Uno de mis compañeros de piso, Manu, era publicista. Él insistía en que le llamara “publicitario”. Un flipado de tres pares de cojones. Un día me contó que una de las primeras cosas que había aprendido en la carrera era esta frase: “No le digas a mi madre que soy publicitario, dile que soy pianista en un burdel”. Yo he sido pianista en un burdel. Creedme, estáis mucho mejor en la agencia de publicidad.

Por supuesto, nunca le respondí así a Manu. En la época en la que vivimos juntos aún no había caído tan bajo como para tener que aceptar un trabajo en el Iguazú. Hace cuatro años, que yo recuerde, todavía tenía un trabajo de postín, como pianista en el Gin Bar de un hotel de cinco estrellas muy cercano al Congreso de los Diputados. Con el tiempo descubrí que aquel hotel en cierto modo era como un Iguazú cualquiera a pie de carretera, pero a otro nivel, porque a las horas a las que iba yo a tocar, y sobre todo a la hora a la que ya estaba por finalizar mi turno, se veía a mucho ricachón acompañado de tías espectaculares. Los ricachones siempre me han dado asco, pero aquellos más: grasientos, con la raya al medio y la frente llena de sudor porque no se quitaban su traje de 12.000 euros para que no se les viera el barrigón. Diría que pobres chicas, pero por aguantar a esos tíos un par de horas y luego follárselos en un hotel de lujo ganaban más que yo juntando varios meses de sueldo. Así que se jodan. O mejor dicho, que les jodan.

Conseguí aquel trabajo en el Gin Bar del hotel de súper lujo gracias a un colega de un colega que trabajaba en el conservatorio. En realidad el colega de mi colega le contó lo del trabajo a mi colega de entonces, Eduardo, con el que estaba terminando el último año de grado superior. Pero yo fui más rápido. A Edu le sentó muy mal, de hecho dejó de hablarme. Pero 1.800 pavos al mes merecían la pena, incluso teniendo que tocar vestido de payaso, porque aquel uniforme de lacayo que me enseñó el encargado el primer día no tenía otro nombre. “¿Cómo se va a llamar usted?”, me preguntó. Le miré con cara de no entender, al fin y al cabo tenía 20 años recién cumplidos; llevaba diez minutos en el hotel y sentía que se me estaba quedando todo grande. “Su nombre artístico”, me insistió. No lo tuve que pensar mucho: me llamo Federico, como mi abuelo, pero desde que tengo uso de razón le he pedido a todo el mundo que me llame Freddy. “¿Freddy qué más?”, me preguntó el encargado (don Miguel, creo que se llamaba), ya con cara de pocos amigos. “Eh… Freddie Folsom. Eso es, llamadme Freddie Folsom”.

En el fondo recuerdo aquella etapa con cariño. Desde que me había ido de casa de mis padres, había estado varios meses trabajando en la BBC, que es como llaman los casposos que van de artistas a las bodas, bautizos y comuniones. Evidentemente, las bodas eran lo que daban más juego, iba con otros músicos de acompañamiento y en aquella época tenía tanta energía que podía tocar sin cansarme hasta bien entrada la madrugada. Y abusando de barra libre, por supuesto. Más ruinoso eran los otros dos actos sacramentales. Pero a razón de un bautizo al mes y las dobles sesiones dominicales en mayo y junio, don Tomás, el cura de la iglesia de mi barrio, me daba un tanto por ciento del cepillo por tocar piezas solemnes con el viejo órgano de la parroquia de San Hermenegildo, santo patrono de la monarquía española.

Aquel primer trabajillo me lo consiguió mi abuela Milagros, que era muy creyente, aunque yo tenía la teoría de que iba a misa a hacer vida social. Si mis padres me hubieran visto allí no se lo habrían creído, pues toda la vida habían estado lo más apartados posible de la religión y de mi abuela. Ese desapego lo convertía en el trabajo ideal. Me hacía frotarme las manos del gusto pensar que estaba fugado de casa, trabajando apenas a tres calles de donde vivían ellos, y que no supieran nada. Dios tenga en su gloria a mi abuela, con qué cariño me preparaba el cocido de los domingos a mis 18 años. Ella me pagó lo que me quedaba de los estudios de piano tirando de los ahorros que había guardado para su hijo, mi padre, y que nunca le había dado “porque no se lo merecía”. Cuando llegué a su casa con una mochila en un brazo y un teclado en el otro, enseguida comprendió que había reventado.

