Destino Encriptado

Introducción:

_ Disculpe usted, parroquiano. Hace días que lo observo y la intriga que genera picazón. No le he oído hablar pero tiene aspecto de un gran escritor. No conversa con los demás. Solo escribe. Pasan a su lado prominentes cultores de las letras y ni eso lo amilana. La bebida no es su fuerte. No veo tampoco en sus intenciones practicar de Casanova. En este Cafe´Madrid, ha pasado mucha gente. Solo unos pocos valen. Quisiera saber quién es usted. ¿Puedo saber sobre qué escribe?

_Señor Tabernero. espero no defraudarlo. No soy escritor. Solo escribo algunas de mis memorias. Mi vida ha sido azarosa pero en ella no he sido más que un simple artífice y testigo de una profunda, dolorosa y sorprendente historia. Si quisiere conocerla acá están mis escritos, a su merced…

Capítulo I

Sophía Alexandrina lucía una sonrisa franca. Era dócil y afable. De piel blanca y suave. Su rostro aporcelanado tenía leves prominencias en los pómulos que permitían recordar antiguos frescos de Rubens. Era como una brisa matinal. Preanunciaba una lozana juventud. Sin embargo, por momentos su mirada se perdía como buscando respuestas ignoradas. Ello era advertido por Agostina, quien miraba con recelo esos devaneos de la pequeña, provocando su inmediata corrección.

—Sophia, ¿en qué piensas niña? —inquiría su anciana guardadora—. Ven a tu cuarto y ordena tu ropa. Una dama debe tener siempre arreglado su ajuar por si aparece por una de las ventanas de la casona algún príncipe azul que la esté buscando.

—¿Y por qué me buscaría a mí? —respondió sorprendida Sophía—. Además, Agos, los príncipes solo existen en los cuentos, como los que tú me relatas por las noches. ¡Cómo me gustan tus historias de castillos y dragones! A veces me imagino dentro de un palacio de alfombras bordadas y lámparas de cristal, con grandes escaleras de mármol blanco y muebles tallados y cristalería con un sello real. Ha de haber sido majestuosa esa época ¿cierto?

—¿Pero de dónde sacaste todo eso? —replicó Agostina.

—He visto algunos libros en la biblioteca del colegio —respondió Sophia. Dicen que aún quedan algunos castillos en varias regiones de Europa, como Alemania o Austria pero han sido saqueados. Tal vez haya más en esos países raros que estaban detrás de la cortina de hierro y que casi no se conocen. Dicen que en los museos conservan ropajes de esa época, antiguos carruajes y algunas armaduras. Cómo me gustaría verlos. ¿Crees Agos que podremos ir algún día a esos lugares?

—No sé yo, pero estoy segura que tú viajarás algún día allí, pero ya no con tu imaginación… Sólo será cuestión de tiempo.

Acuciada por la curiosidad, Sophia inquirió una y otra vez a su nurse sin obtener más que unos quejosos resoplidos y un oportuno dolor de ciática en las lumbares de Agostina, quien encontraba así una buena excusa para retirarse a descansar. Los juegos de la niña entremezclaban inocentes rondas de una infancia solitaria con atrevidos juegos propuestos por sus nuevos compañeros, los que ensayaban en los recreos escolares con la intención de ingresar a una acelerada adolescencia. Sophia siempre estaba llena de fantasías y ellos se burlaban haciendo mofa de sus delirios.

—Vamos Sophia. Deja ya a tus príncipes tranquilos y ven a robar higos del jardín del cura de la parroquia. Si nos pesca, seguro que el domingo al confesarnos nos perdona.

Esos años fueron transcurriendo entre la placidez de las serranías del paisaje donde se desarrollaba su cotidiana vida en la villa cordobesa de Bolaños y la exigente enseñanza que recibía en el colegio de las Hermanas Benedictinas perteneciente a la Abadía del Santo Socorro donde había sido incorporada por orden de su tutor, Andrés Montignon Hesse, a quien apenas recordaba de una de sus fugaces visitas a la casa donde habitaba desde sus primeros años con su entrañable cuidadora. Unas desgastadas fotos que recubrían el dintel del fogón eran el único testimonio que tenía de su origen. Federico, esbelto y señorial se erguía detrás de una poltrona en la que Ivanka, veinte o treinta años más joven que él reposaba en medio de acampanadas polleras y abullonadas blusas de organzas y plumetíes. Según Agostina ellos habían sido sus padres. Una de las noches de invierno que ambas quedaron refugiadas bajo una manta de lanilla al abrigo del fogón, le contó en pinceladas algunas partes de la enigmática historia de sus progenitores. Federico, su padre, viajaba mucho por negocios. Permanecía poco tiempo en cada lugar. En uno de ellos, encontró el fin de sus días en un trágico accidente del que nunca se pudo saber la causa. Se fue como vivió, rodeado de misterios. Ivanka, contrajo al poco tiempo una extraña enfermedad que la postró hasta que sus fuerzas la abandonaron. Toda otra referencia a sus ancestros chocaba con la irrefrenable frase de la hermética Agostina: —Bueno, bueno, no sé qué habrá pasado con tus otros familiares. Cuidé a tu madre en sus últimos tormentosos días y a los pies de su lecho conocí a tu tío Andrés quien dispuso de sus bienes y ordenó tu inclusión en el Colegio al que concurres. El dejó bajo mi responsabilidad el cuidado de tu crecimiento. Si bien no he vuelto a verlo, mes a mes me envía religiosamente el dinero necesario para cubrir todos los gastos de tu educación y alimentos. Debes dar gracias por tener un buen porvenir y alguien que te lo provee.

