Münich 30 de enero de 2017

Soy Víctor María Müller y, sin saberlo, he vivido treinta años esperando la muerte de un hombre. Al fin ha ocurrido. Ha sido esta mañana con la nevada del desayuno, según explicó una enfermera al otro lado del teléfono. Después de contármelo me pidió que nos hiciésemos cargo de las gestiones finales dando por hecho que iríamos al entierro. Ha ido Hanna. Se ha subido al coche con lágrimas en los ojos y me ha dejado aquí escribiendo.

(…) Yo trabajaba entonces en una enorme editorial que lanzaba títulos al mercado con la facilidad con que se sirven jarras de cerveza en Münich. Hanna se había quedado embarazada de nuestra hija y entre los dos convinimos que los tiempos de cambio resultarían propicios para dar el paso de poder elegir a nuestros autores. Nos instalamos en una buhardilla de Elmerstrasse enfrentándonos a la tarea de leer los manuscritos que algunos autores noveles me habían hecho llegar de manera particular a mi antiguo trabajo. Eran obras de escasa calidad llenas de expresiones rebuscadas, más bien vacías con una voz desencantada pero ególatra que se miraba el ombligo sin que ningún peso hundiese sus espaldas. Fue entonces cuando vi por primera y única vez al ahora difunto señor Römer.

(…) Dijo ser el depositario de un legado, una herencia que quería confiarnos después de haber leído un cuento infantil con texto e ilustraciones de Hanna que habíamos publicado el año anterior. El cuento se llamaba Al lado de casa, y el protagonista era un gato escuálido, con el pelo a rayas blancas y grises que trataba de sobrevivir en un mundo hostil. Cuando se rehízo pidió ver a Hanna. La esperamos los dos hasta que asomó por la puerta, con su barriga inmensa ya. Entonces el señor Römer le entregó un manuscrito rogándole, rogándonos que no lo abriésemos hasta que hubiese llegado su hora. (…) Una sensación gélida me invadió ante la visión de aquel hombre de unos cincuenta años, flaco, con una mancha violácea en la mejilla izquierda y una profunda tristeza en los ojos. Es la historia de amor de un hombre que regresó del infierno, nos dijo rechazando una taza de té.

El escrito venía dentro de un sobre de tamaño mediano y no pude vencer la tentación de abrirlo en cuanto el señor Römer bajó las cinco plantas del edificio, pero el color amarillo de las hojas, la urgencia de los trazos, los borrones, las huellas de grasa de las puntas de los pliegos de papel me hicieron contenerme como ante algo sagrado y respetar la voluntad de ese hombre hasta que el mes pasado, la noche de Navidad, alguien llamó para decir que el señor Römer, profesor de matemáticas jubilado, había entrado en coma. Dejó el encargo de que nos avisaran a nosotros.

(…) No lo habíamos olvidado, aunque con el tiempo aquel legado y aquel hombre dejaron de ser el pensamiento recurrente que nos tentaba durante los primeros meses después de su visita. Mudé el manuscrito las dos veces que mudamos también la editorial, lo guardé bajo llave, pero desde la llamada de la noche de Navidad, Hanna y yo hemos leído y releído esos papeles hasta casi recitarlos de memoria con rabia, con dolor, con rencor o alegría. Con agradecimiento siempre. Extenuados, discutimos sobre la oportunidad de las correcciones de edición y cambiando de parecer cientos de veces en algo más de treinta días.Las emociones son una sucesión de círculos concéntricos que podría no acabar nunca. Pero desde la primera palabra hemos lamentado profundamente haber confundido al señor Römer con un excéntrico más de los que desfilan por las editoriales entregando, lo que a su juicio, supondrá un punto de inflexión en la literatura del siglo. Nosotros tuvimos entre nuestras manos una obra fuera del tiempo y hoy, con el cadáver del señor Römer todavía caliente, la voracidad de los mercados, la avaricia, la simple vanidad o quizá el amor nos empujan a sacarla a la luz, casi sin retoques, tal como nos llegó hace treinta años. Tal y como se vivió hace ya más de setenta.