Mi viejo me pegaba. Desde bien pequeño. A mi madre también. Al principio era sólo los fines de semana, pues los días laborales se los pasaba en la carretera, de transportista. Luego, con muy buen criterio, lo echaron del trabajo, por alcohólico. Ahí empezaron los malos tiempos. Mi madre tuvo que fregar todas las escaleras de Madrid. Guardaba dinero a escondidas en mi habitación, para que mi padre no se lo gastara en juergas con los amigotes del bar, todos tan inútiles como él. Un día mi padre lo descubrió, y ahí empezó a pegarme a mí también. Esperé como pude hasta ser mayor de edad, y el día de mi cumpleaños le dejé una nota a mi madre diciéndole que la quería y me fui de casa.

Pero volvamos a mi trabajo de “rico” (yo me sentía así al ver la nómina). En seguida quise independizarme de mi abuela. Ahora que tenía un dinero, me lo quería gastar en juerga, en estar con chavales de mi edad. Me fui a vivir a un piso en Tirso de Molina, con otros tres chavales entre los que estaba Manu el publicitario. Empecé a ir por casa de Milagros sólo los domingos, a cumplir con el cocido y los callos, que preparaba en domingos alternos. Después sólo dos veces al mes. Un día, asustado porque no contestaba a mis llamadas, me pasé entre semana por su casa. Me la encontré tirada en el suelo del sofá, con el runrún insolente de los gritos de Belén Esteban de fondo en la tv. Daba la impresión de que ya llevaba un par de días así, porque estaba fría y rígida. Mi abuela tenía 87 años y, salvo el par de años que fui a su casa, llevaba unos 30 viviendo sola, desde que enviudó. La visión de su cadáver me impresionó, pero al mismo tiempo me llenó de paz. No lloré. Después de tantos años viviendo en la casa de locos en la que vivía, me costaba bastante aflorar mis sentimientos. Aún me sigue costando.

A pesar de que era muy arriesgado, aquella noche volví a mi antiguo hogar. Aproveché que un vecino dejó la puerta del portal mal cerrada para colarme y dejar un sobre en el buzón de mi casa. En él había metido las llaves de casa de mi abuela y una nota que simplemente decía: “Milagros ha muerto”. Me fui y ahí se terminaron de romper los lazos que aún me unían con mi familia.

En el Gin Bar del hotel de súper lujo solía interpretar One night with you, de Elvis Presley. Era mi dedicatoria especial para una chica, Sonia. Una de las camareras. Era mi canción favorita, y casi todas las noches la tocaba para ella, aunque también la escuchasen el resto de los clientes. Disfrutaba en mi papel de Freddie Folsom. Freddie era atrevido, desenvuelto, seguro de sí mismo. Un poco canalla. Cuando tocaba bajo su identidad me olvidaba de mis problemas y complejos.

****SINOPSIS****

Amelia, Sandra y Freddie son tres jóvenes veinteañeros que sobreviven como pueden en el corazón de Madrid en 2010. Mientras Sandra trata de buscar su sitio en un periódico donde la explotan a sabiendas de que la alternativa es la cola del paro, Amelia vive en un universo paralelo y patrocinado por sus padres, mientras divide su tiempo entre la redacción de una tesis doctoral e ir de cacería por los bares de Malasaña, en busca de su amor verdadero de las próximas 24 horas. Freddie, procedente de un hogar desestructurado y pianista de profesión, trata de ocultar como puede que lleva meses viviendo en la calle.

Cuando Freddie conoce a las dos amigas, cambiará la forma de ver la vida de los tres, planteando nuevas preguntas sobre la ética laboral, la dignidad del ser humano y un Madrid subterráneo con el que sólo tienen contacto los delincuentes y los servicios sociales. Son los meses anteriores al estallido del 15M, con la ocupación de la Puerta del Sol de Madrid, y en el ambiente flota un descontento creciente que estallará de un momento a otro.

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