Las tardes extendieron sus largas sombras sobre la vieja casona. El tiempo transitó cansino su devenir alternando tórridos veranos con apacibles primaveras. Pero aquella tarde de otoño fue diferente a las demás. Los cipreses jugaban con el viento dibujando extrañas figuras. El aullido de unos perros en las cercanías apagó el estruendo de los cristales que fueron trizados por un artero golpe. Agostina presintió su suerte. Sabía que el destino la acechaba desde siempre. Su secreto, aprisionado con tesón por largos años, despertaba recelos en unos y en otros, seguramente, ambiciones contenidas.

La habitual llamada de Agostina al Colegio de Sophía no se había producido ese día. Pasadas dos horas, la regente dispuso concurrir con dos hermanas de la Orden junto con la niña hasta el hogar donde la misma había transcurrido su existencia hasta ingresar al claustro y a donde regresaba, año tras año, cada fin de semana que se le concedía por su buen desempeño académico y su ejemplar comportamiento.

La escena al llegar fue cruenta. La madre Ernestina fue terminante al intentar impedir que Sophia contemplara a su nodriza agonizante. La niña se abalanzó sobre su nana y acariciando su ensangrentada frente le susurró entre lágrimas su profundo amor y la necesidad de retenerla consigo. Agostina acercó sus labios al oído de la joven niña y en un cómplice susurro le develó las claves de su pasado planteándole a Sophía un enigma que cambiaría para siempre su vida.

Sophía pidió quedarse sola por un momento para poder sollozar su pena. Corrió hasta la sala, tomó la foto de sus padres y desarmando con rapidez su marco encontró la esquela que había dormido un largo sueño. Su padre, Federico, le había dejado un legado para el caso en que los acontecimientos se desencadenaran precipitadamente, como ocurría en ese momento. Lo ocultó entre sus faldas justo en el instante en que la acólita venía en su búsqueda.

Capítulo II.

Kosovska, (Serbia Montenegro) agosto 1851

El ruido de cristales rotos puso en alerta a los parroquianos que aún permanecían entre los hedores de una aturdida noche de alcohol y lujuria. La Casona, tenía gran predicamento por la exhuberancia y voluptuosidad de sus mujeres como por el linaje de los visitantes quienes alternaban sus lánguidas citas cortesanas, de acartonados cuellos y ajustadas levitas con displicentes ingestas comunitarias donde abundaba el ron y escaseaban las ropas.

Alejandro de Hesse era un conspicuo concurrente y su sola presencia garantizaba el jolgorio y el desenfado ya que le hacía el honor a cuanta mujer se le pusiere a su alcance y sus interminables carcajadas despertaban la hilaridad de los parroquianos y contagiaban su desbordante ánimo, predisponiendo a los presentes al permanente desborde.

Un enervado marino no pudo contener su ira cuando se vio despechado por Alejandro quien, burlonamente, sedujo a su compañera llevándola consigo tras unos viejos cortinados donde un repentino silencio puso en evidencia el jadeo de la joven.

Un sable sarraceno se hendió en la deshilachada tela que escondía con pudor la escabrosa escena, tiñéndola de rojo púrpura. El pequeño cuerpo de la doncella cayó inerte sembrando confusión e histeria. El desbande fue inmediato. Algunos pretendieron tomar parte en el entrevero generándose una gresca de descomunales dimensiones. Los espejos y la barra donde aún reposaban en hilera añejas botellas de vodka, Vadim y otras bebidas espirituosas, fueron destrozadas dando comienzo a un incipiente incendio. El griterío llegó a las calles y por ellas también la policía militarizada, la que tomó rápida cuenta de los hechos, aprehendiendo a todos los que aún permanecían dentro de ese infierno. Alejandro pudo escapar por los techados con la ayuda del cantinero y la Madame, junto con tres de sus pupilas.

