A Cosme “O Magancho” lo empezaron a echar en falta a los pocos días de finalizar las fiestas patronales. Lo extrañaban, sobre todo, los propietarios de ciertas tabernas del pueblo, quienes ahora se veían privados de las exquisitas truchas que habitualmente les suministraba. Era un reputado pescador aunque de todos era sabido que empleaba métodos que infringían de forma palmaria toda la normativa en vigor respecto a la pesca fluvial: ganchos dispuestos estratégicamente a lo largo del río, vertido de botellas de lejía, bombas caseras a base de piedra de carburo, redes de malla fina atravesadas en los tramos más estrechos, descargas eléctricas… amén de las capturas a mano, una practica habitual que realizaba sumergiéndose medio en cueros en las nocturnas aguas frías de todos los ríos y regatos del contorno.
A “O Magancho” lo encontraron una madrugada, rígido y cubierto de rocío, en medio de un carrizal a la orilla de un riacho. Su rostro conservaba todavía una mirada de estupor, con la boca y los ojos muy abiertos, como una macabra premonición de lo que iba a sucederle. Estaba desnudo de cintura para abajo, con los calzoncillos terrosos y unos raídos pantalones de pana gris atorados en los tobillos, y sus manos, colmadas de sabañones, atadas a la espalda con su propio cinturón de cuero desgastado. El extremo de uno de los dos largos cables colgados del tendido eléctrico que atravesaba el río por aquella zona, y que “O Magancho” aprovechaba para sus controvertidas artes piscatorias, estaba firmemente amarrado a sus testículos con varias vueltas de hilo de cobre pelado; el otro cable se mecía cerca de su pecho con la suave brisa matutina.
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Esa noche, al entrar Adolfo, en la taberna se hizo un profundo e incomodo silencio. Dentro, media docena de parroquianos se encontraban arracimados en torno a una estufa cilíndrica de hierro fundido en la que ardían unos gruesos troncos de encina. Se quitó los guantes de cuero así como el grueso chaquetón de piel de becerro, y le tendió todo a “Furabolos”, quien acudió solícito en cuanto lo vio traspasar el umbral.
Quienes mejor lo conocían, aseguraban que el propietario de la tasca, Eladio Souto “Furabolos”, era una persona muy sosegada y servicial; se decía que jamás había hecho nada que se le pudiera reprochar. No se conocía su edad –aunque él aseguraba tener cuarenta y tres años– ni el lugar de procedencia. Era de mediana estatura y complexión delgada. Su aspecto se podría definir como un híbrido entre arábigo y nórdico, tanto por el color ceniciento de su piel cuanto por el azul claro de sus ojos y el rubio intenso de su cabello lacio. Todo lo que de él se sabía era que un buen día apareció por la aldea y le compró a una viuda un local que pagó al contado. Después de unos meses de obras y con la ayuda incondicional de Adolfo, quien tuvo que “tocar” ciertos timbres para agilizar algunos trámites administrativos un tanto farragosos, abrió la única taberna de Carballeda. En la pared exterior de piedra sin enfoscar, justo encima de la puerta, clavó una alargada tabla de pino en la cual, con letras de purpurina dorada, muy brillantes y elaboradas, había escrito: Casa Souto – Bar, Restaurante y Pulpeira.
«Furabolos é de eiquí”, decían ahora los parroquianos, poniendo el mismo énfasis con que afirmaban que de allí también lo eran el lavadero viejo del río Castrapos, que discurría entre sauces al final de la aldea, o el pilón, ahora seco, donde antes abrevaba el ganado.
–– ¿Pasa algo, Souto? –Preguntó Adolfo, frunciendo el ceño ante aquel silencio repentino.
–– Esos –dijo “Furabolos” señalando con el mentón a la concurrencia ––que a veces hablan más de la cuenta.
–– ¿La maestra?
–– ¡La maestra!
Adolfo desplazó hacia un lado un alto taburete de madera y se situó de espaldas a la barra, con ambos codos apoyados en la misma. Una media sonrisa amarga se le dibujaba en el rostro.
–– ¡Bueno…, bueno! Dame un carajillo de “Fundador”, Souto.
A continuación, desde la distancia que los separaba y alzando ligeramente la voz, se dirigió a uno de los allí presentes:
–– ¿Cómo va lo de tu hija, Ramiro? Isaura me ha preguntado por ella hace unos días.
