Cuando era más joven y se hablaba sobre la distancia en casa, siempre pensé que se referían a una brecha interestelar; por ejemplo, cuando decían “es que hay mucha distancia entre lo que está bien en Francia o en China” ese hueco entre la Francia y la China siempre lo pensé como una distancia espacial, creía que Francia y China eran planetas. Tenía seis años, pero a esa edad ya había visto imágenes sorprendentes del mundo galáctico.

Mi padre me enseñó el nombre de algunas constelaciones (Andrómeda, Antlina, Apus, Aries, Bootes, Cáncer, Canis maior, Canis Minor, Cassiopeia, Centaurus, Cornoa Borealis, Libra, Lupus, Ursa Maior, Ursa Minor, Taurus), pero de todas Andrómeda fue la que más llamó mi atención porque, además, había un diccionario mitológico en casa que era muy usado por mi hermano para sus estudios y supe que Andrómeda también era una princesa de Etiopia de quien Perseo se enamoró al regresar de su enfrentamiento con la Gorgona y por quien Poseidón castigó las costas de aquel país. Es también la galaxia más cercana a la Vía láctea y se caracteriza por ser una galaxia espiral barrada, igual que la nuestra y se encuentra a medio camino en su evolución, como la nuestra.

Se le llama barrada porque en su centro tiene una barra de estrellas que se extiende a ambos lados del núcleo y se une a la estructura de los brazos en espiral, como la distancia que hay entre Francia y China. Por aquella época me parecía que cuando alguien hablaba de distancia se referían a esto, a los conjuntos de estrellas que hay en cada uno, extendiendo brazos estelares a cada extremo desde el centro, pero formando espirales que, de todos modos, pertenecen a la misma estructura.

Andrómeda me permitió reconocer cuáles eran las verdaderas distancias que me separaban del resto del mundo. Comprendí que eran muchas, pero también encontré que existían formas de acortarlas: vínculos, les llaman, como el mecate que mi abuela colgaba de un lado a otro en el patio para tender su ropa o las venas por donde corre la sangre del cuerpo. Pues bien, el primer vínculo tendido para acortar la distancia que usé fue Hi5, en realidad también había otros como metroflog, ahora diríamos que está Facebook, pero antes de una red mundial como esta los vínculos se tendían de más cerca; por ejemplo, con los amigos de la escuela, o vecinos.

En fin, Hi5 fue la primera plataforma que usé para conectarme con quienes fueron mis amigos en la secundaria y que en aquel momento –el tiempo de la preparatoria –se habían ido a otro lado. Además, el MSN de Microsoft me facilitó la entrada al mundo de la hiperconexión. Abrir tu cuenta cada tarde después de la escuela para conversar con los mismos amigos que viste a la cara durante todo el día creaba otros vínculos, no importaba si no había algo que decir o si el espacio que se construía para interactuar estaba sujeto a las condescendencias de otros, lo importante era la conexión, el vínculo.

Era otra forma de coexistir, no al margen ni tampoco en rebeldía, sino creativamente con el mundo real porque éste nos perseguía incluso al conectarnos y, sobre todo, al elegir una foto de perfil. ¿Proto Facebook? Seguramente hay otros antecedentes, pero las opciones que tenía para vincularme con los otros me ofrecían espacios para la interacción constante, tan constante que se convirtieron en otro modo de definirme y en mi único modo de estar.

Abandoné mi corporeidad rápidamente. La posibilidad de la conexión se convirtió, con el paso del tiempo, en una necesidad. Mis perfiles fueron generando charcos de proyección de mí o de buena parte de mí para albergar otras formas de estar que estuvieran asociadas conmigo. La experiencia del tacto pasó a convertirse en una experiencia del mirar, pocas veces del escuchar porque no me gustaba grabar notas de voz. Odié la posibilidad de la exclusión en un mundo tan basto como las redes de Andrómeda, así que me aferré a la sustitución de mi composición orgánica por una menos perecedera.

Me convertí en una versión de la barrada Andrómeda, una pequeña constelación con tentáculos extendidos por cada perfil abierto. Suplanté los rasgos de mi rostro heredados de mi madre por la memoria caché y el registro de actividad. Detesté los filtros, pero los asumí como el velo de polvo y mugre que se acumula con el tiempo en cualquier ventana para mostrarme aviesa frente a otros. Mi cuerpo empezó a cuartearse, se vio atravesado por la fluidez de las palabras que iban y venían. Poco a poco iba surgiendo hilo tras hilo hasta tejer una madeja de palabras infinitas. Los nuevos vínculos crecían sin detenerse, empezaron a ir de un lado a otro. Se formó un cúmulo de gas, polvo y miles de millones de estrellas. Se formaron también sistemas solares agrupados gracias a la gravedad de mi núcleo.

Ahora, pasado el tiempo, se han unido a mi otros hilos, más lejanos. Juntos dejamos de pertenecer a los cuerpos que transpiran y duermen. Ahora nos movemos como fluidos, generamos órbitas nuevas, también conservamos otras por aquello de la tarea arqueológica. Cuando empiecen a buscarnos, la basura hipervincular que soltamos será el rastro para narrar historias sobre nosotros, las nuevas Andrómeda.

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