La mitología cubana no ha desaparecido (2 parte)

La mitología cubana no ha desaparecido (2 parte)

Zuzart

12/12/2021

La roba almas

La pelota entró por uno de los ventanales de la casa. Los dos adolescentes se detuvieron frente a la estructura de madera antigua: los cimientos estaban sumergidos en yerbas y enredaderas que se abrían pasó entre las tablas. El lugar era desolado, único en aquel paraje inhóspito lleno de árboles. Los adolescentes se miraron.

─ ¿¡No pudiste batear más duro!? ─reprochó Orlando: un chico obeso con pecas en la cara.

─ ¿Lo echamos a piedra papel o tijeras? ─preguntó David: un muchacho delgado y mulato.

─Ni lo sueñes, tú fuiste el que bateó, así que tú vas a entrar.

David volvió a mirar la casa: las paredes estaban caídas hacia la derecha como si no tuvieran un soporte firme para mantenerse erguidas. La entrada estaba cubierta de hojas y arbustos que impedían mirar hacia dentro. El mulato tragó saliva. Sus ojos carmelitas se iban llenando de miedo mientras caminaba hacia la entrada. Se detuvo al ver numerosos arañazos en las tablas ocultados por las yerbas. Era como si un animal de enormes garras hubiera entrado en ese lugar. David se estremeció. Miró a Orlando y desde el umbral le dijo:

─Si oyes que grito ¿entrarás a ver qué sucede?

─No, porque de seguro gritas por cualquier cosa y no me vas a enredar. ¿Qué puede haber en esa casa? No seas marica y entra, que no tenemos todo el día.

Le recorrió un escalofrió por los huesos cuando penetró en la abandonada casa. Las olas de silencio y el aire putrefacto se elevaban llenos de intriga. La muerte, para David, asechaba en cada tabla de aquel extraño lugar. Un pasillo se adelantaba a sus pasos. La casa era más grande de lo que él pensaba, y al final del pasillo como si fuera una trampa, reposaba su pelota. El sol se colaba por algunos huecos de las tablas alumbrando tenue una morada llena de intriga y espanto: telarañas por doquier, sillones sin tela, cuadros despintados, estanterías vacías y rotas.

David caminó presuroso, pero antes de que pudiera llegar a coger la pelota un gato surgió de la nada y la aferró entre sus garras. El felino era extraño, su mirada escondía secretos, esos ojos amarillos y negros daban la sensación de observar el alma. David hizo gestos con la mano para espantar al animal, pero solo obtuvo una respuesta de odio, de esas que hacen los gatos cuando se sienten amenazados. Desprendió una tabla y se propuso atacar al felino, que al percibir la amenaza salió huyendo con la pelota en su boca hacia una de las habitaciones.

El mulato empujo la puerta lentamente produciendo un chirrido irregular, como el de las bisagras oxidadas. Dentro un escalofrió inaudito le colmó los huesos. El felino estaba lamiéndose en la penumbra del cuarto. En las esquinas había dos estantes llenos de polvo y telarañas, unas ventanas tapizadas con cartones, y una chimenea que no se prendía hace mucho tiempo. David sobrepaso el umbral y se acercó al felino, que está vez no opuso resistencia y le entregó la pelota. El muchacho atónito soltó la tabla. Entonces se propuso salir cuando la puerta se cerró. David estaba atrapado. La chimenea se encendió, y una figura estrambótica apareció en la esquina cerca de la estantería, envuelta en ropas sucias, que tapaban su rostro y cuerpo. Aquel ente era el odio encarnado en forma de… monstruo. David comenzó a dar gritos golpeando la puerta hasta sentirse desfallecer. Cayó colapsado llorando. No se atrevía mirar esa cosa.

─ ¡Déjame salir, déjame salir! ─gritó de pronto en un arrebato de locura con pocas fuerzas.

─ ¿Por qué tanto apuro, chico? Puede que devore tu alma y quedes atrapado aquí para siempre, como muchos antes que tú ─comentó una voz endeble. Y en la habitación se escucharon lamentos de otros muchachos.

─ ¡Por favor déjeme salir, no he hecho nada malo, soy un buen muchacho, solo vine a buscar mi pelota! ─suplicaba el chico.

─ ¿No eres malo? Déjame a mí juzgar eso ─dijo aquella voz llena de odio.