–– Tirando, don Adolfo ––contestó el interpelado, agachando la cabeza y rehuyendo las miradas inquisitivas de los demás acompañantes ––ya sabe usted como son estas cosas ––añadió.
–– ¿Y del que dicen que la forzó?, ¿se ha vuelto a saber algo? Se comenta por ahí que ella tampoco puso mucha… ¿cómo diría yo?… vamos, que no se resistió demasiado; ya sabes…, la gente habla; en estas aldeas de mierda la gente habla…, y habla…
Luego, con fingida sorpresa exclamó:
–– ¡Ah! ¿Pero estos no sabían nada?
A continuación apuró la bebida de un solo trago y carraspeó ruidosamente.
–– Apúntamelo, Souto, y ponle una ronda por mi cuenta a estos señores.
“Furabolos” le ofreció los guantes y le ayudó a ponerse la zamarra; Adolfo extrajo del bolsillo interior de la misma un sobre alargado que entregó al tabernero.
–– Cuando puedas se lo haces llegar a la maestra.
–– Pierda cuidado, en cuanto cierre aquí se lo llevo.
–– Gracias, Souto.
–– A mandar, don Adolfo.
Adolfo Raposo levantó la solapa del gabán y salió de la taberna, se ajustó los guantes y regresó de nuevo al pazo. Un viento frío y racheado le hacía entrecerrar los ojos en medio de la oscuridad de la noche. A pesar de que el camino, tantas veces recorrido, le era del todo familiar, la luz que aquella luna escasa proyectaba sobre los perfiles de los árboles, hacía que estos semejaran retazos humanos que avanzaban con cada paso que él daba. Por su cabeza desfilaban todos los acontecimientos sucedidos durante aquel día mientras pensaba en la organización de los eventos previstos para el domingo siguiente.
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De aquel pueblo gallego se podría decir que tenía de todo: tenía su casa consistorial construida con basta piedra de granito, en cuyo balcón, circundado por una robusta barandilla de forja color negro mate, ondeaban en obligada armonía la enseña nacional junto a la bandera de la Falange; tenía su iglesia parroquial, con una torre rectangular adosada a la izquierda de su fachada donde se cobijaban dos campanas de tamaño aceptable; tenía su juzgado de paz, algo que nadie sabía a ciencia cierta para que servía; porque en aquel pueblo hacía mucho tiempo que no había conflictos (o al menos no se quería reconocer que existían); allí reinaba una avenencia forzosa. Las escasas reyertas ocasionadas por hechos tales como el desplazamiento accidental de un mojón al arar una finca o la tala de un árbol limítrofe entre dos propiedades, solían concluir con el cráneo de uno de los litigantes hendido por un certero golpe de azada. En la mayoría de los casos el asunto se dirimía en la misma clínica local, de la cual el médico era el propietario y también hermano del alcalde del consistorio, quien a su vez era consuegro del secretario provincial del Movimiento, el cual era cuñado del juez de paz en cuestión, cuyo sobrino, además de ser alguacil municipal, regentaba el único negocio de pompas fúnebres de toda la comarca… y así hasta el infinito.
Este pueblo tenía también su indispensable cementerio, un campo de la feria donde se celebraba mercado todos los sábados impares, matadero propio y un parque de castaños centenarios dedicado a la memoria de un héroe local de la Guerra Civil quien, por fortuna para él, no vivió lo suficiente para contarlo, porque en ese caso su destino inevitable hubiera sido ––en el mejor de los escenarios–– un consejo de guerra sumarísimo (hay heridas en las que no conviene hurgar demasiado). Asimismo, este pueblo contaba con varias casas de comidas donde se preparaban unos enjundiosos platos caseros y en las que la charla era amena tanto entre los propios vecinos como con los forasteros. En alguna de ellas incluso se despotricaba ––con las debidas precauciones–– contra el Régimen; porque en este pueblo cualquier comentario fuera de lo “socialmente aceptable” llegaba inevitablemente a oídos del comandante de puesto de la Guardia Civil; ¡Si!, ¡Porque también este pueblo tenía su correspondiente casa-cuartel de la Benemérita!
