Traté de vivir. Después de mucho tiempo intentando comprender, buscando la forma de detectar y desentrañar secretos ocultos, llegué a ver con claridad que no podría entenderlo nunca. Diré mejor: no había nada que entender. Simplemente era eso, debía intentar vivir.

El momento en el que supe, dolorosa y definitivamente, que el destino no se me mostraba, que no me daba indicaciones ni significados, que yo no tenía la posibilidad de intervenir en el fluir de la vida, fue cuando Marta murió. El tipo estaba completamente borracho. Iba por una avenida a la velocidad de una autopista y los semáforos le debieron de parecer planetas orbitando sobre la calzada. Arrolló a las dos, a Marta y a su amiga. Luego me dijeron que ni siquiera podía hablar cuando detuvo el coche reventándolo contra una furgoneta aparcada. Marta nos dejó a todos diez días más tarde sin recuperar la consciencia, nadie pudo hablar con ella en ese corto periodo. Yo la acompañé sin mirar otra cosa que su rostro y no dejé de acariciar sus manos. Su amiga no fue alcanzada de pleno por el coche, salió rebotando hacia un lado. Pudo acercarse a ella. Me contó que decía: Vamos a llegar tarde ¿no? Y nunca dijo nada más. Mis recuerdos de aquellos días son escasos y sin duda falsos. Hoy, pasados ya tres años, no he rememorado nada nuevo ni he revivido escenas de entonces. Es falso que la mente se libere de la tragedia con el tiempo y que así se desbloquee para hacer fluir el dolor ya cauterizado, que utilice recuerdos que fueron encerrados para que, por fin, una vez recuperado el sosiego, reaparezcan como el motor de una nueva ilusión por vivir.

Pero sí hay algo que sé que hice, aunque no sé cuándo. Fui a ver el álbum. Se me ocurrió que debía maldecir a quien lo había puesto en mis manos o que debía maldecirme a mí mismo por no haber entendido lo que seguro que estaba allí escrito.

Es mejor comenzar por el principio, por el día en que mi tío me hizo un regalo.

Es mejor explicar qué es el álbum, qué es mi vida.


La primera fotografía, aunque dejó de ser una fotografía

A todos los niños les regalaban un álbum de fotos cuando hacían la primera comunión. El mío estaba envuelto en un papel que tenía las irisaciones del nácar y estaba atado con un lazo azul y plateado. Lo abrí cuando todo había acabado. Realmente el regalo importante, el más celebrado, fue un reloj de pulsera, pero había más cosas, ninguna de ellas desenvuelta, porque a mi madre le parecía de mal gusto abrir los regalos ante quien los regala —y ante otros que chismorrean— y tenía razón. Además de juegos o bolígrafos cuyo recuerdo voló rápido de mi cabeza, había cuatro novelas de Verne en un único volumen de tapa dura y una camiseta del Athletic reglamentaria que dio mucha envidia después en el colegio.

Mi tío era un personaje especial. Probablemente no lo había visto más de cuatro veces para entonces, y esas fueron todas las que se cruzó en mi vida. Había vivido en distintos lugares, pero para mí siempre estuvo asociado a Colombia, el primer país del que fui consciente de que se hablara en casa en relación con él. Yo tenía la idea de que comerciaba con esmeraldas y suponía que vivía en una de esas casas sin puertas ni ventanas, con grandes abanicos colgados del techo, incrustada en una selva verde como las propias piedras que compraba y vendía. Aunque oí muchas otras historias y sé que hubo otros lugares antes de eso: Irlanda, donde había construido una destilería de whisky con unas chimeneas con forma de pagoda, o Argentina, donde había criado o domesticado, no lo entendía yo muy bien, rebaños de millones de vacas en la Pampa inmensa. A mis ojos era aventurero. Él fue quien me regaló el álbum. De sus visitas previas me quedaron especialmente grabados los días del verano en el que apareció en nuestra casa de Caballetas. Venía a despertarme muy temprano, con su guayabera blanca y un pantalón fino, y paseábamos por la playa preparando de trecho en trecho carreras de cangrejos, que siempre se salían de las pistas de competición oficial que construíamos en la arena hundiendo y arrastrando los pies un par de metros.