El clamor popular por la muerte de la joven Rosalie fue en crecimiento, fomentado por la personalidad levantisca que se estaba gestando en esa región, asediada por la corrupción y gobernada desde la insolencia por un Comité de Representantes, títeres de turno del solapado dominio que el Gran Zar de Rusia, Alejandro II, ejercía sobre ellos. Una ardua cacería se desató sobre su sobrino Alejandro, artífice de esa nueva hecatombe y los crímenes y los saqueos encontraron en su pertinaz captura, la justificación a tan aberrantes hechos.

María de Hesse no tardó en tomar conocimiento de las aventuras y dislates que estaba cometiendo su hermano. Con prisa, mandó a buscarlo con una guardia personal de la Casa Real con protección epistolar asumiendo el compromiso que el mismo no regresaría a pisar suelo serbio ni a inmiscuirse con su pueblo y sus costumbres. María conocía a su hermano. En lo profundo de su ser sabía que el carácter de Alejandro era tan indomable como el del propio Zar. Tendría que hacerlo sentar cabeza. Una misiva oficial lo convocó al palacio donde se gestaban los preparativos de la gran boda de su hermana. Una agraciada cortesana recién arribada de Letonia, la condesa Dava Slovoska, sería una acertada propuesta para él, además de la conveniente ligazón con las casas reales de los reinos de los Balcanes.

Capítulo III

París, invierno de 1886

París brillaba otra vez en su máximo apogeo. Si bien ya habían pasado cien años de la Revolución de los Estados Generales que terminó con el poder simbolizado en la Bastilla, las luchas palaciegas, los enconos entre clases y la actitud expansionista de los reinos colindantes habían mantenido a Francia en vilo. Del esplendor de su primer emperador quien hizo temblar a Europa bajo su estrategia y su rigor habían arribado hasta los finales del siglo XIX a la blanda estirpe de su sucesor el emperador Napoleón III. Éste, cayó burdamente derrotado en la batalla de Sedán en manos de las numerosas fuerzas prusianas comandadas por el mariscal Otto Von Bismarck, quien terminó sitiando París hasta su rendición. Trágicas jornadas empañaron una vez más sus calles. La omnipotencia de sus reyes y de los emperadores que los habían sometido aún destilaba odio entre sus adversarios, tanto campesinos como adinerados burgueses que no les perdonaron la avaricia y el desprecio por las clases más abandonadas. Grupos monárquicos trataron de restaurar el orden perdido imponiendo a Enrique V como nuevo rey. Su actitud absolutista no pudo impedir su rápida caída y la imposición de una forma de gobierno republicana.

El frío del naciente invierno calmó las pasiones y diversos artistas enfrentaron el recelo poniendo un manto de ficción que sirviera de descarga a las pasiones más acérrimas. El teatro al aire libre y la ópera lírica recuperaron entonces su perdida grandeza.

La noche gélida de diciembre sorprendió desprevenido a Alejandro I de Battemberg, tercer hijo de Alejandro de Hesse del que había heredado además de su nombre, sus viciosas conductas y libidinosas juergas. Si bien hacía seis años que estaba al frente del Principado de Bulgaria, tenía poca experiencia en asuntos de gobierno y siempre estaba en medio de las presiones de los nacionalistas búlgaros y los representantes de Rusia que pretendían que estuviese sometido a su tío, el Zar Alejandro II. Sus solapadas fugas lo alejaban del bullicio, pero sin saberlo lo acercaban al infierno.

Embriagado en licor y bañado de sudores se mantenía Alejandro aún aprisionado entre las sábanas de seda del castillo de Montparnasse, donde se encontraba alojado desde hacía pocos días. Lucianne, su prima segunda, hija del Conde de la Lumière , heredero de la dinastía de los borbones, lo había atraído hasta sus brazos con su grácil figura y su voz aterciopelada. Lucianne había seguido de cerca los avatares de su primo en la reivindicación de su origen parcialmente monástico al asumir el mismo, con apenas veintitrés años, con garbo e hidalguía la representación del Principado Búlgaro. Habiendo caído nuevamente en desgracia la monarquía francesa, Lucianne creyó ver en la juventud de Alejandro una figura conciliadora que podría llegar a influenciar en aquellas hordas para restablecer, aunque más no fuere en parte, la gloriosa época que había alcanzado a vivir como cortesana. La sangre de los reyes otrora degollados, aún parecía correr por las calles y las nuevas turbas, enardecidas, no cejaban en los saqueos y depredaciones, consecuencia del resentimiento acuñado ante la opresión y la prodigalidad en la que vivían los acólitos al decaído reino. La República comenzaba a delinear su forma y panfletos repartidos a hurtadillas por las calles, concientizaban al pueblo de las revolucionarias ideas que estaban poniéndose a prueba. La empresa que pretendía ella parecía atrevida y descabellada. Más lo eran aún sus argucias para lograr su cometido a través del enamoradizo Alejandro, quien yacía en el lecho, ajeno a la realidad que lo envolvía más allá de los tenues tules del dosel de su cama. La suave piel de Lucianne recibía con beneplácito las profundas caricias de su amante. Él, depositaba sus ardientes besos en las insinuantes curvas de sus piernas las que envolvían su hombría atrapándolo en un sortilegio de pasión irrefrenable. Fueron años de lujuria y de intrigas. Alejandro decidió renunciar al trono a favor de Fernando de Sajonia, quien elevó el país a Reino.

