A Sebastian

A Sebastian

Juan

07/03/2022

Corría una tarde muy lejana ya; el aire de la sala vibraba al ritmo de una canción de Silvio Rodríguez. Hasta aquel día desconocía yo la existencia de este cantautor, que dicho sea de paso, tiempo después la vida me permitiría hallar en su obra una especie paz espiritual y excitación sentimental. Esa tarde, sobre la que mi memoria mal recuerda su antigüedad, era él quien degustaba de la música de Silvio, y sería yo quien recibiría tal herencia.

Y traigo al recuerdo a Silvio porque si bien ha sido este cantante cubano el que ha forjado el ambiente de mis duros momentos, no es menor el trabajo de quien me abrió el oído a este gran artista.

Digamos que mis memorias se remontan unos 10 años más atrás, en la época de su noviazgo con mi hermana; entre juegos, risas, imprudencias (de mi parte, por supuesto), y otro sinfín de recuerdos que no considero adecuado explayar ahora mismo.

Aunque pareciese un error, pues son ahora los recuerdos quienes mantendrán viva su imagen, hoy quiero contar cómo él puso a prueba mis reflexiones sobre la muerte y cómo esta se debía afrontar, cosa que, según yo, ya sabía hacer.

Y es que puede parecer que no soy el más indicado para decirlo, pero créanme que bastó una vivencia intermedia de unos 13 años para que el saber que su conciencia había caído en una perpetua oscuridad me dejara destrozado. 

Porque en últimas, ¿no es esto lo único que tenemos seguro en la vida? No sé si el día de nuestra muerte esté determinado ya o sea el azar quien ponga en juicio tal fecha, pero lo que sí sé es que el final de nuestros días puede estar esperando por nosotros en un momento tan inesperado como el final de esta lectura.

¿Entonces qué es lo que nos hiere cuando alguien entra en ese misterioso sueño sin fin? Es la pregunta que me he hecho durante años y que vio necesaria una respuesta mientras yo compartía llanto con Esteban, quien se hacía preguntas aún más difíciles de responder mientras las lágrimas que caían de sus ojos nos expresaban a todos un dolor guardado en el acceso más profundo del alma humana.

Y es esa otra cuestión que ha merecido mis horas de reflexión entre la nostalgia de la tristeza y el ahogo de las lágrimas: ¿qué será del niño ahora que la vida ha puesto en él tan inconmensurable situación? Quien probablemente sentirá en su momento, cual pétalos de flor en la primavera, el cómo desde su interior se abren estas todas preguntas. Todo mientras verá cómo la gente seguirá corriendo para no llegar tarde a su trabajo, o seguirá yendo al estadio, o estudiando para los exámenes, o festejando fechas importantes, o tomando en el bar de la esquina o simplemente caminando por el sendero de la vida. Vivirá esto mientras su alrededor le recordará que, aunque imposible parezca, la vida sigue.

Y créanme también que a pesar de que el último tiempo forjó entre él y yo una relación regular, no dejo de pensar en el futuro de mi Estebitan. Mi afecto de casi hermano mayor me hicieron consentirlo y llorar ayer como cuando recién me enteré de su nacimiento, derramando lágrimas en la sala de la casa aunque no terminara de comprender lo que sucedía. Fechas por las que, casualmente, yo aún no podía irme solo del colegio, y fue Sebastián quien se ofreció a llevarme, sabiendo aún que su presencia podía causar dificultades con mi familia en ese entonces.

El centro de la discusión (conmigo mismo, claro está) recae en que no puedo dejar de pensar en el momento en que mi madre lanza al aire un hijueputazo y me dice que Tatan había fallecido. Para ser más honesto, aún me cuesta creerlo. Y si me permiten continuar: aún no quiero hacerlo. Y por más discusiones que haga conmigo, por más que reflexione, por más que lea, por más que piense, por más que oiga, por más que hable, por más que siga viviendo, por más que me enferme, por más que suba el volumen, por más que siga llorando, por más que siga existiendo, no dejó de decir en mi mente: «Sebitas, viejo, cómo te me fuiste así».

Pero como ya lo decía al pensar en Esteban: la vida sigue. La vida sigue y él, al igual que nosotros en algún momento del día, ha perdido la conciencia para comenzar a dormir. Dicho sueño tiene, sin embargo, esa peculiar particularidad de carecer de final. Tal es la relación diaria que tenemos con la muerte; y aunque nosotros aún podamos despertar, tendremos ahora que aprovechar la vida para ser felices, tal como lo parecía Sebitas en su último tiempo, para entrar en ese profundo e inevitable sueño con las últimas de las felicidades. Pienso seriamente que, aunque temprano, él ya está descansando, y el pesar recae sobre nosotros.

A quien me amarró alguna vez a la mesa de la casa, a quien me prestó su guitarra para luego decirme que «las cosas no son del dueño sino de quien las usa», a quien abracé fuertemente cuando Mina hizo gol contra los ingleses, a quien me acompañó a montar cicla por primera vez en la gran ciudad, a quien escuchó mis alaridos planes a futuro, a quien me apoyó siempre que pudo, a esa gran persona con la que, al momento de escribir esto, recuerdo con lágrimas en mis ojos… A ti, Sebitas, que no sabes cuánto quisiera que leyeras esto, no importa cómo ni cuándo. Aún habiendo fallecido me seguiste enseñando que esto debí decírtelo en vida, y que cada que tenga la oportunidad debo resaltar la inmensidad de cada ser en este mundo.

Sebas, familia, todo aquel que lea esto, muchas gtacias.

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