David sintió los pasos lentos de aquella alma en pena recorrer la estancia. Cerró los ojos. Percibió como se iba acercando. Los pasos se detuvieron a unos centímetros de él, tan cerca, que pudo respirar el aliento putrefacto que exhalaba el espectro. Unas manos huesudas le tocaron el hombro. David no contuvo sus ojos, las ganas de mirar fueron muy fuertes, entonces la vio: mitad animal y mitad esqueleto. Su parte animal era la cabeza de un gato, el mismo felino que cogió su pelota, ahora mirándolo desde el cuerpo de una anciana, en parte con piel, en otras partes su piel era quemada y en otras partes solo hueso. De su trasero sobresalía una cola. David cayó desmayado de terror.

Despertó en el hospital. Orlandito estaba con él. El mulato le preguntó qué había pasado.

─Vi que no salías y entre a buscarte, te encontré desmayado en una habitación vacía, con la pelota. ¿Qué te pasó?

Por más que intentaba recordarlo, David no podía.

─No lo recuerdo.

─Seguro que fue por el miedo ─comentó Orlando sonriendo.

En la ventana del hospital donde los adolescentes reían el gato miraba a Orlando, clavándole los ojos encima.


La Madre

Hace muchos años en un pueblo de Mayabeque existió una madre dedicada a su hijo. Se dice que una noche su esposo, que era alcohólico y violento entró en esa casa, borracho por supuesto, pidiéndole explicaciones a su mujer de porque lo había dejado. Entonces se enteró que la madre estaba viéndose con su hermano y que se amaban. Eso llevó al desquicio al ex marido y terminó agarrando un cuchillo y cortándole la garganta. El ex esposo, estimulado por la sangre, con la cabeza llena de odio subió al cuarto del niño, que dormía plácidamente junto al padrastro; tuvieron suerte que el asesino chocara con la puerta antes de entrar, el ruido llevó al hermano a abrir los ojos, y al ver la escena: el hombre con un cuchillo lleno de sangre; reaccionó de manera rápida cogiendo la mesa de noche y lanzándosela. Las pasaron en cuestiones de segundos. El padrastro logró derribar al agresor, cogió al niño y saltaron ambos por la ventana del segundo piso: cuando cayeron el ruido despertó al vecindario. El padrastro recibió la mayoría de los daños, y tuvo suerte de quedarse con vida.

El ex marido se dio prófugo a la justicia, y estuvieron tres días buscándolo hasta que lo encontraron muerto, ahorcado en una ceiba con una nota a sus pies que decía:

¡Ella me persigue! ¡No se va! ¡Todas las noches viene aquí! Di-dice cosas en mis oídos, me habla de muerte. Tiene un aspecto terrible, como el de quien murió agonizando. La veo con un vestido de novia, como cuando nos casamos. Tiene sangre en su cuerpo, justo donde la herí ¡Oh cristo bendito! ¡Ayúdame! ¡Perdona mis pecados y mándeme donde quiera, pero no con ella, por favor, ¡con ella no!

La noche en la que encontraron al marido muerto se dice que se escuchó un lamento terrible a las tres de la madrugada. Rumores hablan de que La Madre como no tiene a quien atormentar se la pasa en busca de su hijo para llevarlo al más allá, en todas las lunas nuevas aparece con una estrambótica forma, y no se calla hasta que encuentra a algún niño para llevarlo consigo. Si piensan que es mentira, busquen en los archivos de la ciudad y verán como prohibieron salir a los chicos a la calle sobre las 3 de la mañana porque desaparecían.


Gallus Mortis

Esa mañana era como otra cualquiera cuando abrí el corral. Ahí estaba entre las otras aves. Un gallo de plumas rojas y negras. Lo observé confundido. Me le acerqué y no echó a correr como los otros. ¿Curioso?

En la noche le pregunté a papá cuando llegó del trabajo si sabía acerca del asunto. Él como siempre cansado. Solo contestó que: ese gallo debe de haber venido del pueblo buscando refugio. Si aparece el dueño lo devuelves.

Así pasaron cinco días. En la noche del quinto mi papá llegó y me obligo a no ir a una fiesta, pues estaba habiendo desapariciones en el pueblo. No pude hacer otra cosa que obedecer. En la mañana del sexto día al entrar en el corral me encontré con otra gallina. Cabía la posibilidad de que estuviera confundido. Pero juraría nunca haberla visto antes. La gallina se me acercó a picotearme el pie, también mansita. Yo la aparté de una patada.

Le comenté a mi papá que creía haber visto a un nuevo integrante. El sonriente me contestó: mejor para tú negocio ¿no? Y se fue a la cama. Leí en la tarde del séptimo día en el periódico que había habido otra desaparición. Un niño de mi edad.

En la octava mañana cuando abrí el corral, sin duda alguna algo estaba pasando, porque había un pollo entre las gallinas, también mansito. ¿Cómo era posible? Yo estaba seguro que no había ningún nacimiento.

No fue hasta el décimo día. Ya después de cinco desapariciones que noté algo raro. Siempre que alguien desaparecía, una gallina o pollito se agregaba en mi corral. Pero eso no fue lo que me alertó. En la madrugada sentí un golpe en el corral. Asustado de que me estuviesen robando agarré un bate de béisbol y salí en busca de los ladrones. La noche era tibia y un aire ligero corría por los alrededores arbolados. Vi la puerta entreabierta y el candado en el suelo. Nunca antes había pasado, no de esa manera. Un rubor recorrió mis sentidos. Sentí que algo me estaba mirando. Busqué entre los árboles, la oscuridad, pero no vi nada. Caminé despacio hacia el corral y corrí la puerta con la mano. Adentro todo estaba oscuro, prendí la luz, y frente a mí, despierto, bebiendo un líquido rojo del suelo, permanecía el gallo. Al acercarme e intentar correrlo para ver que era ese charco rojo. El plumífero me agredió y yo tras lanzarle un batazo lo hice retroceder. Miré el líquido. ¡No me lo podía creer… era sangre! Corrí a avisarle a mi padre. Él estaba durmiendo cuando yo irrumpí en su cuarto a gritos. Me contestó después de despertarse:

─La gente está buscando a un asesino en serie, y tú enfocado en unas gallinas y pollos que han aparecido. Echándole la culpa a un gallo ─y me sacudió el cabello con una sonrisa.

─ ¡No me crees! ¡Ven conmigo!

Agarré la mano de papá y lo llevé al granero para que el mismo confirmara lo que yo le había dicho. Pero no había sangre y el gallo dormía plácidamente. No pude hacer otra cosa que quedarme callado, pasar por la humillación de parecer un loco cuando en verdad tenía la razón.

─Si tanto te molesta ese animal, deshazte de él, bótalo o véndelo ─fue la sugerencia de mi padre.

Eso mismo hice en la mañana del día doce. Cogí al animal y en mi bicicleta lo llevé al pueblo. Fui a un animalero y se lo dejé en la puerta. Le dije que me diera cualquier cosa. Para el cambio me entregó otro gallo. Lo agarré y volví a mi casa.

En la noche me despertó un ruido. Venía del corral. ¿Qué podía ser? ¿El gallo? Si me deshice de él. Afuera La madrugada era fresca con un toque de putrefacción en el ambiente. Percibí que unos ojos amarillos me observaban de entre los árboles. Esos grandes focos me hicieron temblar. Retrocedí un instante quitándole la mirada de encima. Choqué con algo. ¡El gallo! Asustado lo agredí dándole un fuerte golpe que lo hizo caer lejos. Eché a correr. Papá se había ido a trabajar más temprano dejándome solo en la casa. Bloqueé la puerta. Una ventana se abrió de sopetón. Escuché ruidos que rasgaban el techo. Una figura deforme se dejó ver por la ventana: su cuerpo estaba doblado y tenía la cabeza entre las piernas. Corrió hacia mí impulsado de las manos y los pies. Cerré la ventana. Entonces los ruidos se intensificaron. Aquella cosa comenzó a golpear la puerta una y otra vez desprendiéndole el cerrojo. La entrada cayó de bruces al suelo haciendo un ruido estrepitoso. La bestia estaba frente a mí. No me quedaba de otra que pelear, pero sentí algo por dentro que me impedía luchar: era la sensación de irme encogiendo poco a poco, mis huesos, mis manos desaparecían, mis pies, el cabello, los ojos, mi ropa, yo.

