Clara sin respuestas

1952, Buenos Aires. Julio se presentaba gris, frío y lluvioso. Todo el país vivía al pie de las noticias, partes horarios sobre la salud de la primera dama que se emitían por radio y televisión. Evita agonizaba aquejada de un cáncer terminal que en breve se la llevaría a la tumba. La gente se movilizaba hacia la Capital. Todos querían estar presentes en su entierro que se esperaba multitudinario. El desconsuelo se palpaba en las calles, en los bares, en las casas, en las escuelas. Era el tema que ocupaba al país, paralizado por los acontecimientos que se sucedían muy deprisa. Ayer nadie sabía que Evita estaba enferma, hoy les dicen que su muerte es inminente. La noticia había caído como un tsunami sobre la sociedad argentina, arrebatándoles sin previo aviso a su ídolo por antonomasia.

A Fernando este tema le preocupaba poco. Él había sido siempre antiperonista yla demagogia populista de la política llevada a cabo por Evita, le repugnaba. Pensaba que tal vez su muerte presagiase el fin del gobierno del General, una perspectiva que lo alegraba. Sumido en esos pensamientos caminaba a buen paso hacia la clínica donde estaba internada su mujer a punto de dar a luz a su segundo hijo. En la esquina compró un ramo de flores para no llegar con las manos vacías. En su interior albergaba la esperanza, que no la certeza, de que esta vez sería un varón. El primero había sido niña, Matilde, así que ahora le tocaba al niño. Se llamaría Sebastián.

Cuando llegó a la clínica y entró en el edificio no pudo evitar fruncir la nariz, el olor y el ambiente de los hospitales le desagradaban profundamente. Incómodo, subió en el ascensor y nada más llegar a la planta de obstetricia, la enfermera le dijo que su señora y el bebé ya estaban en la habitación 19 del primer piso. No tener que esperar lo tomó por una buena señal.

Bajó al primero por las escaleras y, decidido, entró en la habitación esbozando una sonrisa. Elena, apenas lo vio, sólo dijo tres palabras: “lo siento, Fernando”. Perplejo, parado al lado de la cama y sin poder dar crédito a lo que acaba de oír, la miró con desprecio, echó un vistazo rápido sobre la cuna, dejó las flores sobre la mesa, se giró y se marchó dando un portazo. ¡No lo podía creer! Por segunda vez era padre de una niña. Su frustración era inmensa. Con un enfado monumentalsalió a Callao echando leches en busca de un taxi.

En la calle soplaba un viento gélido y una fina garua caía callada. El frío lo calaba hasta los huesos. Fernando se subió las solapas del abrigo, se ajustó bien el sombrero, encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada. En ese momento solo quería una cosa, olvidar. “Al Richmond de Florida”, le pidió al chófer en cuanto el taxi paró. No sabía si necesitaba un espresso o un whisky, solo sabía que quería dejar de pensar.

Apenas habían circulado unos metros, el chófer alzó el volumen de la radio para escuchar el parte oficial. Todo seguía igual. Acabado el parte, volvió a bajar el volumen y mirando por el retrovisor dijo con tono compungido: “se nos va la señora, se nos muere” y un grueso lagrimón le rodó por la mejilla. Fernando siguió callado, encendió otro cigarrillo y mirando por la ventanilla ignoró el comentario. No quería entrar en diálogo con ese sujeto, era lo último de lo que querría hablar en ese momento. La carrera no era larga y por fin se detuvieron en Florida esquina Corrientes. Fernando pagó y rápidamente bajó del auto y entró corriendo en la cafetería. El Richmond le encantaba. Aún no había mucha gente, normal, pensó, la aristocracia argentina recién llegaba para el aperitivo.

