por avatares del destino, terminara por averiguarse en la investigación que el infortunado no había sido socorrido en ese pozo, dejándolo morir su compañero? Iría a la cárcel sin duda. Desde luego allí no tendría que preocuparse por pagar absolutamente nada, ni tampoco le faltaría la comida. Porque los derechos humanos y, sobre todo, las necesidades básicas, estarían cubiertos. No iba a ser peor que los momentos pasados en la guerra. Era una tentación muy grande, y estaban solos. En la próxima subida, con el descanso que se hiciera para comer, prepararía mentalmente todo para que aquel desgraciado pagase por su maltrato con la muerte. La que le esperaba tras ese inesperado y fortuito empujón que lo llevara hasta el fondo de aquel pozo. Después esperaría a que llegaran los dueños de la finca y les comunicaría la fatal noticia. 

«Tropezó y cayó al vacío sin arnés. Lo llamé varias veces pero no obtuve respuesta alguna, por lo que deduje que había muerto» argumentaría, y añadiría 

«Creí oportuno esperar su llegada para llamar a las autoridades. Al fin y al cabo es su finca». Sí, era convincente, se dijo a sí mismo.

─¿Has terminado ya de comer? Tenemos mucho por hacer aún.

─Me gustaría acabar con el trabajo cuanto antes. Volvamos.

Ambos se levantaron. Él recogió sus recipientes y los guardó en la mochila. Necesitaba hacer tiempo para que el capataz se colocara por delante, cerca del pozo. Instantes después la situación era ideal. Vuelto de espaldas a él no tendría ningún problema para fingir un tropiezo que lo hiciera empujarlo al fondo. ¡Cuidado! diría en el último instante, cuando ya fuera imposible que reaccionase a tiempo de esquivar el agujero.

En ese mismo momento un claxon y la aparición en escena del vehículo de los propietarios dieron al traste con sus intenciones. 

Quizás en otra ocasión.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS