Además de escribir también me gusta bordar. Escribo con el mismo hilo que uso para bordar y bordo con la misma tinta que uso para escribir. Escribo por las mañanas entre las diez y las doce y por las tardes entre las cuatro y las seis. Bordo después del almuerzo y a la hora del té. Bordo las hojas de los arrayanes, la punta de una montaña, la silueta de los ciervos o la de un cuervo volando. Bordo las frases perdidas de la señora G y las flores en primavera, bordo lupinos, camelias, margaritas y alguna vez bordé una rosa. En invierno suelo bordar utensilios de cocina, un colador, una cuchara, un tenedor….. Siempre lo hago sobre telas finas y blancas. Entonces el tiempo pasa de otra manera, como cuando escribo y puntada tras puntada voy hilvanado la tarde. Mientras tanto, puedo estar en silencio, sin que mis padres me juzguen por no hacer nada. Por estar pensando. Cuando nieva o llueve y no puedo salir al bosque, escribo sobre la mesa de la cocina, frente a una gran ventana por donde puedo ver el lago y las nubes apoyarse sobre el horizonte. Antes de sentarme con mis lápices y mis papeles, cierro la puerta con llave para que nadie pueda entrar. Mis padres no pueden leer lo que escribo. Tengo que guardarlo todo bajo llave, no vaya a ser que mi padre lo lea y se enfurezca.

*

Sofía y Helena son hijas de la misma madre pero no del mismo padre. El apellido de Helena no es Winstein como el de Sofía, si no otro, aún más difícil de pronunciar. Digamos que se llama Smatersdier o algo así.

Sofía nació la misma tarde cuando Helena celebraba su cuarto cumpleaños. A simple vista, las dos hermanas, no se parecían en nada. Lo único que tenían en común era un lunar sobre el costado izquierdo del labio. Ambos lunares eran tan perfectos e idénticos entre sí, que parecían haber sido pintados adrede con un plumín de tinta china para sellar los dos rostros con una nota de perversidad.

Desde muy pequeña, Sofía colocó a su hermana sobre el pedestal de la belleza para admirar en ella un sin fin de cualidades inalcanzables. Helena siempre fue la niña femenina y hermosa que a ella le hubiese gustado ser. Tenía las piernas largas, el pelo rubio, y unos ojos castaños y almendrados, que irradiaban un aire angelical y despertaban en la mayoría de los niños el deseo de jugar con ella.

En cambio Sofía era baja, regordeta, de pelo negro, rebelde, y tan abundante, que resultaba casi imposible peinarlo. Tal era así, que la cabeza de la pobre niña solía ser una maraña de desgracias, el blanco de burlas de los niños y la extraña manía de su padre que un día la obligó a cortárselo al ras de la nuca, imprimiendo en ella un aire de chico; al que, con el tiempo, Sofía se resignó y acompañó con actitudes y modales que su madre y la mayoría de gente no veían propios de una niña.

Helena se avergonzaba cuando a su hermana la confundían con un niño. Por eso, las tardes en que se quedaban solas en casa, se empeñaba en hacerla parecer más femenina. La envolvía con telas que adaptaba con alfileres a su cuerpo, le maquillaba los ojos con los potingues de su madre y le estiraba el pelo hasta quitarle los rizos. Ella era la única que sabía cómo peinarla sin hacerla llorar y conseguir que su pelo no despertase en el señor Winstein esa extraña obsesión que tenía por él. A su vez a Sofía le divertía verse así feminizada, subida a unos tacones y riendo junto a su hermana, que le llevaba dos cabezas y se movía con la misma gracia de una vedette. Pero, en cuanto recordaba que su padre podría llegar de un momento a otro, el miedo que tenía de que la viese así vestida la apartaba del juego, y volvía a esforzarse por interpretar a la niña que su padre quería que fuese.