La Cafetería Richmond era su refugio, su bar, su billar, su centro del universo, allí se sentía mejor que en su casa. No había un día que no se pasase unas horas alternando en ella. Se acercó a la barra,pidió un café y mientras lo bebía y se fumaba otro cigarrillo, no perdía de vista la puerta de entrada, esperando ansioso, a que llegase de un momento a otro su mejor amigo, Peter Handley. Peter era un terrateniente de origen inglés con estancias en la Patagonia. Un hombre de mucho dinero al que Fernando admiraba. Aunque Peter era bastante mayor que él (que acaba de cumplir 24 años) no fue un impedimento, para que desde la primera vez que lo vio jugar al billar, le cayera bien, lo adoptaracomo a un hijo y lo introdujera en el ambiente al que Fernando por su origen no pertenecía. Entre ellos hablaban en inglés, idioma que “el pibe” dominaba a la perfección. Se puede decir que con el roce diario se habían hecho amigos.

La Cafetería Richmond era un clásico de la intelectualidad porteña anti gobierno. Fundada en 1917 y diseñada por el arquitecto belga Jules Dormal (quien, entre otros trabajos, legó a la Argentina el Teatro Colón), enseguida se transformó en el centro favorito de la clase alta porteña. Los materiales para su decoración fueron traídos de todo el mundo expresamente para la ocasión. La boiserie se hizo con roble de Eslovenia, las arañas de bronce y opalina fueron importadas de Holanda, las sillas y sillones estilo Chesterfield fueron tapizados en fino cuero argentino, los cuadros en las paredes y la madera, alternando con espejos, completaron un ambiente de lujo al mejor estilo británico. La cafetería era el sitio de reunión del Grupo Florida, conocidos también como “los martinfierristas” ya que fue en la Cafetería Richmond donde se presentó por primera vez la Revista Cultural Martín Fierro, en el año 1924. Este grupo ideológicamente opuesto al Grupo Boedo, ubicado en el barrio de los obreros que reunía a los artistas y pensadores de izquierda, estaba integrado por los más grandes escritores de la época y otras figuras destacadas de las artes y la aristocracia argentina. Allí estaban Jorge Luis Borges, Ricardo Güiraldes, Oliverio Girondo, Norah Lange, Leopoldo Marechal, Norah Borges entre otros y contaban con la presencia tutelar de Macedonio Fernandez. Allí se reunían, se armaban tertulias, discutían, se preparaban los borradores para los artículos de la próxima revista. Un mundo, para Fernando, fascinante.

Apenas terminó su café vio entrar a Peter, tan elegante como siempre.

—Hola pibe, ¿Qué cara de muerto hacés? ¿Qué te pasa? —le preguntó dándole unas palmaditas en el hombro. Fernando aprovechó la oportunidad que le brindaba para contarle el motivo de su desgracia. ¡Otra vez su mujer había parido una niña! Estaba claro que nunca llegaría a ser padre de verdad, “ya sabés, padre se es de un hijo varón y no de mujercitas”.

—Dos whiskys con hielo, Jaime, —pidió Peter al camarero—. Uno acá, para el señor, que ha sido padre por segunda vez y eso hay que festejarlo. ¡Salud! Fernando, arriba ese ánimo, sos tan joven que ya te llegará el deseado varón, quedate tranquilo. —Brindaron y bebieron el whisky en silencio. De repente Peter le dijo—: ¿tenés algo que hacer?, porque si no tenés nada importante que hacer, me podés acompañar a Ezeiza, así, de paso, pensás en otra cosa y te distraés. Tengo que ir a buscar a dos amigas francesas a las que he invitado a pasar unos meses en la estancia. Llegan a las cuatro. ¿Qué tal tu francés?

—Horrible, la verdad, pero me defiendo —contestó y sin pensarlo más agregó—: dale, te acompaño, tenés razón, necesito distraerme un poco.

Una hora más tarde ambos salían achispados de la cafetería Richmond y partían rumbo al aeropuerto, charlando de lo más animados de cualquier cosa.

Ese encuentro casual con Peter, la propuesta de acompañarlo al aeropuerto, la llegada de París de las dos francesas, jóvenes y hermosas, el cambio de ruta repentino que propuso Peter (sobre la marcha decidió cambiar el rumbo y viajar directamente a la estancia en lugar de volver al centro), todas esas circunstancias azarosas, fueron en definitiva las causantes del cambio radical que sufriría Fernando en su existencia. Podemos decir, que en su vida, hubo un antes y un después de este aciago día de julio.

