CAPÍTULO I

A aquella mortal enfermedad, el mundo le dio el nombre de «Plaga», pero ya para entonces era demasiado tarde y ya se había extendido sin control.

Algunos dijeron que era una mutación del H1N1, el virus de la Gripe A que había escapado del control en algún laboratorio de investigación, también se habló de que era una variante del H7N9, el virus de la gripe aviar.

Se llegó a difundir el rumor sobre un extraño brote de un virus que en un principio se había asociado con el Ebola y que apareció en una recóndita zona del Congo y que nunca llegó a ser confirmado por las autoridades sanitarias.

Incluso se llegó a decir que era un arma creada por el hombre, un virus de diseño desarrollado por los militares para usarse como arma biológica.

De todos modos y conforme avanzaba la enfermedad y los casos se multiplicaban, su origen dejo de tener la menor importancia.

Al principio las autoridades ocultaron la verdad y nos engañaron diciendo que nada ocurría, que era solo una gripe común, así que mientras nosotros estábamos ciegos, nuestros propios dirigentes permanecían con los ojos cerrados no queriendo ver la terrible realidad.

Cuando finalmente los gobiernos de todo el mundo abrieron los ojos ya era demasiado tarde, los muertos se contaban por cientos, luego por miles y la cifra seguía creciendo exponencialmente, hasta que finalmente se dejaron de contar. De un modo u otro, una vez propagada la infección hubo muy poco tiempo para reaccionar, la mayoría de la gente no era inmune a los efectos del virus, las autoridades no pudieron hacer nada, tampoco lo consiguieron los ejércitos con sus entrenadas unidades y armas sofisticadas. La infección se extendió con rapidez, de manera imparable y devastadora.

No había cura y muy pocos sobrevivieron, los muertos una vez resucitados iniciaron su incansable búsqueda de carne humana, atacando y alimentándose de los supervivientes.

Barrios y ciudades enteras fueron eliminados, a continuación los países uno tras otro, mientras tanto el mundo observaba atónito como la base de nuestra civilización se desmoronaba ante nuestros ojos.

Antes vivíamos según nuestras reglas, con la práctica extinción de la vida en la tierra, también desaparecieron la mayoría de ellas, solo quedó una regla que importara, una por encima de todas… sobrevivir.

En la primavera del año 2020, yo era un joven de 28 años de edad, soltero, con una vivienda propia y un trabajo fijo aunque monótono en el departamento de administración de una empresa de cerámica.

Terminada la grave crisis económica sufrida por Europa desde el año 2009, hacía unos años que se había pasado a un periodo de una cierta recuperación y bonanza económica que había llevado al resurgimiento de la construcción en la provincia, y por ende, al sector del azulejo donde yo trabajaba.

Vivía en Castellón, que tenía una población por aquel entonces de algo más de 190.000 habitantes, vivía solo, en un tercer piso de un edificio de la Ronda Magdalena, en la que había sido la vivienda familiar hasta el fallecimiento de mis padres, tres años antes en un accidente de automóvil. Mis padres tenían la hipoteca de la vivienda pagada y con el cobro de su seguro de vida, me encontré que disponía de una cuenta corriente que me permitía vivir con bastante desahogo.

Mi vida transcurría de casa al trabajo, alguna esporádica salida a la zona de las tascas, junto a la Plaza Santa Clara, para tomar unas tapas y unos vinos con los amigos los viernes y alguna copa en un pub de moda, los sabados. Los domingos eran de chandal, cerveza y partido de futbol en la televisión.

En el mes de Febrero mi vida sufrió un giro inesperado, al acudir a la apertura de un restaurante. Había ido aquella tarde de sabado, sin muchas ganas invitado por Roberto, el dueño del local, amigo mio.

Elena tenía veintiséis años, era una chica algo tímida, delgada, de largo cabello negro y bonitos ojos negros. Cuando conectabas lucía una sonrisa franca que solía acompañar de una risa cantarina y fresca. Trabajaba de enfermera en urgencias en el Hospital General. Simpatizamos de inmediato y permanecimos charlando hasta el cierre del local, luego nos dimos el número de los móviles quedando en llamarnos en los días siguientes.