Al salir de la iglesia me dio el regalo. Sin suspense: me reveló abiertamente que era un álbum de fotos, pero sin fotos, vacío. Enseguida corrigió: no vacío del todo. Había incluido el recordatorio de la comunión, en el que aparecía yo mismo vestido de marinero, muy serio y mirando a un cielo en el que asomaba el perfil divino de un Jesús bien peinado y acogedor. Mi tío hablaba agachado hacia mí, en voz baja, consiguiendo que me olvidara de que había más gente alrededor, o quizá es que cuando él se acercaba nos dejaban solos. Recuerdo que me dijo que el álbum me acompañaría toda la vida, que los franceses que inventaron la fotografía lo hicieron para guardar trozos de alma. Algo así me dijo y se me quedó grabado sin realmente entenderlo entonces. En ese tiempo todo lo espiritual me hacía pensar, pero es que yo quería entender. Ese impulso no me ha abandonado nunca. Me lo contaba todo muy cercano y yo sentía el aroma de una loción de frutas dulces que solo he olido estando con él. Matizó que el recordatorio ya no era una foto, que había perdido su cualidad original por haber sido utilizada para crear un instrumento portador de otros significados, porque el recordatorio tenía la función de hacer recordar y que, cumpliendo tal función, estaría siempre ahí. Volvió a Colombia, a su casa de madera muy dura y muy blanca y a sus árboles gigantes. Desde el día de mi comunión nunca más volví a verlo.

El álbum quería ser lujoso. Tenía unas hojas de cartón muy grueso donde debería crecer la colección de fotos, las que más me gustaran, comenzando por las de ese mismo día, y más adelante las de los mejores momentos de mi vida. Las tapas eran rígidas y almohadilladas, de color blanco un tanto oscurecido, como la luz de las bombillas antiguas, y en el frente tenía un ribete dorado y un título absurdo por lo evidente, en letras de aire romántico y también doradas, que decía: Mi album de fotos, así, sin acento.


Doce fotografías, temporalmente

Unas semanas después, en casa, mi madre me llamó. Ya había revelado las fotos y tenía otras que le habían enviado algunos familiares. Nos sentamos en la cocina y fuimos revisándolas una a una, comentándolas y riéndonos. Aparecía el otro hermano de mi madre, el mayor, completamente opuesto a mi tío el aventurero, que tenía una vida tranquila de funcionario y, tal vez para complementar con sueños viajeros su gusto por la estabilidad y la calma, era aficionado a construir barcos de vela, pequeños y no tanto, nunca embotellados. Él era en realidad quien realmente tenía noticia de todo lo que le ocurría por el mundo a su hermano. Creo que nos contaba solo las partes que consideraba bueno contar de entre todo lo que sabía. En otras fotos estaba su hija, mi prima Irene, brillante ella como brillaba su pelo rubio, y siempre sonriente. Era, sobre todo por su sonrisa, como mi madre con unos cuantos años menos. Y también por su inteligencia colosal y mesurada y por su elegancia en el hablar. No era todo eso algo que señalara o distinguiera a las mujeres de la familia de forma general, era privativo de ellas dos. Cuando era niño, muy pequeño aún, antes de mi comunión, llegué a pensar si Irene y yo podríamos ser hermanos en realidad. Para mí, hijo único, el amor fraternal era elástico y extensible, y por lo tanto podía sin muchos rodeos considerar hermanos a Irene o a mi mejor amigo de entonces durante el verano caballetano.

Elegí una docena de fotos, las que me parecieron mejores. Me gustaba sobre todo la de todos los primos, nosotros solos en el parque que había a la salida de la iglesia, haciendo gestos de héroes o princesas de película, pero también admití a propuesta de mi madre añadir un par de ellas en las que posábamos toda la familia. La última que quise llevar al álbum fue una en la que mi tío estaba conmigo, agachado y sonriente, y teníamos como fondo algunos arbustos del mismo parque que yo imaginé extremos de lianas. Así ocupé las cuatro primeras páginas, tres con las fotos de la comunión y la inicial que estaba solo decorada con el recordatorio, en el centro, rodeado por un rótulo que, recordando a mi tío, yo había dibujado con muchos colores como suponía que eran las flores selváticas. Fotos de mi vida, decía mi obra de arte.