I

Es como si toda Alemania estuviese esperando. Somos una inmensa sala de espera. Esperamos en ciudades irreconocibles, envueltas en una niebla de polvo seco que se pega a la garganta. No podemos dar tres pasos sin tener que tomar un atajo o subir una montaña de cascotes y cadáveres. Muchos edificios se han perdido, Mara. En nuestra calle solo siguen en pie los números pares y ni siquiera todos. El número 26 se hundió hace poco y ha quedado un socavón como el cráter de un volcán. Aun así, después del bombardeo estaban vivos un abuelo, su nieto y una perra preñada. Habían bajado al sótano en busca de una pelota para el niño y entonces voló todo. Desde la acera se oyeron los quejidos de la perra y un conductor de tranvía que esperaba a que reparasen un tramo los sacó apartando los ladrillos. La perra parió a las horas, pero los cachorros nacieron muertos.

Las tiendas de Schwabing tampoco son las mismas. Ahora se ven un par de negocios de recambios de bicicletas, una farmacia y una pastelería con pocos pasteles y precios por las nubes. Del Café Wisel no queda nada. Ni siquiera el marco de los escaparates de cristal. Siempre relucientes y tan grandes. Sentarse allí era como estar desnudo frente al mar, ¿recuerdas?El hueco lo han tapiado con listones de madera. Por suerte nuestra casa está habitable y ayer compré una cerradura en el mercado negro. Esta mañana no la he cerrado para que puedas entrar cuando vuelvas. Es ya de noche y acabo de echar la llave aunque el silencio es tan inmenso que si llegas ahora podría escucharte. A menudo hay cortes de luz, pero la campanilla que puso mi padre funciona y puedes usarla. Yo te escucharé. Solo con que respires al otro lado de la puerta te escucharé.

He llegado hace tres días y no estoy solo. Mateo, un niño de Dachau me acompaña. (…) Parece que la gente se va acostumbrando poco a poco a la vida diaria aunque yo temo entrar en los cafés o en las tiendas y que alguien descubra que soy un hombre asustado, un intruso que pasea por calles asfaltadas como si arrastrase kilos de barro pegados a unos zapatos de goma que no puede perder. Necesito conservar mis zapatos si quiero llegar vivo hasta mañana. Necesito guardar la mitad de mi pan de la noche si quiero llegar vivo hasta mañana. Necesito la ración de sopa de un muerto que esconderé en la litera si quiero llegar vivo hasta el final. Y he querido vivir, Mara. Me urgía verte y estoy aquí. He salido de un campo y necesito que sientas detrás de mi cogote el aliento de los guardias de Dachau. Es un vaho caliente y fiero que acompaña a sus órdenes. Sus palabras salpican pequeñas gotas de saliva con los restos de un desayuno abundante que se permiten cada mañana y que yo no puedo limpiarme hasta que dejen de pasar revista o de insultarnos. No es fácil vivir.

Han pasado doce años desde que nos despedimos en esta misma puerta. La pintura está descolorida y la madera se ve reseca como una piel cuarteada bajo el sol. Es un calor sofocante el que ahoga Münich esta primavera, pero tú sigues aquí, apoyada en el quicio con tu camisón de novia pegado al vientre invitándome a quedarme un poco más mientras yo te decía adiós. Mi padre gritó desde dentro para que cerrases porque hacía frío. Fue la última vez que oí la voz de mi padre. Era la mañana del 10 de marzo de 1933 y la vida éramos entonces tú y yo, diciéndonos el adiós diario lleno de prisas, de un trago de café, el de arreglarme el flequillo con tus dedos largos, el de recomponerte las horquillas. Mi padre habló del frío y yo no recuerdo si te besé. Desde entonces he besado el aire muchas veces ansiando que estuvieras aquí esperando mi vuelta.

“Soy judío y nunca volveré a quejarme de los nazis”. La última mañana que nos vimos me crucé con un hombre cerca de la estación de ferrocarril. Le habían colgado ese cartel y lo empujaban tres jóvenes con camisas pardas. Lo obligaban a caminar descalzo, con la pernera de los pantalones cortada a la altura de la mitad del muslo. Se alternaban para insultarlo y darle golpes, urgiéndole a que caminase o a que se detuviera, según su gusto. Nadie dijo nada. Yo tampoco. El miedo enmudece a los hombres. El odio los ciega. Alemania llevaba meses cegada como un cíclope herido. Seguí caminando con la cabeza gacha y me estremecí al pensar en ti, en tu padre, en tu madre, en Ida. Me comenzó a crecer en la boca del estómago una enredadera de pánico invisible que después, en Dachau, acabó por secarse. Uno se acostumbra a todo, Mara. Viendo a ese hombre me acordé de la kipa de tu padre y de los pantalones bávaros de mi hermano Hans. Era una escena de carnaval, pero solo los camisas pardas parecían divertidos. La voz cantarina de Otto me sacó del ensimismamiento. Acababa de llegar a la acera Vamos, Max, dijo, pero no llegamos a subir al tren. Un hombre de la Gestapo se acercó pidiéndonos que lo siguiéramos hasta la comisaria de la estación. No tuve miedo, yo no soy judío. Soy alemán. A las ocho treinta de la mañana nuestro tren salió de su guarida como un animal que devorase el día.En ese momento para nosotros todo fue noche y niebla.

