Aquel septiembre comencé el curso cargado de propósitos mal intencionados. Había decidido hacer frente al enrocamiento de mi madre en relación a la continuidad de mis estudios con diversas artes no muy lícitas. En concreto, me había focalizado en no hacer nada durante las clases, y cuando esto no me fuera posible, en caso de verme obligado, reconduciría la situación para ser invitado a abandonar el aula.

Mi desinterés era repartido por igual entre todas las materias. Ni siquiera educación física conseguía arrancarme el más mínimo entusiasmo. Era apático de raza, inapetente de postín, una suerte de sangre gorda en lo tocante al laboreo intelectual.

Hasta la mañana que cruzó el umbral de la puerta Doña Patricia, la sustituta de Don Pepe, de baja por todo el curso escolar. Su mala suerte, atropellado a las puertas del Centro por el patinete eléctrico del director, Don Eufrasio, fanático de los deportes de baja impedancia, determinó mi futuro.

Doña Patricia esbozaba siempre una sonrisa encantadora, pero era sobre todo cuando se acercaba y te susurraba muy cerquita, casi al oído, mientras una ráfaga de perfume dulzón aerosolizaba la zona, cuando quedabas atrapado en sus redes, cual insecto capturado en tela de araña.

Solía decir:

-Fernando, yo sé que tú eres capaz de hacerlo mucho mejor-y una especie de descomposición se apoderaba de mí. Un temblorcillo molesto revelaba mi estado de inquietud y una prestancia por acabar mis tareas de la mejor manera, derribaba mis murallas hasta ese instante inexpugnables.

Perdí batalla tras batalla hasta perder la guerra. Me derrotó un perfume, una sonrisa, un conjuro de bellas palabras a las que no supe cómo enfrentarme:

-Fernando, hazme el favor de leer la página cincuenta y siete del libro de lectura Senda.

Y yo, tartamudeando al principio, pero con ferviente devoción obedecía:

“¡Ay mísero de mí, ay, infelice!

Apurar, cielos, pretendo,

ya que me tratáis así…”

Y me veía reflejado en las lecturas, porque “¡ay mísero de mí, ay, infelice!, ¡que me estaba pasando!

Calderón me descubrió el verso y ella el amor no correspondido.

Puesta en antecedentes como supongo estaba, sobre mi pobre desempeño en el actual y en pasados cursos, propúsose atacarme por un flanco no defendido. Me atacó con proximidad y alevosía, haciéndome sentir el centro de su atención, el destinatario de sus lecturas.

Y descubrí a Neruda en sus labios, directo al fondo, cuando ya todo había caído.

“Me gustas cuando callas porque estás como ausente,

y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca…”

Y así siguió, un día tras otro. Y yo, ya no podía hacer nada para recuperar lo perdido, solo dejarme llevar cual prisionero de guerra, a la cárcel que había dispuesto para mí y que ya no abandonaría en el resto de mis días. Pero ya no estaba solo, me acompañaban ellos:

Benedetti

“Porque te tengo y no

porque te pienso

porque la noche está de ojos abiertos…”

Y Lope

“Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde y animoso…”

Y así, sin darme cuenta, enamorado hasta las trancas, descubrí un placer que antes me negaba. Busqué entre renglones, los más hermosos. Me perdí en lecturas extrañas para encontrar algo perfecto solo para ella.

Incluso ahora escribiendo estas líneas, después de tanto tiempo, viene a mi memoria el perfume dulzón, el timbre templado, la postura relajada libro en mano, recitando aquellos versos que cíclicamente me vienen a la mente.

Doña Patricia duró un curso, nueve meses escasos, tiempo suficiente para rescatarme de mi exilio autoimpuesto, de incitarme a la vida que no hubiera sido sin ella.

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