Fue precisamente aquí adonde llegó meses atrás el sargento Honorio Sandoval, con el fin de relevar a un brigada bonachón (y un tanto pusilánime a juicio de sus muchos detractores) que había pasado a la reserva por cumplir la edad reglamentaria. Tal vez fuese casualidad o puede que un exceso de celo del controvertido sargento, pero desde su llegada mucho fue lo que cambió en lo que hasta entonces se consideraba un pueblo apacible. Pero a este sombrío sujeto nos referiremos con detalle mas adelante; diremos, de momento, que el sargento Sandoval era un tipo delgado, no muy alto pero de porte elegante. Caminaba siempre muy erguido, la mirada fija en un punto lejano del trayecto, abriendo mucho los pies en la puntera y acompasándose con un movimiento rítmico de los brazos. Su cabello castaño y exageradamente corto (que hacía innecesario el uso de peine) lo alisaba constantemente en las sienes con ambas manos. Tenía un bigotillo fino y recto, como una línea de carboncillo perfilada sobre su casi inexistente labio superior. Su mirada inquisitiva y penetrante fluía de unos acuosos ojillos grises que estaban siempre en continuo movimiento, incluso cuando miraba fijamente a su interlocutor. Sus manos pequeñas y sudorosas acompasaban continuamente el movimiento convulso de sus ojos, como si con ellos llevaran el compás de una misma melodía.
Por si esto no bastase, y en lo que a personajes ilustres se refiere, tenía también este pueblo su cura párroco, un veterinario, el farmacéutico y la inevitable saga de caciques cuya prole se diseminaba como una mala hierba por toda la comarca.
En lo referente a la enseñanza infantil, en Cospende ––que así se llamaba este pueblo con pretensiones de villa–– coexistían de los dos tipos: la enseñanza pública y la privada (o de pago), ambas para escolares de entre siete y once años. La primera estaba personificada en don Ángel, un maestro nacional que se había trasladado no hacía mucho tiempo desde Astorga. La escuela en la que impartía su magisterio estaba situada en la planta alta de un viejo caserón ubicado en la calle principal. La planta baja estaba reservada para vivienda del maestro; en ella había una cocina de leña, de hierro fundido y tiro infernal, que cada vez que se encendía dejaba la casa colmada de humo; el resto del habitáculo lo componían dos dormitorios y un comedor de reducidas dimensiones cuyo mobiliario se reducía a un aparador de castaño, una mesa camilla y cuatro destartaladas sillas de pino. A la escuela ––una estancia alargada con dos ventanales en una de las paredes y un entarimado de madera de eucalipto que crujía a cada paso amenazando con venirse abajo en cualquier momento–– se accedía por una escalera de piedra situada en la parte exterior de la casa.
Era don Ángel una figura flaca y encorvada que rondaba los treinta y cinco años y sufría con resignación una calvicie prematura. Vivía solo y de su vida privada poco o nada se sabía; era de carácter más bien huraño y apenas hacía vida social. De cuando en cuando, en mitad de las clases, abandonaba el aula y bajaba a la vivienda a descabezar un sueño; luego reaparecía mascando ruidosamente un bocado de cualquier cosa, contraviniendo así las estrictas normas de urbanidad que tanto pregonaba a sus alumnos. No disimulaba su aversión hacia el idioma gallego, hasta el punto de que si en su clase alguien era pillado hablando “esa lengua de palurdos”, el infortunado era severamente reprendido y castigado con alguna de sus tantas refinadas formas de tortura: un fuerte tirón de pelo en la patilla, un par de golpes secos propinados con una basta regla de madera en la yema de los dedos…
Si este sujeto era el fiel reflejo de la educación pública de entonces, doña Aurora, la mujer del farmacéutico, lo era en lo que a la enseñanza de pago se refiere. Compartía con don Ángel el axioma irrefutable de que “la letra con sangre entra”, pero ella lo llevaba, casi a diario, hasta límites extremos.
Regordeta y no muy alta, hacía tiempo que había cumplido los cuarenta años; de labios finos, el cuello con una considerable doble papada, las gafas graduadas siempre en el abismo de su nariz aquilina, y sus largas y encorvadas uñas invariablemente pintadas de un rojo muy intenso. Casi siempre vestía una bata de color verde chillón, con las iniciales A.P. bordadas en amarillo en la parte izquierda de su voluminoso busto.