Otra cosa que las dos hermanas solían hacer, aprovechando la ausencia de la señora y el señor Wínstein, era infringir la prohibición de subir a la planta alta de la casa y entrar en la habitación matrimonial. Ni bien se marchaban, se apresuraban a abrir las puertas del gran armario de roble en dónde la madre conservaba su extenso ajuar. Descolgaban sobre la cama todos los vestidos que ella guardaba cubiertos en plásticos en el fondo del armario. Eran vestidos que jamás la habían visto lucir, algunos eran bordados con pedrería, otros de seda o con encajes y escotes que ella reservaba para grandes ocasiones. Y allí, frente al espejo, se los probaban uno a uno, aunque Sofía siempre acababa echada en la cama con el único traje a rayas gris y blanco de su padre, contemplando cómo la belleza de su hermana se reflejaba exultante en el espejo.

*

Esta tarde, mientras escribía en el balcón, un cuervo se acerco . Durante unos instantes observe como sus finos y arrugados dedos se agarraban a los hierros de la barandilla. Y, sin siquiera inmutarse por mi presencia y mirándome a los ojos me preguntó:

¿A dónde vas mujer hermosa?

*

La Familia Winstein vivía muy cerca de donde dicen que es el fin del mundo, a quince kilómetros del pueblo y a pocas calles de un lago plomizo y de mal agüero que enturbia las emociones a quién se detiene a observarlo.

La casa era de madera, con los techos en triángulo, dos plantas y un gran ventanal que daba al jardín. En el jardín nunca hubo muchas flores; por entonces, solo crecía un rosal amarillo que renacía cada tanto, cuando la señora Winstein se acordaba de él. Donde acababa el jardín comenzaba un bosque oscuro, profundo, lleno de maleza y árboles altísimos que después de una lucha laberíntica de sus ramas por alcanzar la luz ocupaban airosos un lugar en el cielo.

¿Cuántos sueños habrán vivido las dos hermanas en ese bosque? Aunque fuera invierno o verano, aunque nevase o hiciese sol, en un claro bastante alejado de la casa, habían instalado su campo de juego, un charco de luz en medio de una espesura de colores sombríos.

*

La luz de la tarde reflejo la sombra del cuervo sobre las baldosas blancas y brillantes del balcón

Voy al corazón de la flor que es también mi corazón, le contesté

*

Thor Winstein, el padre de Sofía, era el más alto de los hombres de la región. Tenía la piel blanca y el cabello aún más negro que el de su hija. En invierno, vestía un larguísimo abrigo que le llegaba hasta los tobillos y que ningún otro hombre llevaba. Cuando se paseaba por la calle principal, sus pisadas imponían respeto. Y, si no daba miedo su imponente aspecto, era porque sus ojos tan redondos y azules encendían su semblante obligándote a mirarlo. Su carácter reservado y la dificultad que tenía para expresarse en español fomentaba habladurías entre la gente del pueblo. Eran pocas las veces en que T.Winstein lograba completar las frases, silabeaba las palabras y, antes de llegar al final, comenzaba a ahogarse con lo que no podía acabar de pronunciar.

Sofía llegó a pensar que si su padre no aprendía a hablar bien en español, era porque entonces tendría que contarle la verdad sobre su pasado, ya que cuando ella insistía en preguntárselo, los ojos se le ponían rojos y la mirada se le perdía en la eternidad.

Sofía sólo escuchaba la voz de su padre cuando discutía con su madre. La insistencia de la señora Winstein por romper el silencio de su esposo era el detonante para que éste, finalmente, soltase el grito que latía enardecido en su garganta. Cuando esto ocurriría, las dos hermanas salían de la casa y se sentaban en la tranquera a empujar el suelo con los pies. Esperaban. No se decían nada. Solo oían el crujir del vaivén de la tranquera. Hasta que, de repente, sentían el grito de Thor y, en ese mismo instante, todo se derrumbaba y ellas se derrumbaban con todo. Porque el grito de Thor eran todos los gritos que salían como bestias del abismo.

*

____¿De donde vienes? volvió a preguntarme el cuervo mientras en su sombra se abrían dos grandes alas que abrazaban la oscuridad.

____Vengo de donde era, le conteste.

*

Harold, el padre de Helena, no era tan alto cómo el padre de Sofía, pero caminaba erguido derribando miradas como una aplanadora sobre un terreno baldío. Su manera de vestirse, con polares de marca, pañuelos de seda y botas de cuero fuertes y robustas, con las que pisaba la tierra como si fuese de su propiedad, le otorgaban un talante que le distinguía del resto. Helena veía a su padre una vez cada quince días. Un domingo si otro no, a las doce en punto, cuando sonaban las campanadas de la iglesia llegaba en su coche metalizado y no paraba de tocar bocina hasta que Sofía salía a tranquilizarlo.

