VIAJES: «Al pueblo de ida y vuelta» Cap. 1

VIAJES: «Al pueblo de ida y vuelta» Cap. 1

joel lozada

05/02/2022

Al pueblo de ida y vuelta

Capítulo 1

De nuevo hacia Cañada. Cañada, sí. Un pueblo con su río seco y sus calles también secas y polvorientas que ocultan pasadas glorias. En realidad tan sólo para sus oriundos representan glorias y aunque alguien las pusiera en entredicho, la gente de Cañada seguiría creyendo en ellas. Son tan fieles creyentes que aún aseguran en nuestros días, que la imagen de su virgen sangra por los ojos, y ejecuta milagros.

Cañada a duras penas puede encontrarse en algunos mapas, sin embargo, como todos los pueblos de México, es fácil de encontrar para sus hijos. Este pueblito tiene un zócalo bastante bien arreglado, que se adorna para los días de fiesta.

No recuerdo la fecha del día de fiesta, sé que es en marzo. En cambio recuerdo cada noche de frío que he pasado en Cañada.

Allí, como en cualquier pueblo, el tiempo pasa lentamente. Tan fastidiosamente lento que la mejor distracción es emborracharse. Antes, se hacía con aguardiente y con pulque; ahora supongo que lo harán con tequila y cerveza.

En tiempos de mi abuela, mientras los hombres se embriagaban, las mujeres escuchaban el reloj de la plaza. Un fiel vigía del tiempo, que te recordaba cada cuarto de hora, lo lenta que resulta la vida en un pueblo. Las mujeres solían escuchar sin perder la oportunidad de explicar, a quienes lo ignoraban, que las primeras campanadas marcaban las horas. Luego de una pausa, la siguiente ronda de repiques, a lo más tres, anunciarían el cuarto, la media o los tres cuartos de hora.

Siempre me deprimió contar las campanadas en Cañada. Mirar algunas de sus construcciones de adobe abandonadas, unas veces secas y polvorientas; otras, húmedas y embarradas, pero siempre llenas de basura, no era muy divertido. Para alguien como yo, que ha vivido siempre en la gran ciudad, no hay cosa que provoque mayor malestar que ver paredes tapizadas con moho, hablando de vacío, de tristeza y abandono. Soledad. Eso es lo que sientes cuando no hay más qué hacer, que contar horas mientras esperas a que termine la noche fría de un velorio de pueblo. Así fue mi primera noche en Cañada.

A pesar de que odio ir a Cañada, ahora necesitaba volver a ese rancho. Ese pueblo luce cada vez más abandonado a pesar de que la oleada de modernidad le haya alcanzado y arrastrado. Hoy, sus mujeres no cuentan más las horas, ni usan sus hábiles manos para tejer rebosos. Ahora tejen frases jocosas sobre la touch screen de sus celulares, beben micheladas y asisten a bailes, y visten como cualquier mujer en cualquier parte del país. Tampoco les preocupará lo que podrán comer mañana, como antaño, sino que, pensarán en comer algo que no les haga perder la silueta.

Mis padres compartían mi sentir con respecto a la vida pueblerina. Mi madre, una vez que salió de su natal Puebla, no volvió jamás y mi padre, nacido en la capital, no gustaba de privarse de las comodidades propias de la metrópoli. Mis hermanos, odiaban todo lo que oliera a pueblo y se enorgullecían de escuchar música en inglés a todas horas. Así que la encomienda de escoltar a mi abuela hasta su pueblito, las más de las veces había recaído en mí.

Recuerdo perfectamente la última vez que visité Cañada. Luego de la primera hora del viaje de regreso, un tipo que se sentaba justo a mi lado, en el asiento que daba a la ventanilla, pensó que ya me habría dormido, así que le pareció buena idea deslizar su mano con cautela tratando de tocar mi entrepierna. Si me llamaran la atención aquellas cosas, hubiera sido el hombre más feliz del mundo, pero como tal no era el caso, se lo impedí salpicando mentadas de madre a discreción. Luego, tras un buen rato de camino y un montón de disculpas de su parte, trabé conversación con él. Finalmente resultó ser la única distracción que me hacía soportable aquel viaje.

-Tuve un maestro que era putón, dijo mi compañero de asiento. – Una vez me propuso que nos arregláramos. Así él me daría buena ropa, libros y dinero para gastar. Además de las palancas para exentar las materias que impartían sus colegas, “las locotas”. Un buen negocio. Todo a cambio de atender su jardín trasero.

Visto a las escasas luces que se encuentran por la carretera, el sujeto que me hablaba, era más bien de estatura baja, espaldas anchas y brazos cortos y robustos. Por las expresiones que usaba pude suponer que llevaba un tiempo considerable viviendo en la gran ciudad y por el tono de su voz se adivinaba, entre las sombras, un gesto alegre.

– ¿Entonces me dejarás verla? No quiero tocarla, ni mucho menos. Sólo ver que tan grande la tienes. Nada más.- atacó de nuevo.

Lo insistente que era aquel hombre, me recordó a los gatos del pueblo cuando mendigan comida, echando mano a sus irritantes maullidos, pero en particular me recordaba a aquel gato de mi tía Juana. Cada vez que Don Aurelio regresaba de las labores del campo y entraba en la casa, el gato se alborotaba. ¡Qué de risas me sacaba ver cuando el señor le gritaba!:

-¡Carne, carne!

El pobre animal enloquecía más y más. Maullaba desesperado y daba vueltas alrededor de la desvencijada mesa. Y yo, que era un cabrón, y además siempre tuve la habilidad, pronto me puse a imitar a Don Aurelio.

-¡Carne, carne!

El inocente gato vino corriendo hacia mí, en busca de un trozo de pollo.

¡Qué risa daba ver su estúpida cara!

Unas veces le tiraba pequeños trozos de carne, para que mantuviera la esperanza de recibir una buena pieza, además no quería que se aburriera y dejara de divertirme.

Le tiraba trocitos de pollo y él los atrapaba al vuelo con esa destreza que otorga el hambre. En Cañada había matanza en el rastro solamente los domingos, así que un bocado suculento y escaso nunca se despreciaba. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Ahora Cañada cuenta con un supermercado, varios pizzerías y hasta un par de restaurantes de comida rápida que expenden pollo frito estilo Kentuky y hamburguesas.

“Esas son porquerías”, decía mi padre. “Hasta los gringos lo dicen. Ellos prefieren las comidas naturales. Cero productos sintéticos o pesticidas. A nosotros nos dejan lo peor. Por ejemplo, se llevan las fresas que tienen el tamaño de un aguacate Hass, las mejores piñas, el mejor atún y en cambio nos mandan sus chingaderas. Y encima nos han metido en la cabeza eso de la planificación familiar. Claro, si las familias fueran tan numerosas como antes, ningún mexicano podría comer esa bazofia, a excepción de los burgueses”

Yo escuchaba los argumentos de mi padre, fascinado con su análisis que era mezcla de sociología con teoría de la conspiración al cincuenta por ciento.

Etiquetas: viajes

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