(…) Las casas del barrio de tus padres conservan un esplendor remoto, pero en muchos jardines los arbustos han crecido sin orden ni concierto. Tu casa está vacía aunque se ve desde la verja un cuidado reciente. (…) Un vecino ha descorrido las cortinas en la casa de aquellos chicos que tocaban swing en Hamburgo. Los conocí cuando vinieron a visitar a sus padres para las últimas fiestas de Janucá. Mi madre hubiera dicho tienen cara de judíos y yo le hubiese dicho es que lo son.Tras las ventanas no se les veía ni a ellos ni a sus padres sino a otro hombre alto y anciano. (…) ¿Dónde están los pacientes con sus abrigos de pieles? ¿Dónde están mis suegros? ¿Dónde está Ida con su voz llena de alegría? Antes de que yo cruzase, el anciano había cerrado la casa a cal y canto. Alemania no habla y yo sólo quiero hablarte a ti. Quiero bailar abrazado a ti, despacio, recreándome hasta descubrirte y esperar a que me reconozcas.

(…) La vida es difícil incluso cuando todo ha acabado. Hoy he discutido con la Señora Bauer. Subí a verla cuando caía la noche. Se niega a arreglar la gotera del baño. Es una mancha enorme que parece un mapa de África cortado a la mitad. Como si el mundo conocido acabase en el cuerno que va de Kenia a Costa de Marfil. Le he dicho que cierre los grifos, ella me ha dicho que no los abre y así hemos estado un buen rato hasta que me ha dado con la puerta en las narices y yo he pensado que no sabe reconocer que se equivoca. Después me he sentado a esperarte y creo que he comprendido que ella también estaba esperando algo o a alguien. Verme en la puerta la ha decepcionado, irritado diría.

(…) Estoy esperando en esta casa llena de desconchones a que vuelvas. Me he sentado frente a la pared del aparador. Ya no hay aparador. Tampoco están los cuadros falsos de paisajes franceses. En la pared solo quedan los clavos de la foto de boda de mis padres y de la foto de boda de mi hermano. Sus dedos eran tan gordos que no podía quitarse los anillos. Teníamos un anillo de oro cada uno con la fecha de nuestro nacimiento grabada por dentro. A él se lo regaló mi madre, lo sabes, cuando empezó a trabajar para el Servicio Nacional de Trenes. A mí me lo dio mi padre, a escondidas. Ya no lo tengo. Lo cambié por mantequilla y cigarrillos. A veces me acosa un hambre milenaria y me acuerdo de tu guiso de carne con patatas. Me bastarían las patatas, Mara. Con salsa de mostaza, por ejemplo. Hoy he conseguido algo de dinero y un par de paquetes de víveres en el centro de la Cruz Roja. Los he metido en el colchón con los víveres americanos. Mateo se ha comido un poco de chocolate y ha guardado el pan para mañana. ¿Hasta cuándo guardaremos el pan, Mara?

(…) A Mateo le gustan los charcos y a mí también, pero solo los pisamos cuando volvemos a casa. Saltamos con ira hasta agotarnos, como sapos enfurecidos. Luego nos damos un baño de agua fría, siempre turbia, y entonces comienza su llanto por los restregones en las orejas.Es un niño en un país sin niños. Los que quedan no se atreven a salir a la calle. Todo su universo de normas y orden se ha venido abajo, han crecido de más. Los padres desconcertados cierran las puertas y las ventanas a cal y canto. Nuestra primera tarde en Münich, hace dos días, fuimos al puesto de búsqueda de familiares que han instalado cerca del Ayuntamiento. Mateo quiso acercarse a un niño que jugaba al final de la calle, delante del portal en el que se anunciaban antes arreglos de sastrería. De repente, una mujer sacó un brazo en mitad del aire y lo metió para adentro de un zarpazo. Niños en un mundo de bestias. Creo que Mateo guarda algo de chocolate en el bolsillo de sus pantalones. Quiere comprar un amigo.