Porque Helena, con la excusa de que le dolía el estomago, acostumbraba a encerrarse en el lavabo, hasta que oía la voz y los pasos de su padre a punto de entrar en la casa. Ella nunca quería salir con él. Se avergonzaba de que la viesen por la calle de su mano. Lo veía demasiado viejo, demasiado arrugado y no le gustaba ese olor agrisado, casi rancio, que sentía cuando se le acercaba. Pero, lo que más detestaba, era llegar a la iglesia de su brazo. Ni bien entraban, un rumor celestial le sobresaltaba el alma y, a través del gesto que se dibujaba en el rostro de los ángeles y arcángeles cuando les miraban, intuía que Dios señalaba a su padre, acusándole.

A la salida, tenía que soportar interminables paseos junto a él. Se esforzaba en sonreírle, fingía carcajadas ante sus bromas, a veces ternura a sus caricias. Y, al volver a su casa, nunca se olvidaba de llevar el sobre con dinero que este le pasaba a su madre dos veces al mes, y del que ella siempre aprovechaba para guardarse algún billete que ahorraba tenazmente dentro de una lata de membrillo.

*

__ Vienes de donde eras, me grito el cuervo

__ Pareces una cotorra, repites lo que te digo

*

La señora Winstein, utilizaba el dinero de su ex marido para comprarse ropa y llenar la nevera con todo lo que les gustaba comer. Thor Winstein no podía enterarse de nada. Por eso, la madre y las hijas se habían puesto de acuerdo para guardar el secreto y decir que los pesos extras que entraban en la casa eran fruto de los pasteles que Gladis Winstein cocinaba por las noches. Así que, cada quince días, gracias al padre de Helena, se ponían las botas y dejaban de comer las truchas que traía Thor de la piscifactoría que regentaba. Durante la semana Gladis Winstein se emperifollaba, para vender los pasteles en el barco que va a la isla Victoria. El barco se llenaba de turistas a los que ella les ofrecía pastafrolas, alfajores de dulce de leche, lemon pies y otras exquisiteces.

La señora Winstein en la casa era una cosa y en el barco otra. Antes de salir a la calle, se soltaba el cabello, se maquillaba, se ponía un sombrero de paño gris y se acomodaba el escote de manera que los hombres no podían evitar desearla. En cambio por las noches, cuando Thor regresaba a la casa, ella le esperaba con una bata a lunares azul y blanca, con el pelo recogido y con las mismas chancletas que usaba para amenazar a Helena cuando llegaba tarde. Y en cuanto él entraba, no tardaba en echarle un bufido, y más aún, al ver el montón de truchas que traía envueltas en papel de periódico.

*

De pronto el cuervo dio un salto con determinación y se arrimo a donde estaba sentada

¿A dónde vas, porque te acercas tanto querido cuervo?

*

Entre el jardín de mi casa y el jardín de la familia Winstein había una verja que separaba nuestra intimidad. Era una larga reja de hierro que, en la parte superior de cada estaca, un herrero pendenciero le remachó unas hojas que acababan en forma de espada y amenazaban con sangre a quién se atreviese a saltarla. Gracias a ella, sabíamos cuales eran los árboles que pertenecían a cada casa y cuales frutos podíamos comer sin sentirnos culpables. Pero llegó un día que nuestra Morera había crecido tanto, que, a pesar de que yo intentaba forzar sus ramas hacia nuestro lado, casi todas las moras se caían en el jardín de ellas y, si no me daba prisa para arrancarlas, Gladis Winstein preparaba los pasteles con la mermelada que hubiese podido hacer mi madre, con los higos también pasaba lo mismo, pero entonces, me tragaba la rabia al ver a las hermanas comerse los más ricos .