Desde el Pregón con el que dieron comienzo hasta la traca final y el Magdalena Vitol con el que terminaron. Como miles de castellonenses y cientos de visitantes subimos acompañando a la romería al Ermitorio de la Magdalena, fuimos al Desfile de Gaiatas, comimos en el Mesón de la Tapa y la Cerveza, nos tomamos algunos vasos en el Mesón del Vino, acudimos a las «mascletàs» y a ver los castillos de fuego, al Desfile de Bandas de Música y a la Ofrenda a la Virgen del Lidón, la patrona de la ciudad.

Saltamos, bailamos y nos reímos como otros tantos de los ciudadanos, que ignorantes de lo que se avecinaba, disfrutaban de las fiestas en la engalanada ciudad.

Terminadas las fiestas volvimos a nuestro respectivo trabajo, saliendo de vez en cuando con el resto del grupo y yo volví a mis fines de semana de chándal frente al televisor viendo la liga de fútbol, cuando ella estaba de guardia en el hospital.

Hasta aquel momento la gripe había formado parte de mi existencia como en la de cualquier simple mortal, limitándose a haber sufrido un episodio en invierno o a la vacuna administrada en el trabajo, mis escasos conocimientos sobre epidemias y pandemias se limitaban a lo estudiado en el instituto y lo leído en una revista o visto en un documental de televisión.

Desde la que asoló Atenas en el año 430 antes de Cristo a la terrible Peste Negra de la Edad Media, que acabó con una cuarta parte de la población europea, o a la llamada “Gripe Española” de 1918 que mató, en menos de seis meses, a veinticinco millones de personas en todo el mundo.

Así aquella gripe apareció de un modo sorprendente en mi vida y en la del resto de las personas que habitábamos nuestro mundo, dando un giro inesperado a nuestra existencia y cuyas consecuencias estuvieron a punto de significar el fin de la raza humana.

Toda historia tiene un comienzo y un final, para mí ésta se inicia cuando tras un par de semanas sin vernos, Elena me llamó al movil y quedamos en vernos el domingo para ir a comer al Grao, lo que es la zona marítima de Castellón, situada a 4 Kms. de la ciudad, donde se encuentran los puertos comercial y pesquero.

Cuando fuí con el coche a recogerla la encontré deslumbrante, había dejado atras los pantalones vaqueros y la blusa negra de labrador, atuendo típico en las Fiestas de la Magdalena y que había llevado durante aquella semana, para vestir una minifalda negra y una blusa de color turquesa con escote en forma de pico.

Se había maquillado para la ocasión y estaba realmente atractiva, inmediatamente me alegré de haber aceptado su propuesta de comer juntos.

Una vez en el Grao, deseché los diversos restaurantes situados a lo largo del Paseo Buenavista y la Plaza del Mar especializados en pescados, mariscos y todo tipo de arroces, llevándola a comer a un modesto restaurante de ambiente marinero, situado fuera del centro, junto al llamado Camino Viejo del Mar.

El pequeño local de paredes blanqueadas, con redes colgadas, desvencijadas mesas de madera cubiertas con raídos tapetes de hule, era propiedad de un marinero ya retirado y pese a no ser un local de lujo el pescado era fresco y se comía estupendamente.

Nos sirvieron el plato de la casa para los dos, una gran fuente de pescado variado frito y a la plancha, donde se alineaban piezas de emperador, boquerones, salmonetes, pescadilla, gambas, cigalas, galeras, sepia, navajas y mejillones.

La estupenda comida regada con una botella de vino de blanco muy fresco y un par de cafés nos llevaron a una agradable sobremesa.

Tras la comida fuimos hasta el puerto pesquero, me gustaba adentrarme en la dársena del puerto, sorteando con habilidad las gruesas sogas de amarre de los barcos y los oxidados norays para mirar con admiración los cascos de madera pintados con alegres colores, algo descoloridos en algunos rincones por la acción del viento y el mar.

Nos detuvimos frente a uno de ellos en su casco pintado de colores blanco y rojo se apreciaban los estragos que el salitre y el paso del tiempo habían hecho en la pintura. En el puente, un marinero con el pelo recogido en una coleta, de rostro arrugado y curtido por el sol, avanzaba con un cubo de metal, se acercaba a estribor para depositar cuidadosamente su contenido en el agua.

En otros barcos se sucedían escenas parecidas, unos marineros cargaban cajas cubiertas de hielo que contendrían las preciadas capturas, algunos preparaban las redes y otros se afanaban en baldear las cubiertas.

Tras dejarla en su casa y ya que ambos teníamos el lunes libre, le pregunté si le apetecía quedar en vernos, ella aceptó encantada y me pidió que la acompañara de compras.

