Mi madre, después de unos meses de altibajos, terminó de morirse un treinta de julio durante una ola de calor. Fue por un paro cardiaco, es decir, por la edad, por el calor, por una docena de achaques enganchados unos a otros como las cerezas en una cesta. Mi padre había muerto también durante una ola de calor, pero en su caso, por cabezonería. Salió demasiado pronto a pasear una tarde de calima a finales de junio empujado por el irresistible impulso de llevarle la contraria a mi madre, que le había insistido en que se quedara oyendo la radio en el portal o echándose una siesta bien larga igual que ella. Cuando empezaba a irse el sol, vinieron a avisarnos de que estaba boqueando en el camino de la Fuente Vieja y que ya habían llamado a una ambulancia, pero, aunque la ambulancia terminó llegando al pueblo después de perderse en dos desvíos, no lo hizo a tiempo.

Lo velamos en casa. Todavía no era muy común hacer el velatorio en esos edificios tan modernos donde es una pena estar muerto, porque no disfrutas de su aire acondicionado, de sus caramelos de cortesía, de su capilla luminosa y resonante. Nosotros -y, en especial, nuestra madre- solo éramos capaces de imaginarnos con él en casa una última noche. Al principio, pensamos en ponerlo en su habitación, pero hacía demasiado calor, así que preparamos el portal, fresco y muy amplio. Ana y Fidel, los hermanos más jóvenes, movieron los muebles y Cándido y Marcial, los mayores, trajeron sillas suficientes para el portal y también para sacar a la calle por si era necesario. Yo, como hermano mediano, no encontré acomodo en ninguno de los dos grupos, como siempre. Sin que nadie me lo dijera, me encargué de acompañar a los vecinos y familiares más o menos lejanos hasta mi madre para que pudieran darle el pésame con un mínimo de orden y de respeto por mi padre, que seguía allí, debajo de un cristal y de un velo oscuro que permitía adivinarlo más que verlo.

Pronto, hubo que sacar sillas a la calle tal como Cándido y Marcial habían previsto, donde más y más gente, hora tras hora, estuvo rescatando historias remotas que nada tenían que ver con mi padre, pero que servían de consuelo, sobre todo a los más ancianos del pueblo. Mi madre permaneció toda la noche en vela, sin muestra alguna de cansancio. De madrugada, cuando quedó un puñado de los más cercanos a nuestra familia, mi madre inició un rosario de misterios infinitos que duró hasta más allá de la llegada del día. Ana, con sus quince años, fue la única que se durmió, apoyada en el hombro de Cándido, que había vuelto aquel año del servicio militar y que, a ratos, la miraba vigilando su sueño.

Casi treinta años después, solo dos hermanos seguían viviendo en el pueblo: Cándido, que se había hecho con una cantidad moderada de tierras capaces de obtener subvenciones europeas y Ana, que se había quedado cuidando a nuestra madre. Los demás guardábamos muy poca relación con nuestro lugar de nacimiento más allá de acercarnos a visitar a nuestra madre de vez en cuando. Gracias a que ella había ido avisando con su empeoramiento progresivo incluso Marcial, el que vivía más lejos, llegó a tiempo. Murió en su cama, a pesar de la insistencia de un joven doctor que no llevaba ni un año en el pueblo en llevarla al hospital para darle unos días más. Mi madre, que recuperaba la lucidez justo cuando el médico entraba en su habitación le contestaba cortante: “¿Y para qué?”.

Cuando el agente del seguro de decesos nos planteó dónde queríamos velar a la titular de la póliza, Cándido le contestó que si ella había sido inflexible en no morir en el hospital era para que no la velaran en un tanatorio. Ninguno replicamos y nos dispusimos a repetir lo que habíamos hecho por nuestro padre. Nos dividimos en los hermanos jóvenes y los mayores, y yo volví a quedarme en medio. De nuevo, por el calor decidimos preparar el portal. Hubo el mismo plan de previsión de sillas, aunque hubo que retirar más de media docena que no parecían muy seguras; pero no hicieron falta. Cándido había conseguido, con los años, discutir con buena parte de los agricultores y ganaderos del pueblo en partidas de mus que, poco a poco, nadie quiso jugar con él. Ana se había quedado, sencillamente, sin amigos a fuerza de no relacionarse con nadie más que con aquellas vecinas con las que se cruzaba en la compra o en la consulta del médico. Tan solo recientemente se había hecho amiga de Nerea, la secretaria del ayuntamiento, que, a diferencia de los demás que habían ocupado el puesto, había terminado por quedarse a vivir en el pueblo. Había intimado con Ana por compasión, decía ella sonriendo, gracias a unos trámites que había tenido que hacer unos meses atrás para solicitar algunas ayudas para nuestra madre y que, inevitablemente, llegaron tarde.

