Varios extractos, aún por acabar y mejorar

Varios extractos, aún por acabar y mejorar

Pepa Sáenz

03/03/2018

CAPÍTULO I

No cabía en mí. Era el destino al que todo Policía con vocación soñaba con pertenecer alguna vez, y al que sólo unos pocos aspirarían. Pero era un puesto demasiado importante para que me lo adjudicasen a mí como primer destino, y menos aún el de «jefe», y no el del “segundo de a bordo”.

Enseguida nacieron las críticas, pues podría haber rechazado el puesto, pero soy demasiado vanidosa para hacerlo, así que al aceptar el puesto, me creé multitud de enemistades que más tarde interferirían en el transcurso normal de mis investigaciones.

En vez de celebrarlo, cuando me enteré de la noticia, y tras un día de lo más ajetreado firmando posesiones y haciendo minutas, lo primero que hice al volver a casa fue ponerme las zapatillas y echar a correr. No recordaba haber corrido tanto en mucho tiempo. Llegué empapada de sudor y parecía que mi cabeza empezaba a sentirse en calma. Ni siquiera sabía qué hora era. Decidí seguir ayudándome a mantener ese estado de tranquilidad preparándome un baño caliente con sales y espuma de baño con olor a jazmín. En otras circunstancias me habría servido una copa de vino, pero tenía la sensación de haber sudado tanto que no iba a tener reservas suficientes para soportar un solo gramo de alcohol. Así que encendí el ordenador, conecté los altavoces y coloqué un cd de “Simply Red” en la bandeja DVD a un volumen muy bajito, y me introduje en la bañera descansando la cabeza sobre el cojín cervical que había comprado en una tienda de artículos de regalo.

Suena el teléfono y me despierta de un estado casi catatónico, ¿Me habré quedado dormida?, pensé. Había conseguido olvidar lo ocurrido ese día en Comisaría y quizá todo lo demás, pues había logrado dejar la “mente en blanco”, que tantas veces ansiaba.

-¿Sí, diga?

– ¡Hola Elena! Soy Ángel.

– ¡Ah, hola Ángel!,- Ángel era el tío con el cuerpo más increíble que había conocido. Había estudiado periodismo y escribía críticas sociales y políticas que en muchas ocasiones eran publicadas en periódicos locales o de la provincia. Se le daba muy bien, así que nunca nos faltaba conversación. Practicaba artes marciales y, como la mayoría de mis amigos a los que no les faltaba espíritu competitivo, ganaba un sueldo extra anual compitiendo en ligas profesionales de MMA. La verdad que era todo un personaje, todo un contraste en sí mismo. No le pegaba ni lo uno ni lo otro. Parecía un letrado de oficio hippie adicto a la ropa cara. Pero a mí me encantaba que fuera así. Tenía el cuarenta por ciento de su cuerpo tatuado, y era mi amigo con derecho a roces en cada una de mis escapadas a Málaga desde hacía ya tres años.

– Pensé que ya te habrías asentado en tu casa nueva y en tu nuevo destino, y había pensado que podríamos entrenar un rato en el gimnasio y que después te podría invitar a cenar para recuperar. He descubierto un lugar que te encantará, ¿qué te parece?

– Acepto tu invitación a la recuperación, pero nos vemos a las 21 en el bar si te parece, y me ahorro el entreno; he tenido un día agotador y creo que no queda líquido en mi cuerpo para soportar otro entrenamiento antes de la cena.

Me explicó cómo llegar al restaurante y se despidió con un “tengo ganas de verte”.