Nuevas fotografías

Al cabo de unos años el trabajo de mi padre nos hizo cambiar de ciudad. Yo estaba entonces terminando el bachillerato. Fuimos más al norte, lo que para mí tenía la gran ventaja de acercarnos a Caballetas. Podríamos ir todos los fines de semana si nos apetecía, aunque no fuera verano.

El segundo día en la nueva casa desempaqueté mis cosas y allí apareció el álbum, saltando desde el olvido en el que había vivido. Lo abrí y no entendí. La página de portada que yo había pintado estaba intacta: allí estábamos Jesús y yo con cara de buena gente en el recordatorio pegado y allí estaba el título con todos sus colores alrededor, brillantes y declarando pomposos que lo que seguía eran las fotos de mi vida. Pero las páginas que venían detrás estaban vacías, aquellas tres inaugurales y alguna más. Las fotos de mi comunión ya no estaban y, sin embargo, tras esas páginas limpias había varias que sí tenían fotografías. Las últimas hojas estaban también desnudas. Revisé despacio, hojeando adelante y atrás, para tratar de ver si los paisajes que aparecían tenían algo en común o si se repetían con distinta iluminación o en distinta época del año. No llegué a ninguna conclusión. Además de lugares, había algunas personas, pocas. Reconocí a mis padres en una de las imágenes, sentados a una mesa larga en una comida que parecía de amigos. Había algunos niños y jóvenes al final de la mesa, tapados entre sí y por los adultos. No recordaba algo así, pero me busqué: si era una comida de familias yo podría estar allí y algunos de esos chavales serían mis amigos, pero no estaba o estaba tapado. Mis padres estaban extraños, distintos, algo más gordos o más delgados, no supe discernir, quizá no fueran ellos. Vi además personas desconocidas, jóvenes en general. La fotografía final era distinta, no representaba un paisaje ni había personas. Solo podía distinguir colores, con formas irregulares, que estaban repartidos sobre una superficie de distintas consistencias y texturas. A mí me gustaba dibujar y pintar, pero no entendía el arte abstracto, era joven entonces. Pensé que podría ser eso, la foto de uno de esos cuadros que mezclan la pintura con arena, piedras o trapos.

Fui a buscar a mi madre, ordenaba libros en las estanterías; no había dejado que los de la mudanza los sacaran de las cajas y quedaban algunas por desembalar. Le enseñé las fotos en el álbum. Me dijo que no se acordaba, que probablemente eran de cuando yo era muy pequeño, de alguna comida en verano, en algún merendero cerca de Caballetas que estaría ya cerrado, y que seguramente mi padre las habría encontrado en alguna caja y había decidido dármelas. Seguramente también, si no estaban allí las de la comunión sería porque las habría puesto con el resto de fotos de ese día, en otro álbum. Dijo que ya aparecerían al ir ordenando cajas los días siguientes. A mí me extrañó que los rostros de mis padres en la foto no parecían más jóvenes sino mayores y, aunque usaban ropa playera que no está tan sujeta a modas, no encontré esas camisas de cuellos blandos o esas gafas grandes que se usaban entonces. La charla con mi padre quedaría pendiente: tardaría aún un par de días en llegar, había tenido que quedarse trabajando para dejar todo en orden en su antigua oficina.


Una fotografía menos

Al día siguiente fui a mi nuevo colegio. Desde su despacho, donde nos recibió muy risueña —nunca más volví a verla reír—, la directora me llevó a mi clase y me presentó. El profesor me asignó un sitio y me integré en el momento, despistado, a la clase de matemáticas. Cuando llegó el descanso salí al patio. Me acompañó Buchi, que aún no se llamaba así para mí, no tenía yo confianza suficiente para usar el mote de nadie. Él mismo se presentó, con su apodo, y ese mismo día comenzamos a ser amigos. Debí de parecerle tonto o demasiado nervioso si se fijó en mi reacción cuando salimos al patio. Probablemente perdí el color: era el escenario de la primera foto de mi álbum, la que abría la colección que no sabía de dónde había salido. El patio del colegio estaba en mi álbum. Pero eso no era posible. ¿Cómo podía tener en mi casa la foto de un lugar en el que nunca había estado? Mientras, Buchi me hablaba, queriendo informarme de dónde estaba todo, de lo que era divertido y lo que no, y yo contestaba con balbuceos y monosílabos. Mi cabeza estaba en otro sitio, imaginando explicaciones. Pensaba en que quizá mis padres habían sacado la foto cuando prepararon la mudanza, para mostrarme mi futuro colegio e irme así mentalizando. O que era un recorte de algún folleto y habían decidido pegarlo; al fin y al cabo, iba a vivir en ese patio muchas horas.