No le quitaba el sueño a Lucianne el formal casamiento que poco tiempo atrás había contraído su primo con Johanna Loisinger. Ella lo había enredado con su canto y su actuación en los teatros de Praga, Linz y Damstadt. Él solía concurrir a verla con su séquito de cortesanos, aviesas sanguijuelas que saboreaban el elixir de gozar prebendas a cambio de mezquinos favores que les eran requeridos. Era obvio que ella lo desposó para arrimar un halito de alcurnia a su empobrecido origen campesino. Con su voz llegó a cautivarlo de tal modo que él mismo abdicó de sostener su relación con Moretta, la joven princesa Victoria de Prusia, tan vapuleada por sus padresquienes conocían el origen espurio del matrimonio de sus progenitores. Hacía tiempo que Alejandro zozobraba con facilidad ante la pasión que le despertaba el observar a Lucianne en los jardines de la Lumière donde acostumbraba visitarla junto a sus padres desde su precoz adolescencia. Lucianne había urdido desde entonces un siniestro plan y éste finalmente era el momento de terminar de consumarlo.

Capítulo IV

Sierras de Córdoba (Argentina), primavera de 2005

Las sierras de Córdoba atrapaban con sus fragancias silvestres y su colorida presencia. Sus pequeños cerros, esculpidos a horcajadas de socavados cauces ocultaban lánguidos ríos los que besaban la tierra sedienta de esa bucólica provincia argentina. El bullicio de sus grandes ciudades contrastaba con esa paz espartana donde se imponía el sosiego y la meditación.

A escasos metros del río Salsipuedes se erigía la Abadía de Saint Germain. A la derecha de la capilla de culto, se observaban vetustos los claustros donde residían las niñas y jóvenes que habían sido encargados a la Orden, por sus padres o tutores. La misión era proveerles de una enseñanza profunda y religiosa y una adecuada protección mientras se desarrollara su formación. La liturgia que se impartía por las mañanas y las tardes correspondía a la confesión católica ortodoxa la que estaba a cargo del abad Pierre, cuya edad se perdía en los confines de los tiempos, tal vez inclusive anterior a la existencia misma de esa Orden en la alejada localidad cordobesa.

Sophía acostumbraba visitar la inmensa biblioteca donde, disimulados entre las lecturas de Sófocles y Homero, dejaba deslizar con curiosidad entre sus manos algunos viejos manuscritos que contenían intrigantes novelas de caballería, deteniéndose siempre en las ilustraciones hechas a carbonilla en las que se destacaban relucientes armaduras, briosos corceles y puentes levadizos en amuralladas ciudades, donde al fondo prevalecía el castillo del señor feudal dominante en esas tierras. A pesar de su disimulo, Sophía no pudo evitar que el abad Pierre pusiera atención en su debilidad por la lectura y, cada vez que ella se marchaba del recinto, él controlaba qué libros habían sido objeto de su atención. Su rostro cetrino no alcanzaba a disimular su preocupación. Los tiempos se iban acelerando…

Sinopsis

La vida es una cadena sinfín cuyos eslabones encierran cada uno en sí mismos la esencia de los que le preceden y la savia de los que lo sucederán. En un lapso de 150 años,se entretejerán seis generaciones de ancestrales alcurnias, socavados intereses, solapadas traiciones e intrigas palaciegas. El lector podrá deslizarse entre líneas e irá descubriendo la trama secreta que las une, como hilo conductor, para preservar las raíces de una Nación que recuperará el esplendor que le fuere arrebatado. Descubrirá a su vez a una inocente joven, quien será la portadora de una altruista misión, debiendo sortear inadvertidas trampas que la harán crecer en sus convicciones hasta enfrentarse con una insospechada y largamente oculta realidad la que transformará su vida…¡ para siempre!

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