A la mañana siguiente fui a recogerla con mi coche, fuimos al recinto cubierto del Mercado del Lunes, allí nos sumergimos en una variopinta mezcla de olores, sabores y colores que parecía nos encontrásemos en el zoco de una ciudad árabe.

Elena sentía una atracción especial por aquel lugar, revolvía entusiasmada entre montones de pañuelos de colores chillones, blusas ibicencas de dudoso gusto y faldas de diferentes tallas y modelos.

Se acercaba a las mantas, donde magrebíes y africanos disponían un surtido de objetos de desconocida procedencia: relojes, aparatos de radio, encendedores, ventiladores y todo tipo de abalorios.

Disfrutaba callejeando en aquel inmenso bazar, entre puestos de frutas y verduras, de carnes y embutidos, oyendo los gritos de los comerciantes anunciando las bondades y la economía de su mercancía a los posibles compradores.

Aquella ensordecedora algarabía que embotaba todos mis sentidos producía en mí un irrefrenable deseo de salir huyendo.

Tras mirar un rato y regatear el precio con el dueño de un puesto que tenía a la venta un gran surtido de bolsos de imitación de marcas conocidas: Loewe, Louis Vutton, Carolina Herrera o Prada, terminó comprando un bolso imitación de Gucci. Más tarde una blusa a rayas y un cinturón de piel fueron las siguientes compras, quedando con ello satisfecha.

Tras ello, nos fuimos a comer a uno de sus sitios favoritos, un restaurante italiano cerca de la Plaza Juez Borrull.

Yo apenas pude terminar media ensalada de la casa con nueces y tres quesos, mientras una hambrienta Elena se comía un plato de Spaghetti alla Carbonara, la otra mitad de mi ensalada y de postre una ración de Panna Cotta, acompañándolo todo con una botella de Chianti.

Fue la última comida que disfrutamos juntos en condiciones normales, antes de que el desarrollo de aquellos increíbles hechos, cambiara nuestras vidas.

Después de comer la acompañé de compras a las tiendas de las calles del centro donde la gente caminaba alegremente saltando de una tienda a otra.

La terrible crisis económica había terminado hacía unos años. España y los países del Euro habían iniciado su recuperación económica, el dinero volvía a fluir con regularidad y las entidades bancarias, que habían sobrevivido, facilitaban créditos para el desarrollo de las empresas.

Hasta el Aeropuerto de Castellón, situado en la población de Villanueva de Alcolea, seguían llegando cada vez más vuelos chárter, no solo de Holanda, Austria, Alemania o Inglaterra, sino también de países del este como la República Checa, Polonia o Rusia.

En Benicasim se concentraban desde hacía años los festivales de música: el F.I.B., el Rototom; allí miles de jóvenes españoles y europeos acudían durante los meses de julio y agosto para además de la música, disfrutar del sol y la playa, lo mismo sucedía con la población de Burriana y el Arenal Sound, que se celebraba junto a la playa del Arenal.

El balneario de Marina D´Or en Oropesa del Mar, se había convertido en uno de los destinos favoritos de los tour operadores europeos más importantes y en el Puerto de Castellón atracaban cada vez más cruceros, eligiendo la ciudad como zona de paso en sus viajes.

Más tarde, de vuelta a casa, me hallaba relajado y feliz, tenía una ilusión nueva, esperaba la llegada del fin de semana para ver de nuevo a Elena.

Encendí la televisión y pasaba distraídamente de un canal a otro con el mando a distancia hasta pararlo en Antena 3, donde una noticia atrajo mi atención.

El locutor con gesto serio informaba del cierre de las fronteras ordenado por el gobierno ruso como consecuencia de hechos de una inusitada violencia ocurridos en diferentes poblaciones.

A continuación presentaba las últimas imágenes conseguidas por un equipo de una cadena norteamericana antes de ser obligados a abandonar el país.

Las imágenes de dos noches antes mostraban a varios transportes de tropas blindados BMP-3 de las SPETSNAZ, las fuerzas especiales rusas, que se detenían junto a un grupo de casas.

A la luz de las llamas que consumían la aldea, varios soldados, algunos de ellos con rostro serio y preocupado, descendían de los vehículos y esperaban con sus armas preparadas.

Segundos después mientras se oían unos extraños gemidos, surgían entre el humo varias personas que avanzaban hacia los soldados lentamente con extraños y descordinados movimientos en su s cuerpos.