El segundo día en el colegio comprendí que el álbum no era sencillamente un conjunto de recuerdos. Buchi se había preocupado de presentarme a varios de mis compañeros y habíamos estado tirando en las canastas del patio. Pero me faltaba conocer a mucha gente. Estábamos un grupo de cuatro, nos habíamos repartido un par de bocadillos y charlábamos sobre el profesor de matemáticas, que para ellos también era nuevo. Y entonces la vi. Hablaba con otra chica y se reía. Ella estaba en mi álbum: era uno de los personajes que recordaba, aparecía en tres o cuatro fotos, aunque a mí me había parecido algo mayor. Volví a ser un idiota balbuciente. Me di cuenta y disimulé fingiendo que alguna miga había errado el camino en mi faringe. A esto ya no era posible encontrarle una explicación razonable. Puse una excusa y dejé a mis amigos, pensaba que iba a llorar o a gritar.

Por la tarde, al salir de clase, corrí a casa y fui directamente a buscar el álbum. No tenía duda de que era ella y no tuve que revisar con demasiado detenimiento las fotos en las que aparecía. Me concentré más bien en mirarla, sus gestos, su sonrisa presente siempre, su delgadez, su pelo fino y negro. Me había parecido guapa en las fotos, en el colegio era preciosa. Se me antojaba que en las imágenes parecía más madura. Me pregunté por qué estaba en mi colección, y por qué yo no posaba con ella en ningún caso. Excepto en una de las fotografías, en la que la acompañaba otra chica desconocida, estaba siempre sola y nunca en planos cercanos, como si lo importante fuera el fondo, la luz o el paisaje, no ella. La segunda comprobación era la del patio de juegos, si estaba recortada de un folleto se notaría que el papel era más fino. No pude comprobarlo. La foto había desaparecido, solo quedaba el hueco que había ocupado. Lo cierto es que no hacía falta revisar nada más, lo que no quiere decir que ya hubiera resuelto mi extrañeza. Esas fotos tenían que ver conmigo y de alguna forma misteriosa estaban en un álbum que tenía olvidado, habían pasado años en mi habitación, mutando y cambiando, al parecer, sin que yo viera nada. Mi padre llegaba esa noche. Decidí no decirle nada y dejar que ocurriera lo que tuviera que ocurrir.


SINOPSIS

Antes de ir a la universidad, el protagonista advierte que un álbum de fotos, regalo del día de su primera comunión, marca extrañamente el camino por el que fluye su vida. Encuentra en él una colección de fotos que nadie ha colocado allí y que no reconoce. Las imágenes no le son familiares, muchas no presentan siquiera personajes y solo muestran lugares que no sabe identificar. Se sorprende al ver que las fotografías de su pasado desaparecen una a una cuando el momento en ellas captado ha quedado atrás. Entenderá que no habrá nada más allá de la última imagen.

No es el único que vive con esa información constante. Su madre le revela que ocurre con todos los miembros de su familia y que él mismo conocerá y transmitirá a otro, de alguna forma, su camino vital.

Con el paso del tiempo reconocerá a algunas personas, pocas pero importantes, por haberlas visto en el álbum. Durante años dudará si su destino está en algún modo contenido en esas imágenes. Se preguntará si el álbum encierra información que le permita modificar en algo su futuro y temerá haber desperdiciado la oportunidad de hacerlo al recordar acontecimientos ya transcurridos. ¿Podría haberlo evitado? se atormentará cuando muera su mujer. Comprenderá por qué tiene la fotografía de un café desconocido con mesas de mármol y aire acogedor. Se sorprenderá de que desaparezca la imagen de alguien sin haberlo conocido y se preguntará si eso indica algo, si debe buscarlo. Pensará en arrancar y destruir una foto para así experimentar qué ocurre.

Cuando solo quede la fotografía final —extraña, colores sin forma—, pasará mucho tiempo sin explicarse por qué tardan tanto en cerrarse las páginas de su vida.

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