En la tarde papá llegó del trabajo y fue a abrir el corral buscando a su hijo. Lo llamó por su nombre y solo obtuvo respuesta de un pequeño pollito que se acercaba a sus pies manso. Él lo alejó con sus botas gritando:

─ ¡Han secuestrado a mi hijo! ¡Se lo han llevado! ─y salió a toda prisa para la comisaría.

El Jímbaro

El joven iba solitario esa madrugada por el sendero de la montaña cuando apareció el Jímbaro: era un cerdo deforme, su rostro estaba lleno de cortadas igual que su dorso, tenía pesuñas tan afiladas que rasgaban el suelo, el pelo escaso se le caía de la piel negruzca y su boca chorreaba sangre, además tenía una peste infernal.

El Jímbaro lo miró, en su cara brillaron dos ojos amarrillos. El monstruo sonrió mostrando sus dientes picudos. El viajero no pudo hacer más que estremecerse y tartamudear:

─ ¿¡T-tú e-existes?!

─Te sorprendes al verme Jaime ─dijo el animal, que con cautela se iba moviendo hacia los lados, como un perro que está a punto de atacar. Jaime observó desesperadamente el camino buscando alguna escapatoria, pero todos conocen al Jímbaro, nadie escapa de él. Así que tartamudeando dijo lo primero que le vino a la cabeza:

─ ¿E-es ci-cierto qu-que –d-das u-un deseo?

─Se lo doy a las personas que son de corazón puro, a las otras solo las devoro. Tienes un corazón puro, Jaime, así que te doy la oportunidad de sobrevivir.

─B-bien… m-mi de-deseo es…

─Espera ─lo interrumpió─, eso no es tan sencillo como parece, te haré tres preguntas, si las contestas, se te cumple el deseo, si fallas, serás mi cena esta noche ─Jaime se estremeció, pero ya no tenía escapatoria─. Aquí va la primera: ¿Qué cosa está frente a ustedes, pero nunca lo pueden ver? ─Jaime al escuchar la pregunta se impactó. Buscó en su cerebro algunas respuestas, pero aun así se sentía inseguro de hablar. Finalmente dijo:

─E-es ─Jaime observó adelante el camino oscuro, ¿Qué está frente a mí, pero no puedo ver? El camino, pero que me depara el camino. ¡Había dado con la respuesta! Sin titubear contestó─: El futuro.

La sonrisa del Jímbaro se borró por unos segundos. Quizás había subestimado al humano. Hubo silencio para que el Jímbaro pensara en un segundo acertijo.

─ ¿Qué será que tiene pico, pero ni pica ni come, tiene faldas, pero no se viste? ─Jaime arrugó el entrecejo. Se repitió la pregunta en su cabeza durante unos minutos. El Jímbaro dio dos pasos hacia adelante sacando la lengua. El humano comenzó a temblar. Desde el camino observó cuesta abajo, el rio, eso no podía ser, los árboles, tampoco. Pensó en un ave, pero las aves comen. Buscó cosas con picos, pero ninguna tenía falda. El Jímbaro habló─: Dame una respuesta, humano. No tenemos toda la noche ─Jaime miró la oscuridad, la lejanía, una silueta se dibujaba. Entonces entendió: Tiene pico y tiene faldas, no pica ni se viste. Sin duda alguna, siempre estuvo frente a él.

─ ¡La montaña! ¡Es la montaña!

El Jímbaro se detuvo y no tardó en preguntarle:

─Aquí va la tercera… siempre va por la tierra sin ensuciarse ¿Qué es?

─Para ser la última fue la más fácil ─contestó Jaime con una sonrisa─, el avión ─el puerco comenzó a carcajearse y se aproximó a su víctima.

─Fallaste, humano.

─ ¡No, no, es injusto! Me das una oportunidad cuando tu hiciste tres preguntas ─el atacante se paró en seco.

─No intentes jugar con mi sentido de justica ─su sonrisa se había borrado─, pero tienes razón, te voy a dar otras dos oportunidades.

─El barco, sin duda el barco va por… Mierda, falle de nuevo ─se dijo Jaime. Comenzaba a temblar al ver los ojos amarillos puestos en él─. Dijiste que iba por la tierra, y ni el avión, ni el barco van por ella. ¿Qué puede ser?

El silencio inundaba el camino nuevamente. Pasó un buen rato hasta que Jaime cayó en cuenta de que la única cosa que caminaba por la tierra sin ensuciarse estaba ahí, él lo palpaba con sus manos.