A esta escuela, situada en un local anejo a la rebotica de su marido y a la que se accedía atravesando el jardín trasero, acudía, en varios turnos a lo largo del día, lo más variopinto de la chiquillería de Cospende y aldeas aledañas. Los que eran admitidos por primera vez en sus dominios debían de aportar, además del material escolar que doña Aurora estipulaba, su propia banqueta para sentarse. El mobiliario de la minúscula estancia estaba compuesto por media docena de mesas de distintas formas, tamaños y alturas. El orden de colocación de los alumnos variaba en función del humor de la maestra: el educando que un día estaba sentado en la esquina más alejada podía estar al siguiente, para su desventura, al alcance de su flexible vara de abedul que ––siempre siguiendo la variable de su humor–– le podía caer en cualquier parte de su anatomía, en el momento más inesperado y por el motivo más irrelevante.
Las paredes de la estancia eran de azul oscuro hasta media altura, y el resto estaba pintado de color blanco. La única decoración de aquella sala consistía en un pequeño crucifijo de latón colocado sobre el dintel de la puerta de entrada, un mapa de la península Ibérica enmarcado por unos listones de madera de pino sin pintar, y en la pared opuesta una pizarra de color negro y dimensiones considerables. Al mapa le habían cortado de forma burda ––nunca se supo el porqué–– la parte correspondiente a Portugal (aún se podía ver algún pequeño trozo del país vecino en la zona colindante con Badajoz). A la pared de la que colgaba la pizarra los escolares le llamaban “el muro de la tortura”, porque era en ese lugar donde doña Aurora ponía de manifiesto, con abrumadora saña, sus instintos más perversos. A esa pizarra acudían, como becerros al matadero, todos y cada uno de sus escolares; era la prueba de fuego de sus métodos de enseñanza; aproximarse a ella para resolver un problema aritmético, escribir unos versos o desmigajar una oración gramatical, significaba la renuncia expresa al instinto de supervivencia, que perdía frente a aquella negrura toda su razón de ser. Era una lucha entre el si y el no, porque nadie sabía lo que iba a pasar en el instante siguiente al que doña Aurora nombraba al “reo” para que se acercara a la negra pizarra.
El que sí lo sabía ––para su desdicha–– era Martiño. Cuando la maestra pronunciaba su nombre este palidecía repentinamente, se levantaba con resignación y avanzaba lentamente arrastrando los pies hasta llegar al “muro”. Una vez allí, de cara a la pizarra, se quedaba inmóvil, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y la mente en el blanco más absoluto ante el ejercicio que doña Aurora le requería. Entonces, toda la clase enmudecía cuando la sádica enseñante, soltando un bramido y con las gafas en precario equilibrio sobre la punta de su nariz ganchuda, empuñaba la vara y, hecha un basilisco, avanzaba en dirección a su presa…
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La vida de Cosme “O Magancho” nunca fue fácil, como suele suceder con todos los desprotegidos y los pobres de solemnidad. Ni siquiera lo fue en el mismo instante de su nacimiento. Su madre, soltera y obligada a prostituirse desde la pubertad, lo parió sin más ayuda que la de una vecina que por pura casualidad se encontraba en su chabola en aquel preciso momento, y que se vio obligada a oficiar de improvisada partera. Al tiempo que ella sufría unas dolorosas convulsiones, “O Magancho” vino al mundo desleído en una hemorragia pertinaz, la misma sangría que hora y media después arrambló con la vida de su madre, sobre aquel mismo jergón infame relleno de paja y chinches, arrojado sobre el mismo piso de tierra donde siete meses antes fue engendrado.
El siguiente peldaño de la empinada escalera de su vida lo comenzó a subir, a trompicones, cuando a la mañana siguiente, muy temprano, lo despacharon para el hospicio.
SINOPSIS.
Adela es una joven palentina, maestra de escuela y con un pasado turbio y reciente del que intenta huir a toda costa. Con este fin solicita, a principios de los años sesenta, época en que transcurre esta historia, una plaza vacante en una escuela de nueva apertura, ubicada en una aldea remota perteneciente a un pequeño pueblo de Galicia. Es en esta aldea donde conocerá a Adolfo Raposo, un acaudalado terrateniente y respetado cacique local. A partir de su llegada se producen una serie de acontecimientos que cambiarán para siempre la vida cotidiana de ese pequeño núcleo rural; unos hechos insólitos que investiga un sombrío sargento de la Guardia Civil, recientemente incorporado como comandante de puesto de la Benemérita, y que en ocasiones emplea ciertos métodos de trabajo muy poco ortodoxos.
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