Mi momento de relajación cambió por otro de tremenda exaltación. Adiós a mi estado “mente en blanco”, y empecé a echar de menos esa copa de vino que había decidido no tomarme. Miré el reloj que marcaba las 18:02 horas y comencé a hacer el cuadrante mental de cada una de las cosas que iba a hacer hasta las 21:00. Una vez hecho, conté hasta doce, desconté de cuatro a cero y me levanté con cuidado para no salpicar, vacié la bañera y, desde dentro, cogí la bayeta que guardaba en el estante, y fregué la mampara y la bañera. Después me volví a enjabonar y enjuagué bien todo antes de salir de la bañera. Aún liada en la toalla recogí la alfombrilla y fregué el suelo del cuarto de baño. Me aseguré tener bien secos los pies antes de salir por completo del aseo y me embadurné en crema hidratante. Me pinté las uñas de los pies color rojo cereza y puse una capa de brillo a las uñas de las manos. Esperé a que se secaran contando hasta sesenta cuatro veces, una por cada mano y cada pie, y recogí los tarros de esmalte volviéndolos a poner en su sitio. Me vestí con un camisón que recién había lavado y planchado y me dirigí a la cocina. Abrí la nevera y alineé una lata de cerveza a la de aquarius que había al lado. Tomé una manzana del cajón de la fruta y salí a la terraza a comérmela. Al acabar miré el reloj: las 19:05. Volví a mi cuarto y lavé a mano la ropa interior que había utilizado esa mañana. La tendí y entré de nuevo al baño. Cogí el neceser del cuidado facial y me planté frente al espejo. Repasé la cara con una pinza de depilar para asegurarme que no dejaba ningún vello a la vista. Después me lavé los dientes y me limpié la piel correctamente con tónico. Apliqué un sérum reparador, contorno de ojos, y crema hidratante controladora de brillos. Tenía la piel bronceada debido a mis entrenos al aire libre, (sobre todo hoy, que estuve corriendo como dos horas), así que sólo apliqué una BB cream de tono oscuro, puse rímel en las pestañas, un poco de rubor en las mejillas y brillo en los labios. Lo volví a colocar todo en su lugar, excepto el brillo, que lo metí en el bolso que escogí al azar color beige. Organicé todo lo que me iba a llevar a la cena, comprobé que tuviera dinero en efectivo y todas mis tarjetas en orden en la cartera y lo coloqué todo en el bolso. Metí también un tampón y una compresa por si acaso, un paquete de clínex, un blíster de ibuprofeno, la crema de manos y un bolígrafo. Guardé el teléfono móvil y lo coloqué en la entrada preparado para salir. Metí unas chanclas en una bolsa de cartón Nespresso que coloqué junto al bolso, por si se demoraba la cita. – Las 19:50, aún tengo tiempo. – Me dirigí al zapatero y acorde con el bolso escogido, elegí las sandalias de suela y tacón grueso del mismo tono. Después en el armario me puse ropa interior de encaje color negro, los zapatos y me coloqué un vestido de tirantes finos con fondo marrón y beige y dibujos de colores vivos morados y verdes rollo Desigual. Me puse una gargantilla de oro blanco, unos pendientes con brillantes pequeños que no sobresalían del lóbulo de la oreja y un anillo también de oro blanco plano. Me miré en el espejo y me observé contando hasta 9 en voz baja, momento en que llegué a la parte más superior de mi cuerpo; ¡Había olvidado el pelo! Miré el reloj: las 20:00, lo desenredé y apliqué un hidratante sin aclarado, sacudí la cabeza varias veces y volví al espejo, lo aplaqué con los dedos y pensé “Un toque informal al look, ya no me da tiempo a peinarme”, y volví a comprobar tanto en el baño como en el dormitorio que todo quedaba en su lugar. Uno, dos, tres, cuatro… llegué al salón e hice un repaso a toda la estancia, no quería regresar y encontrarme ningún objeto por medio. Nueve, diez, once… cogí la mopa de la cocina y la pasé estancia por estancia hasta acabar en la entrada. Ventitrés, veinticuatro… volví a guardar la mopa en el mueble de la cocina destinado para ello y salí a la entrada. Veintinueve, treinta… las 20:10. Cerré la puerta de casa con sus cuatro vueltas, y tras contarlas, comprobé que la llave no podía girar más.

Salí caminando del portal y bajé las escaleras hasta el sótano, donde anduve hasta el aparcamiento número 18, donde se encontraba mi recién adquirido coche, auto-regalo por haber ascendido a Inspectora. Un volvo V40 cross-country color crema que había casi pagado con ahorros y aprovechando los atrasos de la nómina que me habían ingresado en la cuenta al salir de la academia. Aún así, me quedaban por pagar 200 euros al mes durante un año más. Un capricho del que llevaba años “enamorada”. Lo arranqué y automáticamente se sintonizaron el “manos libre” y mi teléfono móvil. Enseguida comenzó a sonar “I want to get away” de Lenny Kravitz; sesenta y uno, sesenta y dos… cogí el trapo que guardaba en la bandeja de la puerta del conductor y el spray limpia salpicadero. Volví a guardar el spray, temiendo que me salpicase y acabase oliendo yo a producto de limpieza, y sólo pasé el trapo por el volante, cuadro y salpicadero, asegurándome que no quedara ninguna mota de polvo que me hiciera volver a sacar el trapo mientras conducía. Comencé de nuevo con el Uno, dos, tres…, inspiré aire profundamente y volví a mirar el reloj: las 20:19. Inicié mi salida y me dirigí primero a la gasolinera. Llené el depósito de carburante y le pagué al chico del auto lavado para que le pusiera el lavado más intenso del que dispusiera la máquina y, por fin, inicié la marcha hacia mi cita.