Instantes más tarde una sinfonía de disparos terminaba con una decena de cuerpos en el suelo, luego por detrás de los militares aparecían otros soldados con el traje blanco anticontaminación y con máscaras antigás puestas, los cuales con lanzallamas iban quemando los cuerpos.

Al parecer el gobierno ruso justificaba el cierre de fronteras por la aparición de varios casos de una nueva y virulenta cepa de gripe.

Finalmente apagué el televisor y me fui a dormir.

El martes al levantarme mi euforia inicial había dado paso a un cúmulo de dudas, donde la inseguridad volvía a hacer presa en mí, nunca había sido especialmente afortunado en mi relación con las mujeres, y ahora me preguntaba si Elena tendría el mismo interés que yo en volver a vernos.

Así que aquella mañana tras desayunar y pelearme un rato con el nudo de la corbata, cogí el ascensor hasta la entrada del edificio, allí en el vestíbulo se encuentran los buzones y suelo pasar todas las mañanas para recoger la prensa antes de bajar hasta el garaje del edificio y coger el coche.

Me encuentro a uno de los vecinos envuelto en un viejo batín de andar por casa y con una bufanda alrededor del cuello revolviendo la publicidad del interior de su buzón.

Me comenta que se encuentra enfermo y que había pasado el día anterior en cama, sólo se había levantado para coger la correspondencia y se volvía a acostar.

– Debo haber cogido la maldita gripe, me dice alejándose mientras tose.

Una vez en el coche y al pasar por el Paseo Ribalta, para tomar la calle Cardenal Costa en dirección a la Carretera de Alcora y dirigirme al trabajo, observo que hay gente que estornuda de forma exagerada y empiezo a preocuparme, espero que no haya enfermos en el trabajo. Tengo algo de aprensión a respirar el aire viciado de una oficina llena de gente enferma.

Pese a mis miedos apenas unas toses y estornudos jalonan la jornada, tenemos trabajo atrasado y apenas puedo salir veinte minutos para comer un bocadillo a mediodía.

Sólo me conforta de vez en cuando levantar la vista de la pantalla del ordenador para cruzar una mirada con Ana y recibir una sonrisa suya, me gustaría contarle mi relación con Elena pero alejo rápidamente de mi cabeza la absurda idea.

Esa tarde al salí del trabajo y de vuelta a casa, detenido en los semáforos mientras miraba alrededor o cuando me detuve en un bar frente a la estación de tren a tomar una cerveza, no pensaba en que ocurría algo extraño pese a la inusual cantidad de gente que por la calle estornudaba o echaba mano del socorrido pañuelo de papel.

El Ministerio de Sanidad auguraba una dura primavera para los alérgicos y a principios de abril la alérgia al polen, a los ácaros, al polvo y a cualquier otro tipo, parecía encontrarse en su máximo apogeo.

Nada más llegar a mi casa me dispuse a llevar a cabo mi rutina diaria de soltero, así me quite la ropa, los zapatos y tras ducharme me puse el pijama, para pasar en menos de cinco minutos a la cocina.

Allí me preparé rápidamente un par de sándwiches con lo que encontré en la nevera, cogí dos latas de cerveza y me senté cómodamente en el sofá frente al televisor para disfrutar de un partido de la «Champions» mientras cenaba en la mesa plegable.

No es que el partido me resultara especialmente atractivo o entretenido, sino que era la excusa perfecta para no tener que acostarme después de llegar de la oficina y alejarme del tedioso, rutinario y poco gratificante trabajo de administrativo en el departamento de ventas de una importante azulejera.

Hasta conocer a Elena, en mi monótona existencia, los días de la semana pasaban uno tras otro sin mayor diferencia que el color del traje y la corbata con los que me incorporaba al trabajo cada mañana y la novedad en el primer o segundo plato del menú del día en el restaurante del polígono donde comía.

Sinopsis:

En el año 2020, una mortal y desconocida cepa de la gripe, se extiende por toda la tierra.

Los muertos se cuentan por cientos, luego millares y después por millones, hasta que se dejan de contar. Más del 80% de las personas mueren por la enfermedad.

Los muertos vuelven a la vida y caminan sobre la tierra para devorar a los vivos.

El Fin del Mundo ha llegado.

Como sucede en el resto de mundo, en Castellón un grupo de personas intenta sobrevivir.

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