(…) Trabajo en un hospital y Mateo espera todo el día en la sala de enfermeras. Está atestado y hay camas incluso en los pasillos. Los familiares se sientan a los pies de la cama y miran con indiferencia a sus enfermos, a otros enfermos o a las paredes. Imagino que piensan en “organizar”, en buscar ropas, cables, latas de gasolina. Cualquier cosa que se cambie por un trozo de pan y algo de carne. Así es la vida ahora. En Dachau, yo cambié mi anillo de oro por mantequilla y cigarrillos y los cigarrillos los cambié por un guiso de cerdo y el guiso de cerdo me lo comí yo solo sin compartirlo con nadie.

Esta noche hemos llegado tarde a casa. Me entretuve escribiendo a varios sanatorios suizos desde el centro de la Cruz Roja y estoy a la espera de saber algo. Le di las cartas a una mujer noruega que me aseguró que buscaría las direcciones para enviarlas. Mientras tanto, me dijo en un mal alemán, tenga paciencia y espere; las comunicaciones son lentas. Mateo le ha tirado de la falda y ella le ha ofrecido una manzana. Con educación le ha dado las gracias en su idioma y la mujer ha contestado en el suyo. Llevo más de diez años vagando por una torre de Babel de palabras primarias: tocino, patatas, tres, comando, ladrillos, cantera, revista, tifus, rápido… Voces extrañas, susurros, secretos. He trapicheado en todos los idiomas de la tierra y solo quiero hablar contigo, contarte que ha sido de mí, saber que ha sido de ti, Mara. Necesito que las cosas vuelvan a ser como eran. La casa está tan desierta que he subido a discutir con la señora Bauer. Te imagino mirándolo con su dormir ligero. (…) Se agita y murmura en mitad de la noche en una mezcla de sueños que coinciden en la Appellplatz o en la cola de la cena. Nabos y agua. Coles y agua. Agua y agua. Antreten! Mützen ab! Duschen zum! Aber Dalli!… No quiero que hable esta lengua de bárbaros. Mara, ¿se han convertido nuestras palabras en palabras de hombres infames? ¿Qué dirán los sonámbulos de lugares remotos cuando vuelvan a casa? Han recorrido los círculos del infierno y ahora tienen que volver a casa. ¿Qué quedará de nuestro dolor en los campos, Mara? ¿A quién diremos que la guerra ha sido más guerra para nosotros? Soy un hombre alemán hambriento, humillado, golpeado por otros alemanes. Y ya no soy un hombre si no vuelves.

(…) Poco a poco prepararé de nuevo todo para que la casa parezca nuestra casa. Las ventanas no encajan y entra una brisa seca porque no cae una gota. Tampoco la lluvia quiere limpiar Alemania. Vuelve, Mara. Pronto. Mateo sabe decir Wir erwarten sie, Frau Glück así que te esperamos los dos. Mañana nos aguardan siete paradas de tranvía, diez horas de hospital y una sonrisa en el centro de la Cruz Roja. Después iré al consulado suizo. Por si llegas, te dejo una chocolatina en la mesa. Me vence el sueño, Mara. Tu tango es ahora el ruido lejano de los trenes, las órdenes, los perros.Tu vestido son ya montañas de vestidos y tus zapatos no bailan mientras los manoseamos hombres como yo, apilándolos en pares ordenados. Me nace de los hombros un cansancio atlántico y echo de menos tu roce. A mi lado dormita un viejo al que no conozco. Hace frío y acabo de cenar agua con agua. La música suena lejos. Y me pisas otra vez.

SINOPSIS

Años atrás, un personaje singular ha confiado a unos jóvenes editores el manuscrito de un hombre que después de pasar doce años preso en el campo de concentración de Dachau vuelve a Münich en busca de su mujer. Durante las noches escribe un diario narrando sus días mientras la busca. No está solo. Ha traído a un niño italiano con él y juntos recorren la ciudad preguntando por ella. Tras su vuelta, la realidad empieza a ser desoladora. Mara, su esposa judía no regresa. ¿Dónde estás, Mara? Su desesperación crece mientras la busca. ¿Dónde?

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