Las 20:51 marcaba mi reloj cuando estacioné el vehículo frente al restaurante. Cincuenta y uno, cincuenta y dos…. Tomé aire de nuevo y cuando levanté la vista, observé a Ángel a través de la luna del coche de pie, esperando en la puerta de entrada. Me quedé extasiada mirándole. Había olvidado que llegaba siempre pronto a sabiendas que me adelantaría a la hora acordada. Llevaba un pantalón de lino beige con una camisa azul marino también de lino remangada con el cuello mao y zapatos de tela del mismo color. Apenas reparé en la mochila que llevaba colgada de un hombro también azul. ¿Para qué una mochila? Parecía un profesor de universidad. Sus cabellos rubios y sus ojos azules contrastaban con el tono dorado de su piel y los tatuajes a color vivo que asomaban por la parte superior del pecho izquierdo y su antebrazo. Tenía aspecto de cualquier cosa menos de luchador de Artes Marciales. Cuidaba su imagen y vestimenta al detalle, y tenía un estilo clásico que en nada se parecía al del resto de sus compañeros de combate. Creo que volví al estado catatónico de la bañera mientras le miraba, porque de repente le vi sonriendo con su perfecta y blanca dentadura y haciéndome gestos con el brazo frente al coche. Me dio un ataque de risa y corrió a abrazarme antes casi de salir del coche, también riéndose a carcajadas y alegrándose de verme. Olía a limpio y a jabón, como siempre. No sé cómo se las apañaba que siempre permanecía el olor a ducha limpia en su piel, me encantaba.

Me desahogué contándole todo el trasiego de bajas y altas que se habían dado en la comisaría desde mi incorporación. La más que posible llamada de mi profesor de derecho a su tío, en la que no sé qué le habría contado acerca de mí, y a causa de la cual, seguro, me habían asignado el puesto, y los numerosos enemigos antes incluso de empezar. Después fue su turno. Me enseñó fotos de su último combate y del viaje a Tailandia que había realizado hacía dos meses; después estuvimos recordando aventuras que habíamos vivido juntos, bailes, entrenos y nos reímos bastante. Bebimos vino y ambos compartimos una exquisita dorada al horno con verduras.

Al salir del restaurante me abrazó con su brazo derecho y me besó en la frente, diciéndome que me había echado de menos. Nos fuimos directos a su casa y pasamos todo el fin de semana juntos dando viajes entre su casa y la mía.

CAPÍTULO IV

Había aparecido el brazo quemado de alguien envuelto en una bolsa de basura en el interior de una maleta abandonada en un parque habitualmente frecuentado por toxicómanos. Un hombre, al descubrir la maleta, quiso hacerse con ella, probablemente pensando que dentro encontraría ropa de abrigo y con suerte algo de valor que pudiese vender Por poco le da un infarto cuando vio lo que había en su interior.

Apestaba a ese olor tan característico de la gran mayoría de personas que pasan noche tras noche en los calabozos. Tenía barba de algo más de una semana, el pelo negro pegado a la cara y la nariz aguileña; era delgado y vestía un pantalón de pinzas de un color que no podría distinguir entre verde o marrón oscuro por la suciedad, y una camisa celeste hecha jirones. Abría los ojos y tartamudeaba nervioso y tenía un tic en el que estiraba el cuello dejando ver cada una de las venas que le llegaban a la cara. De vez en cuando se le hinchaba la de la frente, y paraba para realizar algún otro tipo de tic nervioso que hacía dudar entre que estuviere bajo los efectos del “mono”, o realmente asustado por lo que se había encontrado en el interior de la maleta.