Fernando viajó a la Patagonia, se instaló en la estancia de Peter, comenzó una relación apasionada con Marlen y se quedó seis meses. En todo ese tiempo no mandó ni una señal de vida a su mujer ni a sus padres ni a sus amigos. Se borró del mapa, como se dice vulgarmente. Medio año se lo pasó viviendo a lo grande, disfrutando su lujuria sin ningún tipo de remordimiento ni culpa. Pasarían años antes de que volviera a ver a su hija y a su mujer, Elena, no la volvería a ver nunca más. Claro que él, en aquel momento, todo eso ni lo sospechaba.

Mientras tanto, en los siete días reglamentarios de reposo posparto que Elena pasó en la clínica no había recibido ni una visita ni una llamada de nadie. El lunes le dieron el alta. Con su niña en brazos, a la que le había dado el nombre de Clara, y su pequeña maleta, pidió un taxi y se dirigió a su domicilio.

Una vez en casa, un vistazo general le bastó para comprender que Fernando no había dormido allí en toda la semana. Dejó a la niña en su cuna, se preparó un café y cogió el teléfono para llamar a sus suegros, pensando que, con toda seguridad, su marido estaría en casa de sus padres. Le respondió Julián, el padre de Fernando, sorprendido por su llamada. No, Fernando no estaba allí y hacía más de diez días que no sabían nada de él. Luego, le preguntó por el nacimiento y le deseó mucha suerte con la nueva hija.

¡Qué raro! ¿Dónde estaría metido? Elena no tenía idea. Llamó entonces a su hermana mayor (que era la que se había encargado de su hija Matilde mientras ella estaba en el hospital). Enriqueta se disculpó por no haber ido a visitarla, pero le había sido imposible, Matilde estaba bien, no había habido ningún problema. De Fernando tampoco sabía nada. Elena quedó con su hermana en ir a su casa al día siguiente. Cansada, decidió meterse en la cama y dormir un poco. Más tarde o más temprano Fernando daría señales de vida.

Clara la despertó al anochecer y ya no durmieron más hasta el alba. Clara había nacido con el sueño cambiado, de día era un ángel dormido y de noche pegaba la lata hasta el amanecer. El pediatra le había dicho que no se preocupara por eso, que encendiera muchas luces por la noche y oscureciera las ventanaspor las mañanas y vería como la niña, poco a poco, cogía el sueño normal. Cuando volvió a abrir los ojos era mediodía. Llamó a Eduardo, íntimo amigo de Fernando, con la esperanza de que él supiera sobre su paradero. Pero tampoco sabía nada desde hacía más de diez días. Un misterio. Quedaron que Eduardo la recogería con el auto al mediodía del día siguiente, para llevarla a la finca de sus padres en Monte Grande, donde la esperaba su madre, su hermana y su hija Matilde, que apenas tenía once meses.

Como lo habían acordado, salieron de la capital el martes alrededor de las doce del mediodía. Les costó cruzar el centro, abarrotado como estaba de gente que se desplazaba en silencio hacia la Plaza de Mayo, en espera de los partes médicos oficiales. Después, los 28 kilómetros hasta Monte Grande fueron fluidos, porque el tráfico se atascaba en la dirección contraria. Eduardo no quiso quedarse a cenar, dijo que prefería volver de día al centro. Prometió que, si se enteraba de algo respecto a Fernando, la llamaría inmediatamente.

El encuentro con su familia le hizo bien, además, estar en casa de sus padres le daba seguridad, le hacía sentirse protegida. Eso era justamente lo que más necesitaba en esos momentos.

Mientras preparaban la mesa para la cena, escucharon por la radio:

la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación tiene el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la Señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación. Los restos de la Señora Eva Perón serán conducidos mañana, en horas de la mañana, al Ministerio de Trabajo y Previsión, donde se instalará la capilla ardiente…

—Bueno, ¡por fin! —exclamó Enriqueta—, una pena, tan joven, pero mejor, así ha dejado de sufrir, —y agregó—: la capital va a ser un desastre, mejor que te quedes aquí hasta que la entierren. ¿Qué vas a hacer sola con las dos niñas en tu piso?