*

Voy al corazón de una mujer que es también mi corazón, me contestó el cuervo y saltó con aplomo de nuevo del balcón a la barandilla plateada

Vaya qué memoria tienes estimado pájaro

*

A pesar que nuestra casa tenía una apariencia más solida y real que la de las hermanas y eso me enorgullecía, la de ellas tenía un techo de dos alas que caía hasta tocar el suelo y que las protegía de las inclemencias del tiempo. En invierno me divertía ver como se deslizaba la nieve por aquel techo tobogán a la vez que el humo de la chimenea serpenteaba dibujando nuevos caminos que se perdían en el cielo.

La planta superior de mi casa era un anexo que había construido mi padre. Dormí allí , durante algunos años, antes de que me trasladaran a la habitación de abajo. Allí, desde la ventana, podía observar lo que sucedía en el altillo de la casa de al lado. Y, gracias a que mi madre había colgado una cortina gris perla que permitía ver pero no ser vista, solía pasarme las tardes de los sábados espiando a las hermanas y a veces también las imitaba. Hacia ver que estábamos en la misma habitación y me probaba vestidos frente al Espejo al mismo tiempo que lo hacían ellas. Por las noches, antes de dormirme, forzaba la trama de lo que iba a soñar y antes de entrar en el sueño apretaba con fuerza los ojos y me imaginaba que jugaba con ellas en el bosque o que Sofía y yo íbamos a la misma clase y nos sentábamos juntas como dos buenas amigas. Pero cuándo sentía envidia de que ellas fuesen hermanas, solía tirar a Helena de la copa de un árbol o envenenarla con caramelos de menta. O, tal vez, si decidía matar también a los padres, estrellaba a los tres en una carretera para dejar a Sofía sola en el mundo, viviendo en mi casa y compartiendo mi cama mientras yo seguía soñando con ellas.

*

¡Qué haces siempre aquí sentada querida amiga ?

Siento, le conteste

*

Los domingos después de que Harold pasase a recoger a Helena, detenía su coche frente al almacén que quedaba a mitad de camino entre la casa y la iglesia. El urso que lo atendía era un viejo amigo de Harold o eso era lo que él decía, porque a simple vista, lo único en común entre ellos, era que hablaban alemán; por lo demás, eran bien diferentes el uno del otro.

El padre de Helena, además de ser esbelto y de talante distinguido, llevaba el pecho inflado con el mismo orgullo con el que se les llena a los hombres que se odian a si mismos y al resto de la humanidad. En cambio, el dueño del almacén era un hombre gordo, de barriga prominente, como si en vez del pecho se le hubiese inflado el estómago. Tenía el pelo blanco casi plateado, unos bigotes negros y siempre iba desalineado, arrastrándose por la vida envuelto en una bata de felpa marrón apolillada. Cada vez que alguien entraba en el almacén, era como si se levantase el telón de una escenografía polvorienta y descolorida: un mostrador altísimo de madera con enormes frascos de cristal repletos de caramelos y paredes enteras tapizadas de estanterías abarrotadas de latas y botellas que parecían estar allí desde hace siglos; y, en la otra parte de la sala, un sofá desvencijado frente a una aparatosa televisión en blanco y negro. El tufo que se respiraba en aquel lugar lo llevaba Helena encima toda la semana. Era un olor que ella no podía clasificar con ningún otro olor conocido. Un olor que intentaba tapar otro olor y se le quedaba pegoteado en la nariz. Pero lo que ella más detestaba, aparte de los halagos remilgosos con los que el hombre intentaba comprarla, eran las miradas cada vez más largas que se escabullían por su entrepierna hasta dejarla sin bragas……

Sinopsis

Sofía y Helena son hijas de una misma madre y diferente padre. Los padres , Harold un ex nazi oculto en los paisajes del sur y Thor hijo de padres judíos marcan el desarrollo sexual de las niñas y la relación de estas con el mundo exterior.

A su vez el personaje escritor Irina Weills , va desarrollando la ficción y, a medida que entabla un juego- batalla con su propia sombra y con los condicionamientos de los que intenta liberarse se da cuenta de que ninguna de las opciones y decisiones que toma sobre sus personajes y sobre sí es auténtica, sino la consecuencia del deseo de complacer o rechazar a sus respectivos padres. La necesidad de liberarse de estos mandatos, la lleva a analizar la ficción y a descubrir como la dualidad la ha ido alejando de la naturaleza .

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