Le preguntamos por la procedencia, pero ninguno de los que se estaban cuando apareció la maleta recordaba que nadie la hubiese puesto allí. Era difícil trabajar con gente así, pues están acostumbrados a no decir jamás la verdad, y seguían las directrices de “mejor con la boca cerrada”. Y a menos que pudiéramos darle dinero o droga a cambio no dirían nada. Se llamaban chivatos los unos a los otros sólo por auto complacerse y pensar que todos hablaban más de la cuenta menos ellos mismos, o quizá para volcar la responsabilidad de sus males o de su mala suerte en los demás.

Era complicado saber si realmente decían la verdad y ninguno había visto a nadie acercarse por la zona y abandonar la maleta, o trataban de ocultar la supuesta identidad de alguien a quien ni siquiera podrían reconocer porque eso era lo que pensaban que era lo correcto: “no decir nada”.

Los técnicos de la Brigada de Policía Científica, trasladaron con cuidado el brazo al laboratorio de Comisaría. Lo primero era conocer la identidad del propietario de ese brazo.

CAPÍTULO FINAL:

Me apresuré hacia casa aturdida por la situación. Desconocía si estaba a punto de conocer la identidad del culpable o era el propio asesino quien había puesto todas esas pistas para tenderme una trampa. No podía evitar sentirme sospechosa de los crímenes porque estaba demasiado cerca. Era como cuando entraba a una tienda a comprar y temía el momento de salir por el arco de seguridad porque siempre creía que iba a sonar al cruzarlo.

Estaba tan absorta en mis pensamientos que no reparé en el coche de Marisa que se encontraba justo en la puerta de mi apartamento.

Nada más llegar al piso vi a Marisa apoyada en la puerta de mi casa. Todos mis sentidos dan un vuelco y entro en cólera. Mis pensamientos comienzan a correr por mi cabeza – Está en mi casa, sin avisar. No sé como tengo la casa, como la dejé. Por qué no ha avisado. Es que no hay educación en esta ciudad. Siempre tan inoportuna, no tenía otra cosa que hacer, podría haberme llamado por teléfono. Tomo aire y sólo pregunto -¿Qué haces aquí? –, aunque sin evitar torcer el gesto con una mueca de disgusto. – Lo siento Elena, pero tenemos que hablar. Van a registrar tu casa, dicen que es posible que el asesino esté accediendo a ella para modificar pruebas. Todas apuntan hacia ti. Me quedo con la mente en blanco, pero la invito a pasar. Le doy un vaso de agua y comienzo a dar paseos por toda mi casa. – Lo siento jefa, pero tenía que venir antes a avisarte. Aunque no lo digan, sé que llevan tiempo sospechando de ti. – Me acerco a ella muy enfadada, pensando en que se ha presentado sin llamar, en que no debía estar en mi casa, en que quería descansar, correr, ducharme e intentar comprender la conexión entre el asesino y yo. Saco de nuevo el agua del frigorífico y comienzo a beber de la botella. La acabo y guardo otro par de botellas del tiempo en la nevera y saco otra fría sin abrir. La empiezo y continúo bebiendo a morro. Apenas soy consciente de lo que estoy haciendo, sólo tengo en la cabeza la incomprensión de que Marisa esté en mi casa. – No tenías que haber venido.

Me invaden multitud de sensaciones. Estoy en mitad del salón oliendo a lejía, champú y aceite de almendras. Estoy completamente aturdida y tengo náuseas. Me apresuro al baño y vomito. Parece que me encuentro mejor. Tengo lagunas mentales en las que interfieren imágenes de Marisa en mi casa y me pregunto: ¿Qué hacía Marisa en mi casa? Desconozco si el recuerdo es real o simplemente un sueño. Estaba muy enfadada con ella… Reparo en mi teléfono móvil y veo que tengo trece llamadas perdidas, mensajes. Una de ellas es de Marisa de “ayer a las 11:00”. Comienzo a ver los mensajes. “Elena, te necesitamos en el grupo”; “Elena, estamos intentando localizar a marisa, pero no damos con ella”; “Jefa, las gestiones con el 4×4 negativo. Estamos esperando a Marisa, pero no aparece. Sabes algo?”. Coloco en modo fecha el Garmin y veo que son las 13:30 del día 20 de agosto. Hace calor y los mensajes son del día anterior.

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