La muerte de Evita, conmocionó al país. La CGT declaró tres días de paro y el gobierno estableció un duelo nacional de 30 días. El cuerpo de Evita fue velado en la Secretaría de Trabajo y Previsión hasta el 9 de agosto que se lo trasladó al Congreso de la Nación para recibir los honores oficiales y, luego, otra vez a la CGT. La procesión fue seguida por más de dos millones de personas, a su paso llovían flores de las ventanas y balcones cercanos.

Cuando había pasado un mes desde el nacimiento de Clara, Elena decidió regresar a la Capital. Quería pasar por el Richmond de Florida, porque allí, seguro, alguien sabría algo de Fernando. Fue dos veces a distintas horas, pero no tuvo suerte. No encontró a Peter y los demás habituales coincidían en decir que hacía como un mes que no aparecía. Jaime, el camarero que atendía la barra, incluso le dijo: “no se preocupe señora, que seguro cuando acabe todo este circo en la ciudad, vuelve”.

Elena estaba desolada. No sabía qué pensar, ni a quién o a dónde acudir para encontrar una respuesta o un poco de consuelo. Regresó a su departamento y llamó a su hermana para decirle que se quedaba unos días en la Capital. Aunque Enriqueta protestó, terminó haciéndolo. Fatal decisión, ya que al día siguiente, tocaron el timbre y cuando corriendo fue a abrir la puerta, pensando que por fin sería Fernando, se encontró con dos policías que venían con una orden judicial para detenerla, acusándola de complicidad en el negocio fraudulento de venta de televisores, llevado a cabo por la sociedad registrada a nombre de su esposo, en ese momento convicto de la justicia. ¡No lo podía creer! Encima ¡este lío!, no salía de su indignación y de su asombro. No cupieron las protestas, ese mismo día terminó en el calabozo de la penitenciaría de Devoto, atendida por un abogado de oficio, que tardó varios meses en demostrar su inocencia y conseguir su libertad.

Cuando salió de la cárcel, se encontró con un panorama desolador. Su hermana había llevado a las niñas a casa de los abuelos paternos. Después del fallecimiento repentino de su madre, le había sido imposible seguir cuidando de sus sobrinas. Elena llamó inmediatamente a sus suegros por teléfono, pero estos le dijeron que las niñas estaban a buen recaudo y que no insistiera más, que no volvería a ver a sus hijas. Que ni ella ni Fernando, del que seguían sin tener noticias, estaban capacitados para ser padres. Ellos ya habían tomado las medidas necesarias para proteger a las niñas. Y Julián le cortó la comunicación.

Así fue como Elena perdió a sus hijas de vista para siempre. Todos los intentos posteriores de localizarlas o verlas, cayeron en el vacío. Sus suegros, que eran los únicos que sabían de su paradero, no se lo dijeron nunca y le prohibieron que siguiera molestándolos con sus exigencias. No hubo nada que hacer. Si llamaba por teléfono, cortaban la comunicación sin responder; si iba por la casa, no le abrían la puerta. No se atrevió a hacer una denuncia policial pensando que con sus antecedentes penales poco iban a hacer por ella.

Elena, a sus 24 años, comprendió de repente que lo había perdido todo. A su madre, a su marido, el piso donde vivían, las hijas, el trabajo y los amigos. Se sentía terriblemente sola, abandonada, triste y sin dinero, perdida en una ciudad sumida en el caos. Todas esas circunstancias adversas sumieron a Elena en una depresión.

Sinopsis

Clara es abandonada por el padre el mismo día de su nacimiento y por su madre, semanas después. Crece lejos de ellos, pasando primero por un colegio pupilo de monjas y luego por diferentes tutores.Convencida, ya en su adolescencia, de que su madre sigue viva (en contra de la opinión de todos, que la daban por muerta) emprende su búsqueda. Toda una azarosa aventura llena de dificultades, donde la suerte parece estar finalmente de su lado, aunque Clara duda haber encontrado las respuestas que buscaba y siente que todos le mienten y lo que es peor, descubre que se mienten a sí mismos. Un viaje por la inconsciencia de nuestras vidas.

Marisol Calvelo Storni

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