─ ¿Es la oscuridad…? ─contestó con inseguridad. Estaba tan cerca de alcanzar el deseo.

─ ¿Esa es tu respuesta final? ─preguntó el Jímbaro.

─Sí.

De un salto el animal le cayó encima al viajero y le puso las pesuñas en el cuello. Jaime sintió las gotas de sangre que chorreaban del animal caerle en la cara. Cerró los ojos esperando el final.

─No te voy a devorar… tampoco te voy a dar el deseo. Fallaste en la respuesta, no es la oscuridad, sino la sombra ─Jaime cuando abrió los ojos el Jímbaro ya no estaba frente a él.


Catoblepon

Aquella noche la luna relucía tranquila sobre los manglares. Marcos, un niño tímido y rubio llevaba un candil detrás de su padre. El padre, un hombre de cuarenta años, casi calvo y de complexión fuerte, iba con el saco de los cangrejos. Por último, los seguían otros sujetos con más faroles y otros sacos. La cacería estaba a punto de terminar, casi llenaban tres sacos de cangrejos. Los pobres animales podían verse sumidos en la desesperación dentro de aquellas telas, unos sobre otros tratando de escapar. El padre de Marcos, Julián, se detuvo para cerciorarse de que el nudo estuviera bien sujeto. Sólo quedaba cruzar un manglar. Pero Marcos se sintió más asustado que las otras veces, percibía un mal en el aire indescriptible. La luna envolvía de misterio el lago llenándolo de mutismo, cosa que no ayudaba a calmar al niño. Julián, le puso una mano en el hombro y le dijo:

─ ¿Qué pasa, amigo? ─mostraba una sonrisa reconfortante─. ¿Le tienes miedo a algo?

─N-no, padre, es-es qu-que, me siento extraño.

─Dicen que los niños pueden sentir la presencia del Catoblepon ─contestó uno de los hombres que iban con ellos riéndose.

─ ¿El qué?

─Nadie sabe cómo luce… pero dicen que si lo ves mueres enseguida.

Marcos tragó saliva presa del miedo. Julián comenzó a carcajearse.

─Vámonos ─afirmó echándose el saco al hombro y entrando en las fangosas aguas del manglar.

Marcos iba en medio de la marcha, silencioso. El sonido de las ranas cada vez se hacía más insoportable, los grillos tampoco dejaban de cantar, pero lo más incómodo eran las plantas que crecían en el fondo del manglar: le rozaban el pie a menudo al niño asustándolo. Él se decía para sus adentros: ¿cómo ellos pueden hacerlo y yo no? Se comparaba con aquellos hombres que parecían imperturbables, una horda de tipos que saben a dónde van y por dónde coger, que nada les molesta.

Entonces reinó el silencio. No habían podido agarrar ningún cangrejo en ese lugar, es como si se hubieran extinguido. Algo curioso que sólo notó Marcos, los cangrejos de los sacos dejaron de moverse como si estuvieran muertos.

─Padre ─llamó Marcos temblando de miedo. Presa de un sentimiento grotesco que le recorría las entrañas─. Padre ─intentó advertir, pero los hombres no le hacían caso. Seguían caminando como si no hubiese otra cosa que llegar a la orilla.

─ ¿Oyen eso? ─preguntó uno de los acompañantes. Todos se quedaron callados y nada se escuchaba en esos parajes inhóspitos─. Las ranas y los grillos dejaron de cantar.

─ ¿Eso es mala señal? ─preguntó otro hombre atemorizado.

─Los cangrejos tampoco se mueven ─dijo Marcos creyendo conveniente el momento. Todos se quedaron perplejos al comprobar que era verdad. Incluso abrieron los sacos, y los moluscos estaban vivos, pero tan quietos como muertos.

─Vayamos a la orilla más cercana ─inquirió Julián.

Los hombres estaban asustados y antes de poder llegar a la orilla sobrevino la catástrofe: el que iba delante de Marcos en la marcha gritó despavorido, y sus ojos se tornaron blancos como el hielo y cayó desmayado. El farol que llevaba entre sus manos se apagó cuando tocó el agua.