Aparecieron a lo largo del día apenas una docena de familiares lejanos y desmemoriados del brazo de sus hijos sin saber muy bien adónde iban ni por quién preguntaban, repitiendo gestos y palabras de un protocolo con un significado que ya habían dejado de entender. A ratos, Nerea se escapaba de su trabajo en el ayuntamiento, para preguntarnos si necesitábamos algo y le comentó a Ana que había preparado comida para todos, para que no tuviéramos que hacer nada. Se fueron las dos juntas y, al salir por la puerta, Cándido murmuró al viejo estilo de nuestra madre:

-Para una mujer nueva que viene al pueblo se la queda mi hermana.

Los demás hicimos como que no habíamos visto ni oído nada.

La tarde languideció en el portal con un cansancio modorro. Ana se puso una rebeca fina para protegerse del fresco del portal. Cabeceó un par de veces, pero Cándido la despertó dándole un toque seco en el pie. Estábamos casi en silencio, hablando de nosotros, de nuestras familias de vacaciones en diferentes playas. No habíamos querido traer a nuestros hijos, para no enseñarles la muerte.

-Son muy pequeños -dijo Marcial o Fidel, no recuerdo cuál.

A las once de la noche, nos convencimos de que no iba a venir nadie más y decidimos cenar algo. En la cocina, me puse a pelar unas patatas con las que Ana y Nerea prepararon unas tortillas grandes y esponjosas. Cenamos a ratos de pie y a ratos sentados, repartidos entre la sala y la cocina. Alguien rio en la cocina y todos en la sala se callaron por un momento. Poco después, la risa surgió en la sala y el silencio se reprodujo en la cocina. Yo iba y venía entre los dos grupos, intentando preguntar si íbamos a quedarnos todos a velar a nuestra madre toda la noche o si íbamos a organizar turnos para que no estuviera sola. Solo después de que desapareciese el último trozo de tortilla, Cándido dijo que deberíamos velarla todos, igual que habíamos hecho con nuestro padre.

Mirando directamente a Ana, le dijo:

-Ve haciendo café para pasar la noche.

-Ahí tienes la cafetera para hacerlo cuando quieras -le contestó.

Cándido se fue hacia las escaleras. Yo me acerqué y preparé la cafetera. Al terminar, Fidel me ayudó a servirles el café, casi todos con hielo, salvo Ana y Nerea. Marcial se lo bajó a Cándido. Los que nos quedamos iniciamos una charla desganada sobre nuestros trabajos hasta que le pregunté a Ana qué iba a hacer ahora:

-No lo sé. Ahora me he quedado sin trabajo y sin casa.

-¿Sin casa? -dijo Fidel.

-Esta casa no es mía.

-Es de todos, así que también es tuya -contestó.

-Pero no tengo con qué compraros vuestra parte y Cándido siempre ha dicho que quería esta casa -dijo Ana.

-Su casa es mucho más grande que esta -dije yo.

Ana dio un resoplido. Nerea la rodeó con un brazo.

-Ya te he dicho que no tienes que preocuparte por eso -le dijo.

Ana sonrió y se bebió el café de un trago, como si no estuviera caliente.

-Vamos con Cándido y Marcial, que están solos con mamá -dijo Ana.

Todos echaron a andar hacia las escaleras. Yo me quedé sentado un rato más, hasta que Ana me llamó y ya no tuve más remedio que acompañarlos. 

 

Este cuento se publicó en el número de octubre del periódico «Salamanca al Día». La versión publicada se puede consultar en el siguiente enlace (página 16 del archivo PDF): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1246165_20211005.pdf#_blank 

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