─ ¡Que mierda! ─gritó Julián soltando el saco de los cangrejos involuntariamente. Cuando tuvo a su amigo entre los brazos se dio cuenta del desastre. Los moluscos salían como una avalancha de nieve sobre aquellos hombres, mordiéndolos y atacándolos. Los otros corrieron asustados cada uno por lugares diferentes.

─ ¡Ves esa orilla! ─habló con firmeza el padre─, Ve hasta ahí, no te muevas hasta que yo llegué, tengo que buscar ayuda. ¿Entiendes? Hey, mírame y dime que me entiendes.

─Te entiendo, papá ─dijo Marcos envuelto en lágrimas yendo al lugar donde el padre le señaló.

De pronto Marcos se encontraba sólo. Su padre había ido en busca de ayuda con el hombre a cuestas. La sensación de terror nunca lo abandonaba, era como estar caminando en un lago maldito donde al mínimo descuido algo saldría a comerle el alma. Y ellos habían hecho lo que se suponía que no se hace en las películas de terror, separarse.

La noche comenzó a humedecerse y aún no había rastro del amanecer. Marcos llegó a la orilla y se puso sobre una roca alta. Detrás de él había un intenso monte. Se quitó las botas y dejó correr todo el líquido fangoso que estaba dentro de ellas. Seguía sin escucharse el canto de ningún animal. Una serpiente asomó sobre las aguas del rio y amenazó con ir donde estaba Marcos. Por un segundo ambos se quedaron viéndose, era como si sus cuerpos quisieran hablarse. Entonces debajo de la serpiente asomaron dos enormes cuernos como de un monstruo marino. El reptil quedó inmóvil entre los dos cuernos. Marcos se levantó de la roca presa del pánico y echó a correr monte a dentro.

Sin saber a dónde se dirigía se alejó lo que más pudo del lago, del manglar, de las serpientes, así estuvo casi toda la noche hasta que se cansó de correr y tuvo que sentarse en la tierra. El sol comenzaba a salir y él no sentía ganas de seguir corriendo… entonces fue cuando lo vio, casi como me ven ustedes ahora mismo chicos. Un enorme toro de casi cuatro metros, con dos enormes cuernos como los de un alce, de ojos completamente rojos. Lo vio cuando el sol apenas alumbraba esa zona de los árboles. La bestia pareció no advertirlo, o quizás si lo hizo, pero no lo atacó, porque el Catoblepon no mata gente inocente. Al poco rato llegó el padre y encontró a Marcos en la tierra desmayado. ¿Cómo lo encontró su padre preguntan? Fue sencillo, siguió las huellas que el niño dejo.


Final

Sin darme cuenta había estado como una hora leyendo las historias. Una bibliotecaria, agradable, delgada, se me acercó. Al tocarme el hombro levanté la mirada. Un grito de niña se me fue en medio de la biblioteca, pues me la cara de aquella muchacha me pareció estar llena de ojos. Al pestañar me di cuenta que todo había sido invención mía.

─Está fantasía vuelve loco a la gente ─le dije con una sonrisa.

─ ¿Qué fantasía? ─preguntó mirando el libro; era obvio que no se llevó la indirecta.

─ ¿Puedo llevarme el libro a casa?

─Lo siento, joven, hay libros que nosotros no prestamos, pero vuelva mañana para que continúe leyendo ─la muchacha recogió el libro y no me fui hasta ver exactamente donde lo guardaba.

Al día siguiente regresé a la biblioteca, di mi carnet y sin perder tiempo pregunté a otra bibliotecaria por el libro.

─ ¿Qué libro? ─me preguntó.

─ Usted no fue la misma que me atendió ayer… ¿Dónde está la otra bibliotecaria?

─Aquí sólo trabajo yo… y recuerdo haberlo visto venir con un amigo, luego quedarse solo revisando los libros, sentarse en una silla y permanecer ahí como un loco mirando el cristal. No le dije nada porque pensé que estaba…

─Loco… ─la interrumpí─, tranquila, vi donde guardó el libro ayer ─la bibliotecaria se encogió de hombros tomándome como un chiflado, cosa que me exasperó; fui a la estantería con el fin de encontrar el libro para demostrarle a aquella señora que no estaba ido y tuve una tremenda sorpresa. Tal como se imaginan, no estaba el libro. ¿Pero saben que había? Una estatuilla pequeña con una inscripción en español que decía: «Te vi»

Etiquetas: cuentos fantasía terro

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